Tríada (84 page)

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Authors: Laura Gallego García

—Huid, rebeldes —gruñó, enseñando los colmillos—. Matad al viejo Alexander, que os ha traído hasta aquí, y huid ahora que aún podéis; ocultaos en el corazón del bosque, en los confines de Idhún, porque pronto ya no quedará en el mundo un solo rincón que las serpientes no hayan conquistado. Porque los dioses nos han abandonado, nos abandonaron hace mucho tiempo, pero no quise creerlo, ni siquiera cuando permitieron que Yandrak fuera asesinado...

Sus últimas palabras terminaron en un escalofriante aullido.

—Ya lo habéis oído —dijo Qaydar—. Se ha vuelto loco y...

No pudo terminar de hablar. Porque justamente entonces un poderoso rugido se desparramó sobre los cielos de la Fortaleza, y una flecha dorada hendió el cielo, en dirección a los soles nacientes.

Se oyeron siseos y silbidos furiosos, y varios de los sheks que sobrevolaban la base rebelde se abalanzaron hacia la criatura que surcaba el cielo, locos de odio; pero el escudo feérico los retuvo lejos de ella.

Los rebeldes contemplaron, sin aliento, al magnífico dragón dorado que planeaba por encima de sus cabezas. Lo vieron posarse sobre la muralla más alta y lanzar al viento un grito de libertad.

A Shail le había dado un vuelco el corazón; pero casi enseguida comprendió que se trataba del dragón dorado en que habían estado trabajando Rown y Tanawe. Una mirada de reojo a la maga le bastó para confirmar lo que ya sospechaba.

Pero Alexander no se percató del engaño. Había caído de rodillas y había alzado la cabeza hacia el dragón. Un velo de lágrimas nublaba sus ojos. Shail vio, sobrecogido, cómo poco a poco iba recuperando su fisonomía humana. Cuando el dragón alzó el vuelo de nuevo, y se perdió por el horizonte, Alexander se desplomó en el suelo, sin sentido.

Shail se apresuró a avanzar hasta él. Temblaba con violencia, y el mago maldijo en silencio el poder de las lunas.

—¡El último dragón ha regresado! —gritó alguien.

Varios más corearon hurras y alabanzas a Yandrak. Incluso los pocos que conocían la existencia del dragón dorado artificial parecían emocionados ante su súbita aparición. Nadie, ni siquiera Qaydar, osó revelar la verdad y destruir la ilusión de los rebeldes.

En medio de la euforia general, Denyal se acercó a Shail y Alexander y contempló unos instantes al híbrido inconsciente.

—No tiene muy buen aspecto —opinó.

—Lo sé —murmuró Shail—. Pero, a pesar de todo, debo intentar frenar la influencia de las lunas sobre él.

Denyal asintió.

—Tienes todo el día. Si al atardecer sigue igual, tendremos que tomar medidas. —Hizo una pausa y continuó—. Comprende que no tenga ganas de que mi gente esté en el mismo recinto que él cuando salgan llenas las tres lunas.

—Lo entiendo. Gracias, Denyal.

Covan se acercó para ayudarlo a trasladar a Alexander de nuevo hasta su cuarto. También se aproximó Kestra, pero no hizo nada por ayudar. Se quedó mirándolos, pensativa.

—No vais a conseguirlo —les dijo—. Esta noche, durante el Triple Plenilunio, nos matará a todos.

Shail quiso replicar, pero ella le dio la espalda y se fue corriendo. El mago frunció el ceño, irritado.

—De verdad, no la entiendo. ¿Por qué se comporta así?

—Shia —dijo entonces Alexander, con un hilo de voz—. Ahora la recuerdo. Alae de Shia...

—¿Alae de Shia? —repitió Shail—. ¿No era ése el nombre de la princesa desaparecida?

—En efecto —asintió Covan, pesaroso, mientras se cargaba a Alexander al hombro—. Pero no es algo de lo que debamos hablar aquí.

Echó a andar, con Alexander a cuestas, y Shail lo siguió.

—Pero... Alae... eso fue hace ya varios años. Cuando los sheks destruyeron Shia, asesinaron a los reyes, pero había quien juraba que la princesa Alae, la heredera al trono, seguía viva, y fue llevada prisionera a la Torre de Drackwen..., nunca más se la volvió a ver. O al menos eso es lo que me han contado.

—Kestra... —musitó Alexander.

—¿Kestra es Alae? —dijo Shail, perplejo—. No es posible. Han pasado quince años y Alae ya era una jovencita cuando eso sucedió.

—Baja la voz —cortó Covan, molesto—. Kestra no es Alae. Es su hermana pequeña, la princesa Reesa. —Respiró hondo y añadió, en voz más baja todavía— Las saqué a las dos del palacio cuando atacaron los sheks. Reesa tenía poco más de seis años entonces, Alae ya había cumplido los quince y estudiaba en la Academia de Nurgon. Juré al rey que las protegería con mi vida, y pude ocultarlas durante unos años, evitando a los sheks en las montañas... pero topamos con una patrulla de szish y, a pesar de todo, no pude impedir que se las llevaran a las dos. —Suspiró, desolado—. Habría muerto antes que dejarlas marchar.

»No había vuelto a saber de ellas. Por lo que sé, Alae está muerta. Y pensé que Reesa lo estaba también hasta que la vi con vosotros. No sé qué le pasó en la Torre de Drackwen ni cómo escapó de allí, pero... no me sorprende que quiera olvidar quién fue.

Shail no dijo nada, aunque la historia le hizo meditar. Era extraño pensar que Reesa, una de las princesas de Shia, fuera ahora una intrépida piloto de dragones artificiales. Rememoró de golpe que Kestra había estado presente en la reunión, todo el tiempo, así como el resto de pilotos de dragones. ¿Quién había hecho volar al dorado, entonces? Cayó en la cuenta de que Kimara no había asistido a la discusión, pese a que sentía cierta simpatía por Alexander, y no pudo disimular una sonrisa.

A medida que fue transcurriendo el día, sin embargo, la débil esperanza que le había proporcionado Denyal fue desvaneciéndose poco a poco. Todos los magos estaban muy ocupados preparándose para la batalla, y ninguno de ellos quiso ayudarlo, a excepción de Yber, un gigante que había llegado hacía poco a la Fortaleza.

Yber había sido uno de los pocos gigantes agraciados con el don de la magia. La conjunción astral lo había sorprendido en la Torre de Kazlunn, donde había permanecido quince años encerrado con el resto de los magos. Incluso había participado, meses atrás, en el asedio a la Torre de Drackwen, cuando Ashran había secuestrado a Victoria. Él y los otros tres magos gigantes de la torre se habían unido a la batalla. Pero tras la caída de la Torre de Kazlunn, los demás habían muerto, abatidos por los sheks, y ahora sólo quedaba Yber. El único gigante mago de Idhún.

Yber sabía lo que era perder una batalla, y no tenía especial interés en unirse a otra. Pero había acudido a Nurgon, después de vagar un tiempo por las montañas de Nanhai, porque había llegado a sus oídos el rumor de que el último unicornio había estado allí. No había logrado ver a Victoria, pero sí ayudar a Shail a salvar a Alexander.

—Encadenar a la bestia en su interior —estaba diciendo el gigante, con su atronadora voz—. Este conjuro debería funcionar. ¿Por qué no lo hace?

Shail volvió a la realidad y observó, desolado, cómo Alexander se retorcía, aullando, entre los poderosos brazos de Yber. El primero de los soles ya se hundía en el horizonte, y la bestia se volvía cada vez más poderosa en su interior. Se le estaba acabando el tiempo. «Si Allegra estuviera aquí», pensó. Pero el hada se había marchado a Shur-Ikail, para enfrentarse a Gerde, y todavía no había vuelto.

—La bestia es más fuerte que nuestra magia, Yber —dijo—. Pero no lo será por mucho tiempo. —Se levantó, decidido—. Voy a imprimirle más fuerza al conjuro.

El gigante lo miró, muy serio.

—¿Más fuerza? Ya has empleado toda la magia posible, Shail. Sabes lo que puede pasar si sobrepasas el límite.

Shail asintió. Lo sabía, era una de las primeras cosas que los magos enseñaban a sus aprendices en las torres. Cada hechizo, cada conjuro, cada invocación, podía realizarse con una cantidad mínima de magia en cada caso, pero también con un máximo. Si el mago sobrepasaba aquella cantidad máxima, si le daba al hechizo mayor fuerza de la que se requería para realizarlo, su cuerpo buscaría la energía extra en otra parte... y utilizaría la que el propio mago necesitaba para subsistir.

—Lo sé, pero es nuestra única oportunidad. He de intentarlo.

—Puedo aportar mi magia también...

—No. Necesito que lo mantengas quieto. Así, el conjuro será más efectivo.

Yber calló un momento. Luego dijo:

—Espero que sepas lo que estás haciendo.

Shail no respondió. Se situó ante Alexander, que aún se debatía en el fuerte abrazo del gigante. Respiró hondo y se concentró, tratando de no escuchar los gruñidos y aullidos de la bestia. Dejó que la magia fluyera desde lo más hondo de su ser y se acumulara en las puntas de los dedos. Y después, lentamente, fue pronunciando las palabras del conjuro.

Todo fue bien, en un principio. La magia hacía retroceder el alma de la bestia hasta el más recóndito rincón del cuerpo de Alexander, sellando sus vías de escape, acorralándola, poco a poco... Pero cuando el espíritu animal se vio sin salida, se revolvió contra la magia de Shail, con violencia, y el mago supo, como todas las veces que lo había intentado, que su poder no bastaba para resistir la fuerza de la bestia.

Hizo un sobreesfuerzo. Se obligó a sí mismo a aportar más magia de la que debía. Su propia energía vital.

Yber no se movió, ni dijo nada, mientras Shail llevaba a cabo su hechizo hasta el agotamiento. Se limitó a sujetar a Alexander y a observar el sacrificio del mago, preguntándose si saldría bien.

Cuando Shail, con un jadeo, se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo, el alma de la bestia aulló, triunfante, y se preparó para desbaratar la magia de Shail. El joven hechicero se apoyó en su bastón y se esforzó por cerrar el hechizo. Sólo un poco más...

De pronto, cuando Shail estaba ya a punto de perder el sentido, una potente voz pronunció las palabras del mismo hechizo que él estaba utilizando. Y un poderoso torrente de energía se unió a la suya, empujando hacia atrás al espíritu de la bestia, y sellándolo en un rincón del ser de Alexander. Shail apenas pudo alzar la cabeza y ver los rasgos del Archimago antes de murmurar:

—Gracias...

Y desmayarse.

Fue Yber quien lo recogió con una sola de sus enormes manazas. Ya no sujetaba a Alexander, porque ya no hacía falta: el joven mostraba un aspecto completamente humano.

—¿Shail? —murmuró, un poco aturdido. Qaydar le dirigió una mirada penetrante.

—Te acaba de salvar la vida, joven príncipe —dijo—. Hemos logrado retener a la bestia por un tiempo, pero de ti depende aguantar hasta el amanecer. Si lo haces, y si los sheks no nos matan primero, estarás a salvo.

Alexander lo miró un momento, serio. Después, lentamente, asintió.

Cuando el tercero de los soles terminó de desaparecer por el horizonte, Christian habló.

—¿Sabes lo que pasa esta noche?

—Las tres lunas van a salir llenas —respondió ella—. Las he estado observando todas las noches. El shek asintió.

—Las tres lunas van a salir llenas —repitió—. Esto sólo ocurre una vez al año, cada doscientos treinta y un días.

—Debe de ser un espectáculo muy hermoso —dijo ella—. ¿Podremos verlo juntos?

Christian la miró, muy serio.

—También la conjunción de los seis astros es un espectáculo muy hermoso —dijo, sin contestar a la pregunta—. Y, sin embargo, tiene un poder extraordinario, un poder capaz de hacer cosas como exterminar a dos de las razas más poderosas de Idhún en apenas unos días.

Victoria desvió la mirada.

—Ya entiendo. Va a pasar algo horrible esta noche, ¿verdad? —Sí. Y vamos a intentar evitarlo. Ella alzó la cabeza, decidida.

—Si es hoy cuando hemos de luchar contra Ashran, estoy dispuesta.

Christian no dijo nada. Seguía mirándola fijamente, y Victoria descubrió que aquel brillo de emoción que se ocultaba en sus ojos de hielo era un poco más intenso de lo habitual. Comprendió sin necesidad de palabras.

—No —dijo, temblando y retrocediendo un paso—. No vais a dejarme atrás.

—Está decidido, Victoria. No vas a venir con nosotros. No queremos que sufras ningún daño.

—¿Está decidido, dices? —estalló ella—. ¿Acaso me habéis consultado? A estas alturas, ¿crees que me importa sufrir daños?

Christian avanzó hacia ella. Victoria siguió retrocediendo. La estrella de su frente se encendió, como una advertencia?

—Es por tu bien, Victoria.

—¡Deja ya de protegerme y piensa un poco en ti mismo, maldita sea! —le gritó ella—. ¡Soy una guerrera de la Resistencia! ¡No puedes dejarme atrás, no puedes prescindir de mí poder en una batalla como ésta!

—Lo sé. Es lo que me dice la razón. Pero, sabes... el corazón me dice otra cosa.

Ella se revolvió y lo miró, temblando.

—También a mí, Christian. También a mí. ¿No me dijiste una vez que tengo derecho a elegir?

—Esta noche, no.

Victoria se dio la vuelta, pero se topó con los hipnóticos ojos de él. Instintivamente, viajó con la luz, apenas unos metros más allá. Trató de alcanzar la puerta...

Pero el shek la atrapó antes de que lo consiguiera. La obligó a volverse hacia él, casi con violencia.

—No, Christian... no me hagas esto. No podéis dejarme atrás.

—No me lo hagas más difícil, Victoria —replicó él, tenso.

—Quiero estar a vuestro lado, quiero tener una oportunidad de luchar por vosotros —insistió la joven—. Sé tan bien como tú lo que Ashran es capaz de hacer. No puedo permitir que vayáis a su encuentro...

—Entonces, me comprendes mejor de lo que piensas —respondió Christian, con una amarga sonrisa—. Y ahora mírame, Victoria.

Ella giró la cabeza y cerró los ojos.

—Victoria...

Negó con la cabeza. Pero entonces sintió que él se acercaba todavía más, sintió su mano sujetando su barbilla y obligándola a girar la cara hacia él. Mantuvo los ojos obstinadamente cerrados.

Debió haber imaginado que Christian haría algo así, se dijo cuando, de pronto, sintió los labios de él sobre los suyos. Pero no fue capaz de pensar en nada más, porque el beso de Christian la pilló por sorpresa y, como todos los suyos, la hizo sentirse extrañamente débil. Cuando él se separó de ella y la hizo alzar la cabeza, ella ya no tuvo fuerzas para cerrar los ojos. Todo lo que deseaba era perderse en su mirada de hielo y acompañarlo a dondequiera que él la llevase.

Su mente opuso resistencia, sin embargo.

«No puedes volver a hacerme esto, Christian», pensó.

«Es necesario», repuso él.

«No, no lo es. Una vez me dijiste que me respetabas como a una igual. ¿Por qué no me dejas luchar a tu lado?»

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