Triste, solitario y final (10 page)

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Authors: Osvaldo Soriano

Tags: #Relato

Las voces lo despertaron. Guardó la pipa apagada. En el departamento de la izquierda, la puerta estaba entreabierta y podía escucharse a una mujer que lloraba como una Magdalena. Marlowe subió diez escalones y caminó suavemente hasta pegarse a la puerta. Un murmullo de voces masculinas eclipsaba el llanto de la rubia. El detective abrió un poco más la puerta y miró hacia adentro. La mujer estaba de pie, en medio del living, desnuda y sin consuelo. Tenía el cuerpo tostado por el sol, salvo en los lugares que un bikini pequeño había ocultado. Los pechos eran firmes y erectos; el vello del pubis era ralo pero suficiente, y los muslos, agresivos y suaves. No se tapaba más que la cara y tenía convulsiones ahogadas. Richard Frers estaba frente a ella, rojo de ira, tenso como un alambre, y los dos matones permanecían firmes, de espaldas a la puerta. Frers estaba a punto de tener un ataque de cólera. Acurrucado contra la pared, había un hombre de unos treinta años, de largo pelo rubio y enormes bigotes. Estaba desnudo, pero tenía las medias puestas. Tiritaba, aunque no de frío. Frers dio un paso adelante y sacudió la cara de Diana Walcott con una bofetada. Ella lloró un poco más fuerte.

—¡Por Dios, Richard, basta! —gritó con voz entrecortada.

Frers se dio vuelta y enfrentó a los matones. Dos lágrimas le corrieron por la cara.

—Mi hermana no merece seguir viviendo, ¿verdad? —dijo con tono de inconsolable pena.

Los dos guardaespaldas permanecieron en silencio. Marlowe sintió irrefrenables deseos de fumar. Hubo un silencio prolongado, hasta que el hombre acurrucado habló sin firmeza:

—Por favor, déjennos salir de aquí.

El matón flaco fue hasta él y le dio una patada en el pecho. El joven tosió, cabeceó dos veces y se desvaneció.

—¡Déjelo! —gritó Frers—. ¡Él no tiene la culpa! ¡Ella es una puta!

Siguió tirando lágrimas al suelo. Marlowe asomó un poco más la cabeza y vio a Diana y a su hermano abrazados, llorando. El joven rubio vomitaba sin parar y los matones casi cubrían el campo de visión. El detective aprovechó el bochinche para encender un cigarrillo.

—¿Espera a alguien?

La voz tronó a sus espaldas. Marlowe se dio vuelta y miró al gigante que fumaba un habano y tenía en la mano derecha una pistola tan grande como un tanque de guerra.

—Pasaba por aquí —dijo el detective.

—¡Qué bien! —respondió el paquidermo—, pase a tomar un whisky.

Le puso el tanque de guerra en la cabeza. Marlowe sonrió sin ganas y abrió la puerta.

—¿Molesto?

Los dos matones se dieron vuelta. Los hermanos dejaron de llorar por un momento y todas las pistolas apuntaron hacia el detective.

—Estaba curioseando en la puerta —explicó el del habano—. ¿Lo conocemos?

Frers caminó hacia Marlowe. Tenía la cara desencajada por el dolor.

—Mi hermana es una puta —anunció.

—No sea puritano —dijo Marlowe—, cualquiera da un traspié.

—¡Voy a matarla! —gritó Frers y empezó a llorar otra vez.

—No exagere —contestó el detective—; al marido no le gustaría.

Richard Frers dejó de llorar súbitamente. Su cara pasó del dolor al desprecio.

—Trabajen, muchachos —dijo.

El flaco fue hacia la chica y sacó una cuerda del bolsillo; en dos minutos le amarró las manos a la espalda.

—¡Vístase! —ordenó al joven rubio y bigotudo. Este se paró y empezó a ponerse la ropa. Temblaba.

—¿Quiere decirme para qué me contrató? —preguntó Marlowe a Frers.

—Quería asegurarme de que no me traicionarían.

—¿Quiénes?

—Ellos —señaló a los matones—; pensé que trabajaban para mi cuñado.

—¿Y quién les paga? —preguntó el detective.

—Ahora yo. Les di dos billetes grandes.

—Lo van a traicionar igual.

—¡No es cierto! —dijo el flaco—; usted nos dio dos grandes para que despachemos a la chica. Somos gente seria. Al detective lo limpiamos gratis si quiere.

—Sí, quiero.

—¿Y al Don Juan? —señaló al rubio que ya estaba vestido.

—Hagan lo que quieran.

—Eso es mucho. Deje un retrato de Madison y arreglaremos todo.

Frers abrió la cartera y sacó un cheque.

—Le cobran muy caro —acotó Marlowe—, es un trabajo fácil y cualquiera puede hacerlo por dos mil.

—¡No se meta! —gritó el flaco mientras golpeaba en el cuello a Marlowe con el caño de la pistola. Luego miró a Frers y dijo amablemente—: No se aceptan cheques, señor.

—No tengo efectivo.

—¿Cuánto hay allí? —señaló la billetera.

—Dos mil quinientos.

—Está bien —el flaco puso el dinero en el bolsillo y agregó—: Váyase ahora.

Frers saludó con amabilidad y tendió la mano a Marlowe.

—Adiós, señor. Usted hizo un buen trabajo.

—Todavía me debe trescientos dólares.

—Le mandaré un cheque.

—Por lo que veo no va a servirme.

—¡Dios! Lo había olvidado. Discúlpeme. Estoy un poco confundido. ¿Y su socio? Puede cobrar él.

—Claro. Llámelo, por favor. Recuérdele que debemos el alquiler de la oficina.

—Lo haré.

—¡Basta de farsa, Frers! —gritó Marlowe—, estos chapuceros lo están metiendo en un asesinato y dejan huellas por todas partes. ¿Se ha vuelto loco?

—Ya no me importa nada, Marlowe. Arréglese con su problema.

Salió. El detective miró a su alrededor. No entendía nada de lo que pasaba desde que había entrado al edificio. Pensó que Soriano estaría afuera, mojándose, firme en su puesto, sin saber qué pasaba aquí.

—Desnúdese —dijo el flaco.

—¿Me va a bañar?

—No se haga el gracioso. Lo voy a meter en la cama con la rubia.

—¡No me diga! Ordene a su socio que me sirva un whisky con soda.

—¡Desnúdese, imbécil!

Marlowe se quitó el saco, los zapatos y la camisa.

—Todo. Dije desnudo —recalcó el flaco.

—¿Se trata de asesinato y violación?

—Acábela. ¿No se da cuenta de que lo vamos a liquidar?

—Sí, pero no entiendo el sistema. Hace mucho que ando en esto y nunca vi nada tan sofisticado.

—Gas, compañero. Sáquese el calzoncillo.

—Me da vergüenza.

El gigante puso el tanque de guerra apuntando a la cabeza del detective. Éste se sacó el calzoncillo. Tenía las piernas peludas y los músculos eran firmes. Una cicatriz le cruzaba el pecho y otra le marcaba la espalda. La rubia se dio vuelta.

—Bueno, a la cama los dos —dijo el flaco.

La rubia se metió en la pequeña cama y Marlowe vaciló. Por fin se estiró bajo las sábanas.

—Qué pensaría su marido, señora —dijo.

El gigante golpeó a Diana y a Marlowe con la culata de la pistola. Ambos quedaron inmóviles. Luego desató a la mujer y les acomodó los brazos. El derecho de Marlowe pasaba alrededor del cuello de la rubia y caía sobre uno de los pechos. Luego abrió los muslos de ella y puso la otra mano del detective apretando el sexo. El flaco sacó la ropa de la cama y contempló la escena con una sonrisa tierna.

—Adiós para siempre, preciosidad.

El gigante abrió las llaves del gas de la cocina. Salieron empujando al rubio.

Cuando entraron en el ascensor, Soriano salió del hueco de la escalera y tocó timbre en el departamento varias veces, pero no tuvo respuesta. Había seguido al hombre del habano y vio cuando éste sorprendió a Marlowe. Desde entonces había estado escondido. Como nadie salió a la puerta, sintió que su corazón empezaba a saltar en el pecho. Sin embargo, trató de tranquilizarse, pues no había escuchado disparos. Llamó todos los ascensores. Un minuto después se abrió la puerta de uno. Cuando llegó a la planta baja buscó el departamento del administrador y tocó timbre. Abrió una mujer gorda que tenía puestos los ruleros y se había levantado del sillón que estaba frente al televisor.

—Necesito la llave del departamento A del piso 34 —dijo Soriano en español.

La mujer hizo un gesto con la cara y encogió los hombros.

—Váyase a México —dijo—, aquí no damos limosna a los chicanos.

Soriano intentó en inglés:

—Llave —hizo un gesto con la mano—, departamento A 34 —dibujó el número con el dedo índice sobre la puerta.

—¿Qué le pasa, vago? —gritó la mujer—. ¿Quiere que llame a la policía?

—Sí, ¡por favor! —gritó Soriano.

La mujer lo miró de arriba abajo. Sonrió.

—Sos un lindo chico después de todo. ¿Qué te pasa, jovencito? ¿Necesitás un billete?

Soriano dio un empellón a la gorda y entró en la casa. Corrió de una habitación a otra hasta que halló un tablero con las llaves de todos los departamentos. De un vistazo lo recorrió hasta el A 34. Tomó la llave y se dispuso a salir. La gorda estaba en la puerta con un cuchillo de cocina y una sartén. Gemía.

—No vas a salir, jetón, mexicano criminal. Nadie entra en mi casa cuando no está mi marido, nadie.

Soriano tomó una silla y la tiró contra la gorda. La mujer cayó de espaldas dando gritos. El periodista saltó sobre el cuerpo rechoncho y tropezó. Trató de hacer equilibrio con los brazos, pero no encontró en qué sostenerse. Cayó hacia adelante. La gorda se puso de rodillas, tomó la sartén y golpeó en la cabeza al argentino. Soriano trataba de cubrirse la cara, pero los sartenazos de la gorda eran terribles. Por fin pudo agarrar el brazo de la mujer y ponerse también de rodillas. Estaban nariz a nariz. Ella le escupió la cara.

—Chicano mugriento —dijo con una mueca de asco.

Soriano bajó la frente y cabeceó la cara de la gorda. Ella dio un alarido y cayó de costado. Le salía sangre de la nariz. Un hombre que había entrado al escuchar el escándalo avanzó y tiró una patada a Soriano. El periodista alcanzó a esquivar el golpe y tomó la pierna del hombre que se sentó junto a la gorda. Soriano se puso de pie. Levantó el cuchillo y cubrió con él la salida. Atravesó el pasillo a la carrera. Un ascensor permanecía abierto mientras entraba una mujer joven. Soriano picó a toda velocidad, como en su época de futbolista, y frenó patinando. Se zambulló de cabeza dentro del ascensor cuando la puerta automática ya había cerrado hasta la mitad. Cayó junto a la muchacha. La miró, sentado y con el cuchillo en la mano. Tenía la cara morada por los golpes de la sartén. La mujer estaba pálida y no podía hablar. Soriano quiso calmarla.

—Tranquila, no le haré nada —dijo en castellano. La joven dio un grito y se desmayó. Soriano se puso de pie y apretó el botón 34. El ascensor paró en el 18. Un hombre que iba a entrar vio a la mujer caída y detuvo el cierre de la puerta con la mano. Soriano sacó el cuchillo y lo puso en la garganta del hombre. La puerta se cerró. Hubo dos paradas más y el argentino usó con éxito el mismo procedimiento. Cuando el ascensor se abrió en el 34 dio un salto y se abalanzó sobre la puerta del departamento A. Hizo girar la llave y abrió. Un vaho de gas lo paralizó. Salió al pasillo, aspiró hasta llenar los pulmones de aire y entró. Abrió una ventana y luego huyó al pasillo otra vez. Jadeó. Cambió el aire y corrió a la cocina. Cerró las llaves. Las piernas se le aflojaron, pero alcanzó a salir otra vez. No podía creer lo que había visto sobre la cama. Respiró un minuto y volvió a entrar. Abrió la ventana que faltaba. Cuando el aire se hizo más limpio, cerró la puerta de entrada. Sentía opresión en el pecho. Apretó la muñeca del detective. Tenía pulso. Luego probó con la mujer: también vivía. Los sacudió pero no tuvo respuesta. Fue a la cocina y llenó una olla con agua. La volcó sobre las cabezas, que seguían juntas. Marlowe abrió un ojo y lo volvió a cerrar. La mujer tiritó y sus pechos se irguieron contra las peludas tetillas del detective. Soriano echó sobre ellos más agua. Marlowe despertó lentamente, miró a su alrededor y fijó los ojos en la mujer.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Perdone que lo interrumpa —dijo Soriano—, se dejó el gas abierto.

—¿Qué? —Marlowe no entendía. Pasó una mano por sus ojos y se sentó—. ¿Qué hago con ella?

—Lo mismo me pregunto yo, compañero. La rubia no está mal. En su lugar no me hubiera quedado dormido.

—¿Cómo llegué acá?

—Lo trajo un gigante.

De pronto la puerta se abrió y por ella entraron varios vecinos, encabezados por la gorda y dos policías.

—¡Aquél! —gritó la gorda.

Los policías avanzaron, pistolas en mano. Las señoras gritaron al ver la escena de la cama. Todavía el ambiente olía a gas.

—¿Qué te parece, Bob? —preguntó un policía.

—No sé —respondió otro—: Los Ángeles está cada vez más podrida, Ted.

—Llamá a la seccional.

—¿Con quién pido? ¿Con Homicidios o con Moralidad?

Era un salón blanco y el cielo raso estaba muy alto. No tenía ventanas y apenas cuatro lámparas iluminaban la cuadra de treinta metros. Pegados a las paredes había bancos de madera, sin respaldo. Medio centenar de hombres, blancos y negros, de prostitutas, blancas y negras, estaban acostados, o sentados con la cabeza gacha. Unos pocos miraban pasar de aquí para allá a un par de vigilantes que llevaban carpetas y papeles.

Un policía de pelo rojo y cara mofletuda, con aspecto de haber cumplido con el último deber de la noche, empujó a Marlowe y a Soriano a través de la pequeña puerta de acceso.

—Siéntense donde quieran, están en su casa.

Los dos hombres habían dejado en la guardia cuanto tenían en los bolsillos; Soriano usaba mocasines, pero Marlowe había tenido que dejar también los cordones de sus zapatos. Fueron hacia un banco donde estaban dos mujeres gastadas, de labios carmesí y mirada abstraída. Soriano sacudió la cabeza.

—En estos casos me dan más ganas de fumar.

Marlowe no contestó. Se sentó en el banco y estiró las piernas. Estaba cansado, sin aire y sin ganas de reclamar nada. El argentino parecía más entero. Eran las diez de la noche y tenía el estómago vacío. Empezó a protestar:

—Le dije, Marlowe, íbamos a terminar en cana. Todo era absurdo. Un tipo de su experiencia, si es que la tuvo alguna vez, no puede meterse en estos líos. ¿Qué nos pasará ahora?

—No sé —contestó Marlowe con desgano—; a usted le van a poner una multa por meter las narices donde no le importa sin tener licencia. Para colmo le van a cargar invasión de domicilio y propiedad privada. Eso es grave. Tiene que cuidarse cuando sale de su país.

—¿Multa? —el periodista levantó las cejas—. ¿Se cree que soy Rockefeller? ¿De dónde voy a sacar la plata?

—No sé. Al que no paga le dan un calabozo gratis.

—Y a usted, ¿qué le pasará?

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