La señora Boyle había terminado la excelente tortilla e iba dando cuenta de las tostadas con ayuda de sus dientes blancos y fuertes. Estaba descontenta y defraudada. Monkswell Manor no era ni remotamente como ella lo había imaginado. Esperaba haber podido organizar partidas de bridge con solteronas que se dejaran impresionar por su posición social y por SUS relaciones, y a las que podría insinuar la importancia y secretos de sus servicios prestados durante la guerra.
El término de la guerra había dejado a la señora Boyle anclada, como lo estaba, en una playa desierta. Siempre fue una mujer activa, que hablaba sin cesar de eficiencia y organización, lo cual había evitado que la gente le preguntara si era una buena y eficiente... organizadora. Las actividades de guerra le habían venido como anillo al dedo. Había dirigido, animado y preocupado, a decir verdad, a mucha gente sin concederse ni un minuto de descanso. Y ahora, toda aquella vida excitada y activa había terminado. Volvía a su vida privada y su antigua vida agitada ya no existía. Su casa, que había sido requisada por el Ejército, necesitaba ser reparada y pintada de arriba abajo antes de que pudiera volver a habitarla, y la dificultad de encontrar servicio la hacían insuperable. Sus amigos se habían desperdigado, y aunque algún día encontraría su puesto de momento era cosa de dejar transcurrir el tiempo. Un Hotel o una Casa de Huéspedes le pareció la mejor solución, y por eso resolvió ir a Monkswell.
Miró a su alrededor con disgusto.
—Debieron haberme dicho que estaban empezando —dijo para sus adentros.
Apartó el plato. En cierto modo, el hecho de que el desayuno estuviera perfectamente preparado y servido, con buen café y mermelada casera, le contrariaba todavía más, ya que la privaba de un legítimo motivo de queja. Asimismo, su cama era muy cómoda, con sábanas bordadas y almohada blanda y suave. A la señora Boyle le agradaba el confort, pero también el poder encontrar defectos. Y esto último tal vez fuera su pasión más arraigada.
La señora Boyle, levantándose majestuosamente, salió del comedor cruzándose en la puerta con aquel extraordinario joven de cabellos rojos, que aquella mañana lucía una corbata de cuadros, verde rabioso... una corbata de lana.
«Absurda —díjose la señora Boyle—. Completamente absurda.»
Y el modo de mirarla aquel joven con el rabillo de aquellos ojos claros... también le disgustaba. Había algo molesto..., extraño... en aquella mirada ligeramente burlona.
«No me extrañaría que fuese un desequilibrado mental», continuó diciéndose mistress Boyle.
Y saludándole con una ligera inclinación de cabeza, para corresponder a su extravagante reverencia, entró en el espacioso salón. ¡Qué butacones más cómodos... sobre todo el de color de rosa! Sería mejor que les hiciera comprender desde ahora que aquélla iba a ser su butaca. Puso su labor sobre ella, a modo de señal y fue a apoyar la mano sobre los radiadores. Sus ojos brillaron con arrogancia. Ya tenía algo de qué quejarse.
Miró por la ventana.
Vaya un tiempo malo... malísimo. Bueno, no se quedaría mucho tiempo allí... a menos que llegara más gente y empezara a divertirse.
Un montón de nieve cayó desde el tejado produciendo un ruido ahogado. La señora Boyle se estremeció.
—No —dijo en voz alta—. No me quedaré mucho tiempo aquí.
Alguien rió..., risita de falsete, haciéndole volver la cabeza. El joven Wren la contemplaba desde la puerta con aquella extraña expresión tan característica en él.
—No —le dijo—. No creo que dure mucho aquí.
El mayor Metcalf ayudaba a Giles a quitar la nieve amontonada ante la puerta posterior. Era muy diestro en el manejo de la pala y Giles no cesaba de prodigar frases de elogio y gratitud.
—Es un buen ejercicio —dijo el mayor Metcalf—. Debiera hacerse a diario. Ya sabe usted que ello ayuda a conservar la línea.
De modo que el mayor era un amante del ejercicio físico. Giles lo había temido desde que le oyó pedir que le sirviese el desayuno a las siete y media.
Como si leyera su pensamiento, Metcalf le dijo:
—Su esposa ha sido muy amable al prepararme el desayuno tan temprano, ha sido un placer poder tomar un huevo recién puesto.
Giles se había levantado antes de las siete a causa de las exigencias de la marcha del hotel. En compañía de Molly estuvo cociendo los huevos, preparando el té, y arreglando el comedor y la biblioteca. Todo estaba limpio y dispuesto. Giles no pudo dejar de pensar que de haber sido un huésped de su propio establecimiento, nadie le hubiera sacado de la cama en una mañana semejante hasta el último momento posible.
No obstante, el mayor se había levantado, almorzando y deambulando por la casa pletórico de energía y buscando en qué entretenerse.
«Bueno —pensó Giles—, hay mucha nieve que quitar.»
Dirigióle una mirada de soslayo. La verdad era que no resultaba un hombre fácil de clasificar. Reservado, de mediana edad, y mirada extraña y observadora. Un hombre que no dejaba traslucir nada. Giles se preguntó por qué habría ido a Monkswell Manor. Probablemente le acababan de licenciar y estaría sin ocupación.
El señor Paravicini apareció más tarde. Había tomado café y una tostada, un frugal desayuno europeo continental.
Cuando Molly se lo sirvió, tuvo una sorpresa al verle levantarse y hacerle una exagerada reverencia mientras le preguntaba:
—¿Es usted mi encantadora patrona? ¿Me equivoco?
Molly le dijo lacónicamente que estaba en lo cierto. A aquellas horas no tenía humor para galanteos.
«¿Y por qué todo el mundo tiene que desayunar a distinta hora? —se lamentaba al ir amontonando los platos en la fregadera—. Resulta muy molesto.»
Una vez lavados y colocados en el escurreplatos corrió a hacer las camas. Aquella mañana no podía esperar la ayuda de Giles. Tenía que abrir camino hasta la casita de la caldera y el gallinero.
Molly hizo las camas a toda marcha y lo mejor que pudo, estirando las sábanas y remetiéndolas por los lados lo más de prisa posible.
Estaba barriendo el suelo de uno de los cuartos de baño cuando sonó el teléfono.
Molly experimentó primero una sensación de contrariedad porque interrumpían su trabajo, pero luego sintió alivio al pensar que por lo menos seguía funcionando el teléfono, y bajó corriendo para atender la llamada.
Llegó a la biblioteca casi sin aliento y descolgó el auricular.
—¿Sí?
Una voz llena, con un ligero acento del país, preguntó:
—¿Monkswell Manor?
—Sí. Aquí la Casa de Huéspedes Monkswell Manor.
—¿Podría hablar con el comandante Davis, por favor?
—Ahora no puede ponerse al aparato —dijo Molly—. Yo soy la señora Davis. ¿Quién le llama, por favor?
—El inspector Hogben, de la policía de Berkshire.
Molly se quedó sin respiración.
—Oh, sí... es..., ¿sí?
—Señora Davis, se ha presentado un asunto bastante urgente. No quiero decir mucho por teléfono, pero he enviado al sargento detective Trotter a su casa a la que llegará de un momento a otro.
—Pero no lo conseguirá. Estamos bloqueados por la nieve... completamente aislados. Los caminos están intransitables.
La voz no perdió su seguridad.
—Trotter llegará ahí de todas maneras —le dijo—. Haga el favor de advertir a su esposo para que escuche con toda atención lo que Trotter tiene que decirle y que siga sus instrucciones sin la menor reserva. Eso es todo, señora Davis.
—Pero, inspector Hogben, qué...
Mas ya había cortado la comunicación. Era evidente que Hogben, una vez dicho todo lo que tenía que decir, daba por terminada al conferencia. Molly colgó el auricular y volvióse al mismo tiempo que se abría la puerta.
—¡Oh, Giles, ya estás aquí, querido!
Giles traía nieve en los cabellos y la cara bastante tiznada de carbón. Parecía sudoroso.
—¿Qué te ocurre, cariño? He llenado de carbón el depósito y he entrado leña. Ahora iré al gallinero y luego a echar un vistazo a la caldera. ¿Te parece bien? ¿Qué es lo que pasa, Molly? Pareces asustada.
—Giles, era la
policía
.
—¿La policía?
El tono de Giles expresaba asombro.
—Sí, nos envían un inspector, sargento, o algo parecido.
—Pero ¿por qué? ¿Qué hemos hecho?
—No lo sé. ¿Tú crees que será por aquellas dos libras de mantequilla que nos hicimos traer de Irlanda?
Giles tenia el ceño fruncido.
—No me habré olvidado de sacar la licencia de la radio, ¿verdad?
—No. Está en el escritorio. Giles, la señora Bidlock me dio cinco de sus cupones por mi viejo abrigo de tweed. Supongo que esto está prohibido..., pero yo lo encuentro perfectamente justo. Yo tengo un abrigo menos, así que, ¿por qué no voy a tener los cupones? Oh, querido, ¿qué otra cosa habremos hecho?
—El otro día tuve un pequeño encontronazo con el coche... Pero fue culpa del otro. Sin la menor duda...
—Debemos haber hecho
algo
—gimió Molly.
—Lo malo es que prácticamente todo lo que uno hace hoy en día es ilegal —dijo Giles apesadumbrado—. Por eso siempre se tiene cierta sensación de culpabilidad. Me imagino que será algo relacionado con el asunto de la Casa de Huéspedes. Probablemente para ejercer de fondistas debe haber una serie de requisitos que observar, de los que ni siquiera tenemos idea.
—Yo creí que lo único que importaba era lo referente a la bebida. Y no hemos servido nada a nadie. Por otra parte, ¿por qué no habríamos de admitir huéspedes en nuestra propia casa de la manera que más nos agrade?
—Lo sé. Parece lo más natural, pero como te digo, hoy en día todo está más o menos prohibido.
—¡Oh, Dios mío! —suspiró Molly—. ¡Ojalá no hubiéramos emprendido este negocio! Vamos a estar varios días bloqueados por la nieve, todos se pondrán de mal humor y se comerán nuestras reservas de provisiones y no sé lo que será de nosotros.
—Anímate, cariño —repuso Giles—. Estamos pasando un mal momento, pero todo se arreglará.
La besó en la frente distraído y soltándola agregó en otro tono de voz:
—¿Sabes, Molly, que, pensándolo bien, debe ser algo de bastante importancia para que envíen a un sargento a pesar de la nieve?
Hizo un gesto señalando hacia el exterior y dijo:
—Debe tratarse de algo muy
urgente
.
Se miraron perplejos y en aquel momento abrióse la puerta dando paso a la señora Boyle.
—¡Ah, está usted aquí, señor Davis! —dijo la recién llegada—. ¿Sabe que el radiador del salón está frío como el mármol?
—Lo siento, señora Boyle. Andamos algo escasos de carbón y...
La señora Boyle le atajó con rudeza.
—Pago
siete
guineas a la semana...,
siete
guineas. Y no estoy dispuesta a helarme.
Giles se puso como la grana y repuso escuetamente:
—Procuraré remediarlo.
Cuando salió de la estancia, la señora Boyle volvióse a Molly.
—Si no le molesta que se lo diga, señora Davis, creo que tiene hospedado en su casa a un joven muy particular... Sus modales..., sus corbatas..., ¿y nunca se peina?
—ES un joven arquitecto, que ha hecho una gran carrera —dijo Molly.
—Le ruego me perdone, pero...
—Cristóbal Wren es arquitecto y..,
—Déjeme hablar, mi querida joven. Naturalmente que sé quién es sir Cristóbal Wren. Era arquitecto. Fue quien construyó San Pablo.
—Yo me refiero a este otro Wren. Sus padres le llamaron Cristóbal porque esperaban que fuera arquitecto. Y lo es... bueno, o casi lo es.
—¡Hum! —gruñó la señora Boyle—. A mí me parece esto una historia bastante extraña. Yo de usted haría algunas averiguaciones acerca de su persona. ¿Qué es lo que sabe de él?
—Tanto como de usted, señora Boyle... es decir, que también me paga siete guineas a la semana. Y en realidad eso es todo lo que necesitamos saber, ¿no le parece? Y por lo que a mí respecta, no me importa que mis huéspedes me gusten o... —Molly miró fijamente a la señora Boyle—, no me gusten.
La señora Boyle enrojeció de coraje.
—Es usted joven y sin experiencia y debiera agradecer los consejos de alguien que sabe más que usted. ¿Y qué me dice de ese extranjero? ¿
Cuándo
ha llegado?
—A medianoche.
—Vaya. Es muy curioso. No es una hora muy corriente.
—Negarse a admitir a los viajeros sería ir contra la ley, señora Boyle. —Y agregó en tono menos agresivo—: Tal vez no sepa eso.
—Todo lo que puedo decir es que ese Paravicini, o como se llame, me parece...
—¡Cuidado, cuidado, querida señora...! Cuando se habla del ruin de Roma...
La señora Boyle pegó un salto como si acabara de ver al mismísimo diablo. El señor Paravicini que acababa de entrar silenciosamente en la habitación sin que ellas se dieran cuenta, rió, frotándose las manos con ademán sarcástico.
—Me ha asustado usted —le dijo la señora Boyle—. No le he oído entrar.
—Para eso he entrado de puntillas —repuso el señor Paravicini—. Nadie me oye nunca entrar o salir. Lo encuentro muy divertido. Algunas veces oigo cosas y eso también me divierte. —Y agregó en tono más bajo—: Y nunca olvido lo que oigo.
La señora Boyle dijo en voz débil:
—¿De veras? Voy a buscar mi labor... la dejé en el salón.
Y salió a toda prisa. Molly se quedó contemplando al señor Paravicini con expresión ausente. Él se le acercó andando a saltitos.
—Mi encantadora patrona parece preocupada —y antes de que Molly pudiera evitarlo le besó en la mano—. ¿Qué es ello, querida señora?
Molly retrocedió. No estaba segura de que le agradara aquel individuo que la miraba como un viejo sátiro:
—Esta mañana se hace todo bastante difícil a causa de la nieve —le dijo con ligereza.
—Sí —El señor Paravicini volvió la cabeza para mirar por la ventana—. La nieve lo complica todo, ¿no es cierto? O al contrario, lo hace todo muy fácil.
—No se a qué se refiere.
—No —repuso él pensativo—. Hay muchas cosas que usted ignora. Por ejemplo, me parece que no sabe gran cosa de cómo administrar y regir una casa de huéspedes.
Molly alzó la barbilla.
—Confieso que es cierto..., pero tenemos intención de salir adelante.
—¡Bravo bravo!
—Después de todo —la voz de Molly demostraba una ligera ansiedad—, no soy tan mala cocinera...
—Sin duda alguna es usted una cocinera encantadora —repuso el señor Paravicini.