Tríada (79 page)

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Authors: Laura Gallego García

Jack se quedó sin aliento. La frialdad de las escamas de la shek templó un poco su ira. Respiró hondo, varias veces, como Sheziss le había enseñado, y pensó en Ashran.

Ashran. El hombre que había torturado a Victoria y que aún quería utilizarla. El hombre que había enviado a Kirtash a matarlos a ambos.

O a matarlo a él.

Recordó entonces que Sheziss lo odiaba.

—¿Es que ya no quieres vengarte?

«Quiero vengarme —dijo ella con suavidad, apartándose de él—. Pero ya no se trata de una cuestión personal. Zeshak, Ashran... siguen los mandatos de nuestro dios. Su misión es sagrada. Mis hijos murieron porque uno de ellos iba a formar parte de una profecía. Mi dios así lo ordenó. No se trataba de un capricho de Ashran, de un compromiso de Zeshak. Puedo rebelarme contra ellos, contra mi gente... pero no contra mi dios. Lo siento, Jack.»

Jack la miró un momento, todavía furioso. Sheziss se había hecho un ovillo y había cerrado los ojos. El joven sabía que era su manera de dar por finalizada la conversación. Trató de serenarse, pero le temblaba la voz cuando dijo:

—Me enseñaste a pelear por mí mismo, y no por los dioses. Me diste razones para luchar, más allá de los dioses, más allá de la profecía. Y lo haré. Si tú no vas a venir, respetaré tu decisión. Pero yo seguiré adelante. Iré con tu hijo a matar al hombre que te hizo tan desgraciada. Y si de paso nos topamos con Zeshak, le clavaré a Domivat en el corazón de tu parte.

Dio media vuelta, sin esperar la reacción de ella. Sabía que no se movería.

El ejército del rey Amrin de Vanissar había llegado el día anterior y había asentado los reales cerca del campamento del ejército del rey Kevanion. Al día siguiente, muy temprano, un mensajero de Amrin había hecho saber a los sitiados que el rey quería entrevistarse con su hermano.

Alexander no estaba de humor para hablar con él. La proximidad del Triple Plenilunio seguía afectándolo, y el Archimago no había podido encontrar la forma de devolverle a su estado normal.

—Lo único que podré hacer por ti esa noche es encerrarte para que no hagas daño a nadie —gruñó—. Y sellar la puerta con todos los conjuros de cierre que conozco.

No obstante, se había ofrecido a aplicarle un hechizo de camuflaje mágico, para que todos los que lo mirasen viesen en él al príncipe Alsan que conocían.

—¿Por qué no se me había ocurrido a mí antes? —murmuró Shail, perplejo.

Alexander no pudo evitar sonreír.

—Porque estás enamorado. Y desde que estás enamorado tienes la cabeza llena de pájaros.

Shail había enrojecido, a su pesar.

Pero ahora estaban los dos allí, en las lindes del bosque de Awa, que crecía sobre lo que antes había sido la rica tierra de Nurgon. A los ojos de los demás, Alexander presentaba un aspecto completamente humano; pero en el fondo de su alma, la batalla contra la bestia ya había comenzado.

A su lado, Shail se mostraba intranquilo. Sólo él y el Archimago estaban al corriente de lo que estaba sucediendo en realidad, y lo habían acompañado para asegurarse de que el influjo lunar no le causaba ningún problema antes de tiempo.

Ajenos a todo esto, Covan, Denyal y Harel, el silfo, los acompañaban, muy serios.

Ante ellos se hallaba el rey Amrin, custodiado por dos guerreros de confianza, un mago y un sacerdote. Este último llevaba en la pechera de su túnica el símbolo de dos serpientes entrelazadas, y los rostros de los rebeldes se ensombrecieron cuando lo vieron. Aquél era un sacerdote del Séptimo, el dios oscuro. En aquellos quince años de dominio shek se habían levantado ya bastantes templos en honor del dios de las serpientes aladas; templos que tiempo atrás habrían sido destruidos, como sede de un culto que las dos Iglesias de los Seis prohibían y perseguían.

Alexander reconoció a la quinta persona que escoltaba a su hermano. Se trataba de Mah—Kip, el semiceleste. El joven lo miró fijamente, pero Mah—Kip bajó la vista. Parecía incómodo, y Alexander no podía culparlo. Su ascendencia celeste lo convertía en alguien ajeno a todo tipo de violencia; una guerra no era el lugar más indicado para él.

El rey Amrin dio un paso al frente.

—Hermano —saludó con frialdad.

—Hermano —respondió Alexander; no pudo evitar que la palabra le saliese teñida de un matiz entre amargo y burlón.

—Veo que tienes mejor aspecto que la última vez que te vi —dijo Amrin, tirante.

Alexander no respondió a la provocación. Aquella última vez, Erea había salido llena, y lo había transformado brutalmente en un ser bestial. Estaba claro que Amrin no lo había olvidado. En otras circunstancias, Alexander hasta habría bromeado con ello. Pero faltaban apenas dos días para el Triple Plenilunio, y cualquier cosa relacionada con las lunas y su condición de híbrido lo ponía sumamente nervioso.

—¿A qué has venido? —ladró.

A exigiros que depongáis las armas y juréis lealtad a Ashran.

Alexander dejó escapar una carcajada. Fue su única respuesta.

Amrin sonrió, condescendiente.

—¿Has visto nuestro ejército, Alsan? ¿O acaso los árboles os tapan la vista desde las murallas?

—¿Llamas a eso ejército? Lo único que he visto es un hatajo de traidores aliados con serpientes.

—Cuidado con lo que dices, renegado —siseó el sacerdote.

—Llamo ejército a las fuerzas unidas de Dingra, Drackwen, Vanissar y Shur—Ikail —dijo Amrin—. Acéptalo, hermano. No tenéis ninguna posibilidad.

Alexander resopló. Cada vez le costaba más controlarse. —¿Has visto tú el escudo feérico que nos protege? ¿O acaso las alas de los sheks os tapan la vista desde el campamento? Amrin ya no sonreía.

—Alsan —dijo—, si de verdad eres mi hermano, entonces puede que conserves algo del buen juicio que recuerdo que tenías. Te lo advierto: deponed las armas. Rendíos. O nadie sobrevivirá cuando ataquemos.

—¿Te preocupas por tu hermano mayor? Qué enternecedor. Amrin se envaró.

—Tienes dos días para pensarlo, Alsan. Ni uno más.

«Dentro de dos días no estaré en condiciones de pensar en nada», se dijo Alexander. Se sintió muy cansado de pronto. Miró a su hermano y recordó los tiempos en que ambos eran niños, y jugaban juntos. Evocó el dolor que ambos habían sentido por la muerte de su madre, la valerosa reina Gainil, y cómo Amrin, que entonces contaba sólo con cinco años de edad, se había esforzado por no llorar. Respiró hondo. Le costaba imaginar que aquel chiquillo que se aguantaba las lágrimas era ahora el rey Amrin de Vanissar, el mismo que se había aliado con Ashran, el mismo que lo había entregado a Eissesh.

—Cuando entrenábamos con el maestro Covan —dijo de pronto—, imaginábamos que éramos los más valientes caballeros de la Orden. Soñábamos con luchar por el honor y la justicia, por la gloria de Nurgon, de Vanissar, de Nandelt. Nunca pensé que pelearíamos en la misma batalla... pero en bandos contrarios.

Amrin retrocedió un paso y lo miró como si hubiera recibido una bofetada.

—Tampoco yo pensé que mi hermano nos abandonaría durante quince años —le reprochó— para regresar convertido en algo que no sé si calificar de humano. Pero por aquellas batallas imaginarias, Alsan, por aquellos juegos infantiles, te lo advertiré sólo una vez más: deponed las armas. Ashran no será tan clemente como puedo serlo yo.

Alexander negó con la cabeza.

—Suml—ar—Nurgon, hermano —murmuró.

Cruzaron una última mirada. Los rasgos de Amrin se endurecieron.

—Muy bien, hermano —pronunció la palabra con desdén—. Tú lo has querido.

Picó espuelas a su caballo y le hizo dar media vuelta. Los rebeldes los observaron marcharse, sombríos y meditabundos.

Jack pasó el resto de la tarde deambulando por la torre. Sabía que Christian seguía encerrado en aquella habitación, sabía que Victoria estaba sola. Pero no encontraba el valor necesario para hablar con ella, todavía no. Necesitaba meditar y asimilar las palabras de Sheziss.

Cuando las tres lunas se alzaban ya en el firmamento, Jack recordó que faltaban sólo dos noches para el Triple Plenilunio. No podía dejar pasar más tiempo. Fue a buscar a Victoria.

La halló en su cuarto, a oscuras, tendida en la cama, con la cara vuelta hacia la ventana, contemplando las tres lunas.

Se acostó junto a ella. La abrazó por detrás, como solía hacer.

—Siento haber tardado —le susurró al oído—. Tenía cosas que hacer. ¿Te has aburrido mucho?

—No. He estado descansando. Tengo la sensación de que he perdido muchas fuerzas últimamente.

—Y te has quedado muy delgada. Deberías comer un poco más.

—Lo sé. Ya recuperaré peso, tranquilo. De todas formas, creo que eres tú el que no has cenado. Acabo de subir de la cocina, aún quedaba guiso del que hicimos esta mañana, y no has tocado tu parte.

—Bajaré un poco más tarde.

Victoria se volvió para mirarle. Lo vio muy serio, demasiado serio.

—Jack? ¿Qué te pasa?

«Tengo que decirle lo del plenilunio», pensó Jack. Pero ¿qué iba a contarle? ¿Que dos noches después acudirían a enfrentarse a Ashran porque no tenían más remedio? ¿Que el Séptimo había revertido la profecía a su favor, que Christian la entregaría a su padre una vez más, que era muy posible que él mismo muriese en la batalla?

La estrechó un poco más cerca de sí.

—Victoria, quiero preguntarte algo —le dijo al oído—. Sé que no vas a querer contestarme, pero tengo que preguntártelo de todas formas: ¿qué te pasó en la Torre de Drackwen?

La sintió temblar entre sus brazos.

—Ya sabes que no quiero hablar de ello, Jack.

—Y sé por qué. Piensas que me enfadaré tanto cuando me entere que iré derecho a matar a Christian, a hacérselo pagar. Por haberte entregado a su padre para que te torturara. ¿Cómo has podido perdonarle eso, Victoria?

—Porque le quiero, Jack. Ya lo sabes.

La abrazó con más fuerza. Le apartó con cuidado el pelo de la frente.

—¿Igual que me quieres a mí? —Igual que te quiero a ti.

—¿Me perdonarías a mí cualquier cosa, entonces? Ella sonrió.

—Hay algo, una sola cosa, que no podría perdonarte. Aunque quisiera, no podría. ¿Entiendes?

—Entiendo. Aun así, Victoria, fue horrible lo que Ashran te hizo. ¿No tienes miedo de volver a enfrentarte a él?

—Sí, mucho. Pero ya lo tuve frente a frente hace unas semanas, y no fue tan terrible.

Frunció el ceño, sin embargo. Había algo sepultado en el fondo de su memoria, algo relacionado con la mirada de Ashran, que se negaba a salir a la luz.

—¿Qué? —soltó Jack—. ¿Estuviste con Ashran?

—Fui a buscar a Christian a la Torre de Drackwen. Pero no estaba, de modo que fue su padre quien me recibió y me dijo dónde encontrarle.

—No me lo puedo creer —murmuró Jack, atónito—. ¿Te presentaste en la Torre de Drackwen, así, sin más? ¿Tú sola? ¿Por qué?

Ella tardó un poco en contestar.

—Entonces no me importaba nada. No tenía miedo de nada. Si Ashran me hubiese matado en aquel momento, me habría hecho un favor.

Jack sintió un escalofrío al oírla hablar así. La besó en la sien, con ternura.

—No digas eso. No vuelvas a decir eso nunca más, ¿me oyes? —le susurró al oído—. Nunca des la espalda a la vida, mi amor. Si por algún motivo yo te abandonara, si caigo en esta lucha... prométeme que seguirás viviendo. Que te quedarás con Christian, si él puede hacerte feliz. Pero nunca, jamás... jamás des la espalda a la vida. Es lo más hermoso que tenemos.

Victoria se volvió hacia él. Jack le tomó el rostro con las manos, la miró largamente. La besó, poniendo en aquel beso todo el amor que sentía. Sabía lo que debía hacer.

—Jack? —susurró ella.

Él la miraba intensamente.

—Eres tan bella —sonrió—. Te juro que daría lo que fuera por poder ofrecerte algo más aparte de amor. Aunque sólo fuera un mínimo de seguridad.

Ella negó con la cabeza. Se le habían llenado los ojos de lágrimas. Lo abrazó con fuerza.

—No necesito seguridad, Jack. Sé cuidar de mí misma. Me hasta con saber que tú estás bien. Y volveré a enfrentarme a Ashran, por mucho que me cueste, para acabar por fin con esta pesadilla. Pelearé, si es necesario, por el bien de los tres.

Jack tragó saliva. No, no podía decírselo. Ella no se lo perdonaría. La abrazó con fuerza, la besó, le susurró al oído lo mucho que la quería. Victoria correspondió a sus besos y caricias, y en un momento dado lo abrazó y le susurró al oído las palabras más hermosas que nadie le había dicho jamás:

—Gracias por seguir existiendo.

Jack sintió que se derretía. Quiso responderle con algo similar, pero no le salió la voz. La besó de nuevo. La quería con locura.

—Qué fácil es ser feliz cuando estás aquí —suspiró Victoria.

—¿Eres feliz?

—¿Ahora mismo? Mucho, Jack. Porque estás aquí, a mi lado. Y también Christian. Vosotros dos sois todo lo que necesito para ser feliz. ¿Lo entiendes?

—Sí —murmuró Jack, sintiéndose muy canalla de pronto.

Se quedaron así un buen rato, el uno junto al otro; mucho tiempo después de que Victoria se hubiese dormido, Jack seguía despierto, pensando.

El semiceleste llegó a las lindes de Awa cuando las tres lunas se mostraban ya en lo alto del cielo. Llevaba el rostro oculto bajo una capucha y se movía de forma furtiva, pero era evidente que no estaba acostumbrado a hacerlo. Las dríades, hadas guardianas que vigilaban los límites del bosque, lo dejaron pasar hasta Nurgon.

Fue Denyal quien lo recibió, aunque el recién llegado pidió hablar con el príncipe Alsan.

—Tardará un poco en llegar —repuso el líder de los Nuevos Dragones, frunciendo el ceño—. Puedes tratar conmigo mientras tanto. ¿Qué es lo que quiere ahora esa rata de Amrin?

Mah—Kip, sin embargo, negó con la cabeza. Parecía desolado.

—No es el rey quien me envía, rebelde. El rey no sabe que estoy aquí. Tampoco Eissesh, pero si lo supiera, no dudo de que me mataría por lo que estoy haciendo.

Denyal se lo quedó mirando. Habría desconfiado de cualquier otro hombre, pero no de un semiceleste. Nadie que tuviera algo de sangre de Celestia en sus venas podría engañarlos de una manera tan vil y simular además que se encontraba atormentado por las dudas y la angustia.

—Habla rápido, pues —lo apremió—. Si es cierto que actúas a espaldas del rey, cuanto menos tiempo tardes en volver, menos posibilidades habrá de que noten tu ausencia. A no ser, claro..., que quieras unirte a nosotros.

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