Luego introduce la boquilla de la trompa curva por debajo del embozo de cota de malla. Sopla.
Un toque largo y vibrante reverbera a lo largo de ese valle ahusado. Se prolonga por las laderas cubiertas de bosques otoñales. Rebota en barrancos y peñas. Antes de que el último de sus ecos se haya desvanecido, los
victores flavii
han hecho una descarga con sus arcos hunos.
Una andanada de flechas que cae sobre los montañeses como un diluvio de avispas. Ellos ni soñaban el alcance de esos arcos. No ven llegar a las saetas entre la bruma. Les llueven con un zumbido furioso que hace vacilar en su danza a aquellos que llegan a oírlo por encima del estrépito de cantos y entrechocar de armas. Algunos aciertan a alzar desconcertados la cabeza.
Es ya tarde. La bruma impide ver bien. No saben. No lo esperan. No aciertan ni a levantar los escudos.
Pese a ello, la descarga no causa tantas bajas como pudiera. De ello se culpará más tarde a sí mismo el
comes
. Fue orden suya que disparasen ante todo contra aquellos que parecieran jefes entre esa turba de rústicos en armas. Y justo esos estaban bailando a la cabeza de los suyos o discutiendo con aquellos otros cuatro que van a caballo.
Hasta el último de los cabecillas cae en esa primera descarga. Casi todos con más de una flecha en el cuerpo. No pocos con tres y hasta cuatro. Igual destino sufren los de los caballos. Dos resbalan de las sillas. Otro y el portaestandarte se derrumban con sus monturas.
Esa matanza de líderes provoca la reacción de sus hombres. Los más próximos acuden en su auxilio por instinto. Y la segunda andanada de saetas les pilla ahora agolpados e igual de desprotegidos. Esta vez caen a docenas. Gritan y se revuelcan por el dolor de las heridas. Algunos, de rodillas, tratan de sacarse las flechas.
Y ya llega con ese zumbido espantoso la tercera suelta de proyectiles.
Los
comites victores flavii
se jactan de poder disparar seis flechas en el tiempo en el que un soldado de infantería ligera tarda en correr cuatrocientos pasos. Sus enemigos se encuentran a la mitad de esa distancia, pero están parados. Así que en esta ocasión no tienen necesidad de demostrar si de verdad son tan rápidos.
Los seguidores de Valeriano se han sumido en la confusión. Se gritan. Entre los lienzos de niebla tratan de agruparse, de cubrirse con los escudos de motivos geométricos pintados. Los hay que intentan tomar el relevo de los cabecillas muertos. Otros lanzan rabiosos sus jabalinas, pese a que los jinetes están fuera de tiro.
Todo termina con esa tercera descarga. Caen más hombres. Cunde el pánico. Vuelven la espalda y se produce la desbandada. Los
victores flavii
tienen tiempo aún de soltar cuerda dos veces más, antes de que el
comes
toque por segunda vez la trompa.
Setenta jinetes, bien asentados sobre las sillas de cuatro pomos, azuzan a sus caballos partos para lanzarse a la carga a través del valle.
Los que huyen a través de los prados no necesitan mirar atrás para saber que eso ocurre. El estruendo de caballos tan grandes cubiertos de armadura, a rienda suelta, es más que suficiente. Y en ese valle encajonado entre montes, el resonar se magnifica. Se multiplica en ecos y el suelo tiembla.
El aire del valle está lleno de retumbar de cascos, de estrépito de piezas metálicas, de gritos de espanto y guerra.
Los fugitivos abandonan sus escudos. Chillan espantados. Se libran de las armas para correr más rápido. Muchos se desvían parar tratar de ganar la protección de los bosques de las laderas. Otros vadean chapoteando el río. Los
comites
flechean a unos y otros sin aminorar la galopada. Sus víctimas caen aullando. Cuerpos yertos bajan por los rápidos del río, que ahora espumea rojo. Los caballos a la carga pasan por encima de los caídos. Algunos heridos tratan de escabullirse a rastras por entre las patas de los caballos.
La velocidad de la carga hace que el bandon entero esté enseguida sobre los más rezagados. Los
comites
les arrollan con sus monturas. Algunos cambian arcos por espadas. Vuelan los primeros tajos. Pero ese es el momento que elige Mayorio para tocar su trompa por tercera vez.
El bramido resuena de nuevo por todo el valle. Se impone al escándalo ensordecedor de los cascos y el griterío.
Los
comites
refrenan a sus monturas. La larga fila se detiene. Ni uno solo desoye ese toque de trompeta. El orden se restablece en un abrir y cerrar de ojos. Tal es la rapidez que a más de un fugitivo, cuando mira medroso por encima del hombro, le parece arte de magia. No saben esas gentes sencillas que la disciplina es para los romanos otra arma más. La principal desde hace siglos.
Mayorio, con el caballo al trote y un poco retrasado respecto a sus hombres, observa adusto a los enemigos que escapan a toda la velocidad que les dan las piernas. Suelta por un lado el embozo de malla para tener mejor visión de campo.
Parece que no se han registrado heridos entre su gente. Tampoco han perdido ni un caballo. Eso era lo que más temor le causaba. Que hubiese zonas encharcadas y ocultas por los pastizales. Que algunas monturas resbalasen o tropezasen en la carga y se rompieran un remo.
Para evitarse pérdidas ha mandado parar. Podrían haber causado una carnicería entre la gente de Valeriano. Una matanza que habrían de recordar durante generaciones en estos pagos. Pero bien pudiera ser que, al llegar al fondo occidental del valle, los fugitivos se revolvieran como tejones al verse acorralados. Y en una pelea tumultuosa, a la desesperada y en estrecho, seguro que se habrían llevado por delante a unos cuantos
comites
y caballos.
Así que es mejor dejarlo así.
Advierte que algunos de sus soldados siguen tirando contra los que huyen. Con los caballos ahora parados, bien asentados sobre las sillas de cuatro pomos, toman puntería. Asaetean con sus flechas cortas a los lugareños incluso mientras estos se adentran en la seguridad de las cuestas boscosas.
Mayorio observa con labios fruncidos cómo uno cae por una pendiente de tierra negra y hojarasca. Le ve bajar resbalando y dando tumbos hasta chocar contra un afloramiento de roca.
Hace sonar dos veces el cuerno. Que cesen los disparos. Cuando constata que le han obedecido, que muchos de los suyos se han girado para mirarle en busca de instrucciones, alza la trompeta curva. Es un saludo. Un reconocimiento. Ellos le responden con blandir de arcos y largos ululatos de guerra heredados de los jinetes hunos.
Un clamoreo que llega hasta Basilisco, que continúa sentado en la piedra y recostado contra el roble. Su
domesticus
le ha estado narrando cuanto sucedía, hasta donde las brumas le permitían observar. Ahora le da cuenta de que se han detenido y que han dejado de disparar.
—Nuestro
comes
es un hombre misericordioso.
Habla con ironía manifiesta. Aunque nacido lejos de las montañas de su raza, Magnesio se jacta de ser isauro de pura raza. Y la compasión no es un rasgo apreciado entre su gente.
Basilisco responde con una de sus sonrisas dura.
—¿Misericordioso? Ay, Magnesio, cabeza de hierro. Mira que no conozco otro más bravo que tú. Y eres ágil de pensamiento. Fuiste a una de las últimas escuelas municipales que quedan en el imperio. Pero aun así te haría falta a menudo una visión más amplia de las situaciones.
»He de decir que es un defecto que he advertido en muchos de los de tu sangre. Tal vez por eso los isauros habéis ganado tantas batallas y perdido tantas guerras.
»El
comes
está haciendo lo que debe. Ni más ni menos. Las buenas flechas son más valiosas que la sangre de unos cuantos desarrapados. Y las vidas de sus
comites
son preciosas. Si disparan a esos desgraciados que huyen, luego tendrán que subir al bosque a buscar sus flechas.
»Eso supone, de entrada, demora. También perder algún que otro hombre. ¿Y qué ganancia se puede sacar a cambio? Poco botín me da que van a sacar de esos brutos monteses.
* * *
El tren de mulas entra en el valle. Los sirvientes guían a las reatas, custodiados por los isauros, el personal auxiliar del bandon y algunos
comites
que Mayorio les ha enviado apenas constató que los montañeses se han desbandado para no volver.
Basilisco abre la comitiva a lomos de su burro negro. El sol ilumina ya todo el valle. Se han disipado por completo las nieblas. Pero como todavía es primera mañana y hace frío, el viejo funcionario cabalga envuelto en su sago oscuro de lana gruesa.
Lo hace en silencio. En esta ocasión no pregunta nada a sus acompañantes. Se deja mecer por el bamboleo de la marcha. Escucha los cascos sobre la tierra húmeda del camino. A veces, las aletas de su nariz se agitan. Le llegan olores que conoce de muy antiguo. El del bosque en otoño, hecho de humus, umbría y hojas muertas. Y mezclado con él ese tufo de después de las batallas. En sus oídos suenan los lamentos de los heridos que yacen por doquier sin que nadie se preocupe de ellos.
No necesita preguntar. Tampoco tiene que hacer ningún esfuerzo para imaginarse esas praderas húmedas de rocío y sembradas de muertos recientes. Los cadáveres varados en las márgenes pedregosas de ese río al que oye bramar a mano derecha. Los malheridos que se estremecen como insectos pisados o que se arrastran en busca de la seguridad de las arboledas. Los escudos y toda clase de armas de puño y asta abandonados por doquier sobre la hierba verde.
Vuelve a sus narices el hedor. Qué inconfundible le resulta. Pronto todo el valle será un festín de alimañas, a no ser que alguien haga algo. Es preciso salir pronto de aquí. Hay que dejar que los fugitivos vuelvan para ocuparse de sus caídos. Eso les tendrá entretenidos y no es de cristianos ensañarse con los muertos.
Se acaricia, sin pensar, las bocamangas de su sago. Siente la textura áspera de la lana y ese tacto le devuelve a días antiguos y fragorosos. Acertaba el
comes
Mayorio cuando suponía que usa esa prenda porque en otro tiempo fue hombre de armas.
Pero el
magister
Basilisco jamás ha reconocido que el sago sea para él un vínculo con el pasado. Si alguien se interesa por esta circunstancia, asombrado de que un hombre de su condición se envuelva en pieza tan tosca, él replica siempre que no hay nada mejor a la hora de viajar. Que el sago es cómodo y abriga. Y guarda de ladrones, ya que oculta a posibles miradas codiciosas la calidad del que lo viste.
Todos esos argumentos son reales. Mas se guarda de contar que el mero roce de una prenda como esta desata en él toda una marejada de recuerdo. Que el solo peso sobre el cuerpo le devuelve a épocas más jóvenes.
Se libera de tales pensamientos para volver a lo inmediato.
—Magnesio, dime. ¿Dónde está el
comes
?
—A unos cincuenta pasos, como a la hora cuarta.
—¿Qué hace?
—Está junto a unos hombres y caballos muertos. Creo que está despojando al que se decía
dux
de estas tierras. ¿Pido que lo llamen?
—Sé tan amable, amigo. Me gustaría hablar con él.
No se hace de rogar Mayorio. Se ha librado de parte de la armadura y es verdad que estaba rebuscando entre aquellos muertos. Pero le movía más la curiosidad que el deseo de botín.
Aun así, no ha salido con las manos vacías. Trae en la zurda una espada bastante larga. Puede que la vaina sea de cuero liso y tosca. Pero por la empuñadura se advierte que es militar romana. La llevaba ese que se decía
dux
al cinto. También su yelmo es romano. A saber de dónde sacó esas piezas de equipo anticuadas.
Magnesio repara en el arma. Algo le dice en voz baja a su patrón. No sabe Mayorio si le comenta sobre ese particular o tan solo le avisa de que se acerca. Basilisco le saluda en voz bien alta.
—Felicidades,
comes
Mayorio. Tus c
omites
han luchado bien. Y tú has sabido manejar con habilidad la situación.
Mayorio menea la cabeza. Vuelve a olvidar que el otro no podrá ver el gesto. Sabe que el hecho de que se dirija a él por su cargo, en una tesitura así, supone todo un halago.
—Gracias,
illustris
. Pero lo que hemos librado ha sido poco más que una escaramuza a lo grande.
—No,
comes
. Para nosotros ha sido toda una batalla. Nos lo hemos jugado todo aquí. Si os hubieran derrotado, dudo que ninguno de nosotros hubiera salido con vida de estos pagos.
—Es cierto. Pero no iban a ser unos rústicos como estos los que acabasen con los
victores flavii
.
—No desdeñes a ningún enemigo,
comes
. Y menos al enemigo que tú mismo has vencido. Hacer eso es echar agua al vino de las propias victorias.
Agita la cabeza encapuchada.
—En una cosa te doy toda la razón. Habría sido una desgracia que un bandon tan antiguo y de historial tan ilustre como el vuestro hubiese encontrado su fin ante un ejército de desarrapados.
Mayorio, que ha ajustado su paso al del burro, lanza una ojeada de soslayo rápida. No es un halago que hubiese esperado oír a este anciano funcionario. Pero nadie sabe muy bien qué pasa por la cabeza de Basilisco. Y este no le deja mucho tiempo para la reflexión.
—¿Por qué tus hombres no han rematado a los heridos? Da lástima oírlos quejarse y llorar,
comes
. ¿Es por compasión o crueldad que no los habéis tocado?
—Ni una cosa ni otra. He ordenado a mis hombres que no les toquen porque así los suyos luego estarán ocupados con ellos. Cuantos más heridos tengan que atender, menos podrán pensar en perseguirnos o prepararnos emboscadas. Pero si tú mandas…
—No. No. —El ciego alza una mano—. Está bien así. Tienes razón. Está bien pensado,
comes
, y te felicito.
»Pero ya que hablamos de eso, es mejor que tus hombres no se demoren saqueando. Es su derecho, no lo discuto. Pero no creo que vayan a obtener un gran botín. Y, como acabas de señalar tú mismo, existe el riesgo de que los supervivientes se reagrupen.
—Sus jefes están muertos. Tardarán en reunirse, porque han huido por los montes y andarán ahora todos dispersos. Pero deseo señalarte que, más que saquear, mis hombres están recogiendo flechas y de paso buscando algo de comida.
—¿Comida?
—Estos montañeses bajaron desde sus aldeas con provisiones de boca. No nos vendrán mal.