Tríada (49 page)

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Authors: Laura Gallego García

Había matado al último dragón. Estaba feliz, contento, satisfecho. Los sheks lo aceptarían de nuevo entre ellos, regresaría junto a su padre, había, de nuevo, un lugar en el mundo para él.

Pero había perdido a Victoria. Habría soportado perderla de cualquier otra manera; que ella desapareciera para siempre con Jack, por ejemplo, o incluso su muerte, no habrían sido tan horribles como lo que le había pasado ahora a la muchacha.

Victoria estaba viva, pero por dentro estaba muerta. No sobreviviría a la pérdida de Jack. Christian sabía que ni siquiera él podría llenar aquel vacío, y mucho menos después de haber sido el causante de su dolor.

La chica se levantó entonces, y Christian la miró, sorprendido. Dio un paso hacia ella, pero no avanzó más. No se atrevió.

A trompicones, como si no fuera más que una marioneta movida por hilos invisibles, Victoria avanzó hasta el lugar donde había quedado, abandonada, Domivat, la espada de fuego. La cogió.

No se quemó.

Porque la espada se había apagado, estaba muerta, igual que su propietario. Victoria se quedó contemplándola, con la mirada perdida, sin verla realmente.

Seguía sin hacerse a la idea. Simplemente, no podía. Entonces, la muchacha alzó de nuevo la cabeza para mirar a Christian. El joven vio el inmenso vacío de sus ojos, el dolor, el desconcierto. «No comprendo», parecía decir su mirada.

—Criatura —susurró él—. Lo siento. Te juro que lo siento... muchísimo. No quería hacerte daño, créeme. Nunca quise hacerte daño.

Victoria no lo oyó. Estaba demasiado lejos.

Christian dio media vuelta y se alejó, caminando con el paso sereno que le caracterizaba, con Haiass brillando en su mano derecha, en dirección a la Torre de Drackwen. Victoria lo vio marchar, sin comprender todavía lo que estaba sucediendo.

Y entonces perdió el sentido.

Y cayó al suelo, con suavidad, como una hoja de árbol, las manos todavía aferrando la empuñadura de Domivat.

Shail no pudo más y echó a correr hacia ella. Hasta aquel momento no se había atrevido a interrumpir aquel momento tan importante, el intercambio de miradas entre Victoria y Christian, el asesino de Jack. Algo había estremecido el ambiente cuando aquellos dos jóvenes, seres extraordinarios, criaturas sobrehumanas, se habían mirado a los ojos.

La muleta del mago tropezó en un hoyo del suelo, y él cayó cuan largo era, haciéndose daño. Zaisei acudió a su lado para ayudarle.

Llegaron junto a Victoria. La joven seguía desmayada en el suelo, pálida.

—Oh, Vic —suspiró Shail, con los ojos llenos de lágrimas.

La estrella de su frente brillaba con suavidad, transmitiendo, de alguna misteriosa manera, un dolor tan intenso que Zaisei se llevó las manos al corazón y ahogó un sollozo.

LIBRO IV

Predestinación

1
Como el más profundo de los océanos

Ssseñor —dijo el szish, inclinándose ante Ashran—. El príncipe ha llegado.

—Hazle pasar —respondió el Nigromante tras un momento de silencio.

El hombre-serpiente asintió y salió de la sala. Ashran se volvió hacia Zeshak, que había estado escuchando la conversación desde un rincón en sombras.

—¿Hablarás con él? —preguntó quedamente.

«No —dijo Zeshak, entornando los ojos—. Sabes que no soporto su presencia.»

—Deberías empezar a considerar a ese muchacho de otra manera —le reprochó Ashran—. Puede que tenga una parte humana, pero a pesar de ello ha logrado lo que ningún otro shek había conseguido antes: ha acabado con el último de los dragones. Gracias a él, todos los sheks sois libres. Y hemos derrotado a la profecía de los Seis. Nada puede detenernos ahora.

El rey de las serpientes se quedó mirándolo.

« ¿Nada? —preguntó—. ¿Los dioses ya no pueden hacer nada más?»

—¿Después de la extinción de los dragones? —Ashran sacudió la cabeza—. Lo dudo. Aunque... nunca se sabe.

«Nunca se sabe —asintió Zeshak, pensativo—. Yo no me quedaré tranquilo hasta que todos los rebeldes hayan caído. El bosque de Awa, la Fortaleza de Nurgon... no me gusta dejar cabos sueltos. Eso fue lo que nos perdió la última vez.»

—Cuando corra la voz de que el último dragón ha muerto, los rebeldes se rendirán. No tienen nada que hacer sin él.

«Tienen al unicornio.»

—No, no lo tienen. Ya no.

«Puede que sigan teniendo a Kirtash. ¿Lo habías pensado? »

—Kirtash nunca ha sido fiel a la Resistencia. Es cierto que hace tiempo que tampoco me es leal a mí. Pero traicionó al unicornio sin quererlo, y por tanto, ya sólo le queda ser leal así mismo. Y es un shek.

El rey de las serpientes no dijo nada. Se limitó a emitir un suave siseo.

Christian entró en la habitación momentos después. Frío, sereno y orgulloso, con Haiass prendida a su espalda. Y, sin embargo, ni Ashran ni Zeshak pudieron dejar de detectar el brillo que empañaba sus ojos de hielo, un brillo de sufrimiento que delataba en él aquella humanidad que tanto los molestaba. Se detuvo ante ellos, inclinó la cabeza en un gesto de saludo. Pero no hincó la rodilla ante sus señores, como habría hecho antaño. Zeshak siseó por lo bajo, molesto. Ashran no se lo tuvo en cuenta. Había hecho lo que esperaba de él, había cumplido si i misión. Bien podía perdonarle algunas extravagancias.

—De modo que has vuelto a casa —dijo Ashran.

Christian pensó que no tenía ningún otro lugar a donde ir pero no lo dijo en voz alta. Era demasiado obvio; de modo que permaneció callado.

Percibía la mirada de Zeshak clavada en él, y se esforzó por mantenerse sereno. El rey de las serpientes lo inquietaba mucho más que ningún otro shek. Su mera presencia le resultaba turbadora y, aunque siempre había pensado que era debido al poder que emanaba, otras veces tenía la sensación de que se trataba de algo más. En cualquier caso, pocas veces habían coincidido los dos juntos en la misma habitación. Christian sabía que Zeshak no lo soportaba, que toleraba su existencia, la de un híbrido de shek y humano, como un mal necesario. Pero lo consideraba un engendro, y no hacía nada por ocultar lo mucho que le desagradaba.

Aquella vez no fue diferente. El señor de los sheks ya deslizaba sus anillos hacia la ventana abierta, con intención de abandonar la estancia. Christian intuyó que se había quedado solo para comprobar si volvía a ser el de antes tras la muerte del dragón. Parecía claro que lo que había visto en él lo había decepcionado. Christian sentía que el shek que habitaba en su interior seguía allí, más poderoso que nunca; pero también su alma humana latía con fuerza en él, su amor por Victoria seguía siendo intenso, demasiado intenso, y ni todo el hielo del shek lograría empañar el recuerdo de su luminosa mirada.

Una luz... que él había apagado para siempre al matar a Jack. Una parte de él se alegraba de la muerte del dragón. La otra lo lamentaba profundamente, por el daño que ello había causado a Victoria.

Perdido en sus sombríos pensamientos, apenas fue consciente de la partida de Zeshak, que se alejó volando sin dignarse dirigirle la palabra. Un movimiento de Ashran lo hizo volver a la realidad. El Nigromante se aproximó a él para observarlo de cerca. Christian levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Lo has conseguido —dijo Ashran—. Has matado al último dragón.

—Te saliste con la tuya —respondió Christian a media voz—. ¿Lo sabías, verdad? Por eso me dejaste escapar la última vez, cuando rescaté a Victoria. Cuando me uní a la Resistencia no te estaba traicionando. Estaba sirviendo a tus propósitos. Seguía trabajando para ti, aunque no lo supiera, aunque no lo quisiera. Sabías que terminaría por matar al dragón, ya que éste era mi destino.

—Para eso fuiste creado, Kirtash. —Ashran se separó de él y le dio la espalda para caminar hacia la misma ventana por la que había salido Zeshak—. Ésa es la única razón de tu existencia. La puerta al otro mundo no permite el paso a los sheks, y tampoco me servía un humano, ni un szish, porque ellos no sienten hacia los dragones el odio que sienten los sheks, porque no detectarían al unicornio como lo habría hecho una serpiente alada. La única opción que tenía era crear un híbrido... y por eso te creé a ti.

—Entonces, ahora que ya he terminado la tarea para la que fui creado, ¿cuál es la razón de mi existencia?

—Disfrutar de tu triunfo, hijo —sonrió Ashran—. Te lo has ganado. Tú heredarás mi imperio, ni siquiera los sheks pueden negar lo mucho que te deben. Incluso Zeshak acabará por aceptarlo también.

Christian desvió la mirada.

—La recompensa que deseo no puedes concedérmela tú.

Ashran se volvió para mirarlo fijamente.

—No fuiste creado para amar, Kirtash.

—No —concedió el muchacho—. Me creaste para odiar, para destruir, para matar. Nunca me he rebelado contra ello. Es parte de mí, sabes que lo acepto. Pero, además de todo eso, el caso es que amo, padre. Esta humanidad que me permitió llegar al otro mundo, que me llevó hasta la Resistencia, tiene en mí otros efectos secundarios. Acabé con la vida del dragón, eso es cierto. Terminé haciendo lo que tú querías que hiciera. Pero jamás conseguirás que mate al unicornio. Moriré defendiéndola, si es preciso.

—Qué pérdida tan absurda sería. No, Kirtash, te lo dije una vez, y lo reitero: no tengo nada en contra de esa joven, ya no. Ahora que el dragón ha caído, la muerte del unicornio ya no es necesaria. Y cumpliré mi parte del trato: me encargaré de que nadie le haga daño, si es lo que deseas. También puedo conseguir que regrese a ti...

—... para matarme —apostilló Christian en voz baja. Ashran alzó una ceja.

—¿De veras lo crees? Si te mata, Kirtash, si acaba con tu vida, estará asesinándose a sí misma. Es el último unicornio que queda en el mundo. También ella, como híbrido, fue creada para llevar a cabo una misión. Ahora que la profecía no puede cumplirse, su vida ya no tiene ningún sentido. Te necesita, porque eres el único que puede darle un nuevo significado a su existencia, el único que puede crear un futuro para ella.

—Nunca quise hacerle daño —susurró Christian.

—Pero era necesario. Eres un shek, hijo, sabes lo importante que era para vosotros acabar con todos los dragones del mundo. Por mucho que te duela, lo entiendes.

—Sí, lo entiendo. Pero si está en nuestra naturaleza odiar a los dragones... ¿qué sentido tiene que ellos ya no existan? Ashran le dirigió una mirada inquisitiva.

—Eres un muchacho extraño, Kirtash.

—Soy único en el mundo —sonrió él, con suavidad.

—Pese a ello... ¿no te alegras de estar nuevamente en casa? —Christian tardó un poco en responder.

—Sí —dijo por fin—. Sí, es verdad. Me alegro de estar en casa. Pero cerró los ojos un momento y sintió, de nuevo, el dolor de Victoria. Porque, a pesar de que habían pasado varios días desde la muerte de Jack, ella todavía llevaba puesto el Ojo de la Serpiente, aquel anillo que la unía a Christian. El joven no podía dejar de preguntarse por qué.

—Deberías descansar un poco —dijo Shail en voz baja.

Zaisei no contestó. Seguía sentada en el porche, la espalda apoyada contra la columna, contemplando las estrellas. Shail se sentó junto a ella, con un suspiro.

—No se va a poner mejor, ¿verdad? —murmuró.

Zaisei se volvió hacia él y lo miró con una cansada sonrisa.

—¿Me lo preguntas tú? Shail, tú la conoces mejor que yo.

—Pero yo no puedo captar lo que siente de la misma forma que tú, Zaisei. Sé por qué no eres capaz de estar en la misma habitación que ella. Su dolor es tan intenso que te hace daño.

Zaisei desvió la mirada.

—Es cierto, percibo sus sentimientos. Pero no los comprendo. No soy capaz de interpretarlos. ¿Por qué no llora, ni grita, por qué no se mueve ni dice nada? Está despierta, lo sé. Pero es como si se hallara muy lejos de aquí.

Shail cerró los ojos, agotado.

Victoria llevaba varios días sin moverse apenas, sin comer, ni dormir, sin reaccionar a ningún estímulo externo. Shail y Zaisei la habían llevado hasta un poblado celeste al otro lado del río. Allí, los celestes les habían proporcionado una pequeña vivienda para que cuidaran de ella; los primeros días se habían mostrado interesados por el estado de la joven, pero poco a poco habían dejado de acudir a verla. Shail sabía por qué. La capacidad empática de los celestes les permitía intuir con bastante claridad lo que ella sentía, y la mayoría habían salido de la casa con el estómago revuelto, el rostro pálido o los ojos llenos de lágrimas, o las tres cosas a la vez.

Pero lo peor de todo era la expresión de Victoria, tan ausente, tan serena, como si aquello no tuviera nada que ver con ella. La habían tendido en una cama y no se había movido de allí en todo aquel tiempo, tumbada de lado, con la mirada perdida y las manos aferradas a la empuñadura de Domivat.

No habían conseguido separarla de la espada. Se negaba a soltarla, y lo único que había logrado Shail era envainarla para que Victoria no se hiciera daño con el filo, que, aunque se había apagado, seguía siendo tan cortante como siempre.

El mago no podía dejar de preguntarse hasta qué punto conservaba Domivat la esencia de Jack, si Victoria era capaz de percibirla, y si era eso lo que la mantenía con vida.

Porque una parte de ella había muerto a la vez que Jack, de eso estaba seguro. Y Shail temía que ella deseara morir también que no tuviera fuerzas para seguir luchando.

Miró a Zaisei. La joven sacerdotisa había estado a su lado todo el tiempo. Pero el influjo del sufrimiento de Victoria estaba haciendo mella en su rostro, que aparecía pálido y demacrado. Todo lo que no se reflejaba en la expresión ausente de la muchacha lo veía Shail en Zaisei, y aún sospechaba que lo que la celeste percibía no era ni la décima parte del dolor de Victoria. Aquello hizo que se le revolviera el estómago.

—No tienes por qué quedarte aquí, Zaisei —le dijo con dulzura—. Yo cuidaré de Victoria. Regresa tú al Oráculo. Además, alguien tiene que decir...

Se interrumpió y se mordió el labio inferior, preocupado. Alguien tenía que decir a la Resistencia que Jack había muerto que la profecía no se cumpliría, que Ashran había vencido y que la lucha de todos aquellos años había sido en vano. Era demasiado cruel.

Tragando saliva, desvió la mirada hacia la muleta que le permitía caminar. También había perdido la pierna para nada. Ese pensamiento lo llenó de rabia.

Al alzar la cabeza de nuevo se encontró con la mirada de Zaisei.

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