«¡Qué molestos resultan los extranjeros!», pensó Molly.
Tal vez míster Paravicini leyera sus pensamientos pues el caso fue que sus modales cambiaron y habló sosegado y muy serio.
—¿Puedo darle un pequeño consejo, señora Davis? Usted y su esposo no debieron ser tan confiados. ¿Tienen alguna referencia de sus huéspedes?
—¿Es costumbre obtenerlas? —Molly pareció algo azorada—. Yo creí que la gente acudía... y eso bastaba.
—Siempre es aconsejable saber algo de las personas que duermen bajo nuestro techo —Se inclinó par darle unos golpecitos en el hombro con aire ligeramente amenazador—. Tómeme a mí como ejemplo. Aparecí a medianoche diciendo que mi coche había volcado a causa de la ventisca. ¿Qué sabe de mí? Nada en absoluto. Y tal vez tampoco sepa nada de ninguno de los otros huéspedes.
—La señora Boyle... —comenzó a decir Molly, más se detuvo al ver a la aludida entrar en la estancia con su labor de punto en la mano.
—El salón está demasiado frío. Me sentaré aquí —Y se dirigió hacia la chimenea.
El señor Paravicini se le adelantó con su andar peculiar.
—Permítame que avive el fuego.
Y Molly se sorprendió, lo mismo que la noche anterior, ante la jovial elasticidad de su paso. Había observado que siempre procuraba conservarse de espaldas a la luz y ahora, al arrodillarse ante el fuego, comprendió la razón. El rostro del señor Paravicini mostrábase inteligentemente «maquillado».
De modo que el viejo estúpido quería parecer más joven de lo que era, ¿verdad? Pues no lo conseguía. Representaba su edad, e incluso más. Sólo su paso firme resultaba una contradicción. Y tal vez también eso estuviera cuidadosamente calculado.
Le sacó de su ensimismamiento la brusca aparición del mayor Metcalf.
—Señora Davis. Me temo que las cañerías... de... er... —bajó la voz— del sótano estén heladas.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Molly—. ¡Qué día! Primero la policía y ahora las cañerías!
El señor Paravicini dejó caer el atizador con estrépito. La señora Boyle suspendió su labor. Molly, que miraba al mayor Metcalf, quedó extrañada de su repentina inmovilidad y la indescriptible expresión de su rostro... como si hubiera dejado de experimentar emociones y no fuera más que una talla de madera.
—¿Ha dicho la policía?
Molly tuvo conciencia de que tras su impasibilidad aparente se desarrollaba una violenta emoción. Pudiera ser temor, precaución o sorpresa..., pero escondía algo. Aquel hombre podía resultar peligroso.
Volvió a hablar, esta vez en tono de simple curiosidad:
—¿Qué es eso de la policía?
—Han telefoneado —dijo Molly— hace muy poco rato, para decir que van a enviar aquí a un sargento —Miró por la ventana—. Pero yo no creo que consiga llegar —dijo esperanzada.
—¿Por qué nos envían a un policía? —Dio un paso hacia ella, pero antes de que Molly pudiera contestar palabra, se abrió la puerta y entró Giles.
—Este carbón parece de piedra. —dijo contrariado. Luego agregó—: ¿Ocurre algo?
El mayor Metcalf volvióse de repente hacia él:
—He sabido que va llegar la policía. ¿Por qué?
—¡Oh, no tenga cuidado; —repuso Giles—. Nadie puede llegar hasta aquí. Hay cinco pies de nieve. Los caminos están bloqueados. No es posible que se acerque nadie.
Y en aquel momento dieron tres golpecitos en la ventana.
Todos se sobresaltaron, y durante unos segundos no consiguieron localizar la procedencia de la llamada, que llegaba hasta ellos como un aviso fantasmal. Hasta que, con un grito, Molly señaló la ventana, donde un hombre golpeaba con los nudillos en el marco, y todos se explicaron el misterio de su llegada al ver que llevaba puestos los esquíes.
Lanzando una exclamación, Giles cruzó la estancia para abrir la ventana.
—Gracias, señor —dijo el recién llegado, que tenía una voz alegre y un rostro muy moreno—. Soy el sargento detective Trotter —presentóse él mismo.
La señora Boyle le miró con disgusto por encima de su labor de punto.
—No es posible que sea ya sargento —dijo mirándole desaprobadoramente—. Es usted demasiado joven.
El joven, que por cierto lo era mucho, pareció ofenderse y dijo en tono ligeramente molesto:
—No soy tan joven como parezco, señora.
Sus ojos recorrieron el grupo hasta detenerse en Giles.
—¿Es usted el señor Davis? ¿Puedo quitarme los esquíes y dejarlos en alguna parte?
—Desde luego, venga conmigo.
Cuando la puerta del vestíbulo se hubo cerrado tras ellos, la señora Boyle dijo con acritud:
—¿Para eso pagamos hoy en día a nuestros policías? ¿Para que se diviertan practicando deportes de invierno?
Paravicini se había acercado a Molly y le preguntó:
—¿Por qué ha enviado a buscar a la policía, señora Davis?
Ella retrocedió un tanto bajo la firmeza y malignidad de aquella mirada. Aquél era un nuevo Paravicini, y por unos instantes Molly sintió miedo.
—¡Pero si yo no he avisado! —dijo con desmayo.
Y entonces Cristóbal Wren entró por la puerta, muy excitado, diciendo con voz penetrante:
—¿Quién es ese hombre que hay en el vestíbulo? ¿De dónde ha salido? Es preciso ser muy valiente para venir con este tiempo.
La voz de la señora Boyle se dejó oír por encima del entrechocar de sus agujas de crochet.
—Puede que lo crea o no, pero ese hombre es un policía. ¡Un policía... esquiando!
Su tono parecía expresar que había llegado el quebrantamiento de la gradación entre las clases sociales.
—Perdóneme, señora Davis, ¿podría utilizar un momento el teléfono?
—Desde luego, mayor Metcalf.
El mayor se dirigió al aparato mientras Cristóbal Wren decía con su voz chillona:
—Es muy guapo, ¿no les parece? Siempre he creído que los policías tienen un gran atractivo.
—Oiga... oiga... —El mayor Metcalf gritaba irritado por el auricular. Volvióse a Molly—. Señora Davis, este teléfono, está muerto, completamente muerto.
—Funcionaba muy bien hace sólo un momento Yo...
La interrumpió la risa estridente, casi frenética, de Cristóbal Wren.
—De modo que ahora estamos completamente aislados. Es divertido, ¿verdad?
—Yo no le veo la gracia —repuso el mayor Metcalf.
—Ni yo, desde luego —dijo la señora Boyle.
Cristóbal continuaba riendo a carcajadas.
—Se trata de un chiste de mi propiedad —dijo—. ¡Chitón —se llevó el índice a los labios—, que viene el «poli»!
Giles entraba en aquel momento con el agente Trotter. Este último se había librado de los esquíes y sacudido la nieve, y llevaba en la mano una gran libreta y un lápiz.
—Molly —dijo Giles—, el sargento Trotter quiere hablar unos momentos con nosotros dos reservadamente.
Molly les siguió fuera de la estancia.
—Pasemos al gabinete —invitó Giles.
Fueron a la reducida habitación situada al fondo del vestíbulo que bautizaron con este nombre. El sargento Trotter cerró la puerta con sumo cuidado.
—¿Qué es lo que hemos hecho? —preguntó Molly, inquieta.
—¿Hecho? —El sargento Trotter la miró sonriente—. ¡Oh! —agregó—. No se trata de eso, señora. Lamento haber dado lugar a un malentendido. No, señora Davis, es algo distinto por completo. Es más bien un caso de protección de la Policía, no sé si me comprenden ustedes.
Como no le entendieron lo más mínimo, los dos le miraron interrogantes.
El sargento Trotter siguió hablando:
—Es con relación a la muerte de la señora Lyon. La señora Maureen Lyon, que fue asesinada en Londres hace dos días. Tal vez lo hayan leído ustedes en los periódicos.
—Sí —dijo Molly.
—Lo primero que quiero saber es si ustedes conocían a la señora Lyon.
—Jamás la había oído nombrar —dijo Giles, y Molly murmuró unas palabras para acompañarle en su negativa.
—Bien, ya me lo figuro. Pero a decir verdad, Lyon no era el verdadero nombre de la interfecta. La Policía tenía su ficha con las huellas dactilares, de modo que pudieron identificarla sin dificultad. Su verdadero nombre era Greeg; Maureen Greeg. Su fallecido esposo, John Greeg, fue un granjero residente en Longridge Farm, no muy lejos de aquí. Es posible que ustedes hayan oído hablar del caso Longridge Farm.
En la estancia reinaba el silencio más absoluto. Sólo se oía el golpe amortiguado de la nieve que resbalaba del tejado.
Trotter agregó:
—Tres niños evacuados se alojaron en casa de los Greeg en Longridge Farm en 1940. Uno de esos niños falleció a consecuencia de abandono y malos tratos. El caso armó mucho alboroto, y los Greeg fueron condenados a presidio. Greeg escapó cuando le llevaban a la cárcel, robó un automóvil y sufrió un accidente durante el intento de burlar a la policía. Murió en el acto. La señora Greeg cumplió su condena y fue puesta en libertad hará unos dos meses.
—Y ahora ha sido asesinada —dijo Giles—. ¿Quién suponen que la mató?
Pero el sargento Trotter no era partidario de las prisas.
—¿Recuerda el caso, señor? —quiso saber.
Giles negó con la cabeza.
—En 1940 yo era guardiamarina y servía en el Mediterráneo.
Trotter dirigió su mirada a Molly.
—Yo... yo recuerdo haber oído algo —dijo Molly bastante inquieta—. Pero, ¿por qué se dirige usted a nosotros? ¿Qué tenemos que ver con esto?
—Pues porque es posible que corran peligro, señora Davis.
—¿Peligro? —Giles estaba asombrado.
—Ocurre lo siguiente, señor. Cerca del lugar del crimen se recogió un librito de notas en el que había apuntadas dos direcciones. La primera: calle Culver, 74.
—¿Allí donde fue asesinada esa mujer? —dijo Molly.
—Sí, señora Davis. La otra dirección era: Monkswell Manor.
—¿Qué? —Molly exteriorizó su asombro—. Pero eso es extraordinario.
—Sí. Por eso el inspector Hogben consideró necesario averiguar si ustedes conocían la relación que pudiera existir entre ustedes, o esta casa, y el caso Longridge Farm.
—Ninguna..., absolutamente ninguna —repuso Giles—. Debe tratarse de una coincidencia.
—El inspector Hogben no lo considera así —dijo el sargento Trotter con amabilidad—; y hubiera venido él en persona de haberle sido posible. Debido al estado atmosférico, y por ser yo un esquiador experto, me ha enviado a mí para que averigüe todo lo referente a las personas que habitan esta casa, y que debo transmitir por teléfono, y para que tome las medidas que considere necesarias para la seguridad de todos.
Giles exclamó con acritud:
—¿Seguridad? Pero hombre, ¿es que cree que van a asesinar a alguien aquí?
—No quisiera asustar a su esposa —dijo Trotter—, pero eso es precisamente lo que teme el inspector Hogben.
—¿Y qué razones pueden tener...?
Giles se interrumpió y Trotter precisó:
—Eso es lo que he venido a averiguar.
—Pero todo esto es una locura.
—Sí, señor. Y precisamente porque es una locura, resulta peligroso.
—Hay algo más que todavía no nos ha dicho, ¿verdad, sargento? —preguntó Molly.
—Sí, señora. En la parte superior de la hoja del librito de notas habían escrito: «Tres Ratones Ciegos», y prendido en las ropas del cadáver de la mujer asesinada se encontró un papel con las palabras: «Éste es el primero», un dibujo de los tres ratones y un pentagrama con la tonadilla infantil «Tres Ratones Ciegos».
Molly cantó por lo bajo:
Tres Ratones Ciegos,
¡Van tras la mujer del granjero!
Ved cómo corren.
les..
Se interrumpió.
—¡Oh, es horrible...
horrible
! Eran tres niños, ¿verdad?
—Sí, señora Davis. Un muchacho de quince años, una niña de catorce y el niño de doce, que murió...
—¿Qué fue de los otros dos?
—Creo que la niña fue adoptada, pero no hemos conseguido dar con su paradero. El muchacho tendrá ahora unos veintitrés años. Hemos perdido su rastro. Se dice que siempre fue un poco... raro. A los dieciocho años se alistó en el Ejército, para desertar más tarde. Desde entonces no se ha sabido de él. El psiquiatra del Ejército dice que, desde luego, no es normal.
—¿Y usted cree que haya sido él quien asesinó a la señora Lyon? —preguntó Giles—. ¿Y que es un maniático homicida que puede venir aquí por alguna razón desconocida?
—Supongo que debe haber alguna relación entre alguno de los que viven aquí y el caso de Longridge Farm. Una vez hayamos establecido esta relación, podremos prevenirnos. Usted declara que no tiene nada que ver con ese caso, ¿verdad? Y usted lo mismo, ¿eh, señora Davis?
—Yo... oh, sí..., sí...
—¿Quieren decirme exactamente quiénes habitan en esta casa?
Le dieron los nombres. La señora Boyle, el mayor Metcalf. Cristóbal Wren... Y el señor Paravicini. El sargento los fue anotando en su libreta.
—¿Criados?
—No tenemos criados —repuso Molly—. Y eso me recuerda que debo subir a pelar patatas.
Y salió de la habitación a toda prisa,
Trotter miró a Giles.
—¿Qué sabe usted de esas personas?
—Yo... nosotros... —Giles hizo una pausa antes de agregar con calma—: La verdad es que no sabemos nada de ellos, sargento. La señora Boyle escribió desde su hotel de Bournemouth. El mayor Metcalf desde Leamington. Míster Wren desde un hotel particular de South Kessington. El señor Paravicini surgió de la nada... o mejor dicho, de entre la nieve... Su automóvil había volcado a causa de la ventisca, cerca de aquí. No obstante, supongo que tendrá tarjetas de identidad, cartilla de racionamiento o alguno de esos papeles.
—Ya lo averiguaremos, desde luego.
—En cierto modo es una suerte que haga tan mal tiempo —dijo Giles—. Así el asesino no podrá llegar hasta aquí, ¿no le parece?
—Tal vez no le sea necesario venir, señor Davis.
—¿Qué quiere decir? —repitió.
El sargento Trotter vaciló unos instantes y luego dijo:
—Tenemos que considerar que
es posible que ya esté aquí
.
Giles le miró sorprendido.
—¿Qué quiere decir? —repitió.
—La señora Greeg fue asesinada hace dos días. Y
todos sus huéspedes han llegado aquí después, ¿verdad, señor Davis
?
—Sí, pero habían reservado habitación... algún tiempo antes... todos, excepto Paravicini.
El sargento Trotter suspiró. Su voz denotaba cansancio.