Los
comites
los observan en silencio pasar. Ponen los ojos en el
draco
, que es el
genius
, el alma del bandon, y su simple visión les alienta. El
comes
les saluda por sus nombres. A veces cambia algún comentario con alguno. Luego sigue la revista y sus siluetas se difuminan en la niebla. Pero los hombres se sienten así un poco menos solos.
Aguardan en silencio, inmóviles sobre los caballos. Se han desplegado en una línea abierta, con los arcos hunos montados. Jinetes y monturas revestidos de armaduras. Son como fortalezas quietas entre la niebla. Los copetes de plumas rojas ponen el único detalle de color en esta mañana tan gris, dado que el
comes
ha ordenado que se cubran con los sagos oscuros.
Ha sido también decisión suya el que empuñen los arcos y no las lanzas. Y que hombres y jinetes se acoracen para esta batalla.
Son todas elecciones tomadas tras no pocas dudas y largas consultas con sus oficiales. Eso nunca lo sabrán los
comites
, pero son apuestas arriesgadas. Si estos montañeses consiguen arrinconarles contra los lados o el fondo del valle, se verán en un apuro más que serio. Las laderas como estas —boscosas, empinadas— constituyen un terreno de pesadilla para la caballería blindada.
Ha pesado en su decisión el mandato que le dio Basilisco en la ciudad muerta de Lucentum. Ahorrar hombres al precio que sea. El
comes
es consciente de hasta qué punto están mermados sus efectivos. Los
victores flavii
, otrora uno de los orgullos de las armas de Occidente, cuentan a día de hoy con poco más de setenta combatientes. Ni siquiera el centenar. Una cifra mísera para un bandon que en los buenos tiempos de Belisario llegó a alinear a cuatrocientos jinetes.
Por eso ha mandado ceñir armaduras. Y ha enviado por delante a media docena de veteranos, al mando del
semissalis
[29]
Gregorio. Su misión es la de vigilar y si es posible provocar al enemigo para que ataque y se desordene. Eso podría favorecerles en grado sumo. Según los espías que ha mandado durante la noche, aunque esos rústicos son muchos están mal coordinados.
El valle, cuyo nombre ha olvidado preguntar a los guías, permite maniobras de caballería pesada. Es lo bastante ancho en su parte media. Aunque un río de aguas rápidas y lecho pedregoso lo recorre de oeste a este, no lo hace por su centro sino pegado a las laderas meridionales. Y el suelo es llano y herboso. Bueno para las cabalgadas.
Apuesta Mayorio mucho a que los de estas montañas nunca han visto un arco compuesto. A que desconocen el alcance de sus flechas.
Una de las posibles opciones era la de que el bandon cargase disparando sus arcos. Puede que no sumen ni un centenar de jinetes. Pero la visión de los caballos partos llegando de frente al galope, el estruendo de los cascos, han llenado de pavor a hombres más templados que esos montañeses. Seguro que se desbandarían antes del choque.
Acabó por descartar esa táctica. En el caos de una desbandada prematura, lo más seguro es que salvasen la vida ese que presume de
dux
y los demás caudillos. Y eso supondría que luego tendrían que enfrentarse a un viaje de pesadilla. Millas y más millas a través de laderas controladas por estos montañeses, sufriendo celadas y librando escaramuzas.
Balambor señala con su arco en silencio. Parece que el escándalo que les llega a través de ese pozo de nieblas, desde el otro lado del valle, está ganando en intensidad. Sí. Y ahora es audible un rumor de armas. ¿También de caballos al galope? ¿Habrá conseguido Gregorio provocarles para que ataquen a ciegas?
Busca el centro de la formación con su caballo al trote. No aparta ahora los ojos del occidente de valle. Pero aunque las nieblas siguen disipándose, todavía son como las aguas de un estanque. La visión de los distintos objetos —árboles solitarios, rocas— se pierde de forma progresiva con la distancia hasta esfumarse del todo en la hondura blanca.
No se ve pero se oye. Está claro que algo ocurre.
Mayorio se coloca el embozo de cota de malla sobre el rostro. Balambor y el
draconarius
encajan a su vez sus máscaras de hierro en los yelmos. Máscaras lisas, carentes de rasgos y adornos, con una ranura corrida para los ojos. Y el gesto se propaga a ambos lados, todo a lo largo de la fila de jinetes blindados.
El clamor invisible crece y crece. Parece además acercarse. Todo indica que una muchedumbre se aproxima a la carrera, gritando a todo pulmón. Llegan, aunque todavía no sean visibles tras las cortinas de brumas.
Del estanque de nieblas surgen varios jinetes. Al principio sombras. Luego se van perfilando. La avanzadilla de Gregorio. Mayorio los cuenta. Vuelven todos.
Vienen al trote. Intuye Mayorio que es para acicatear a los enemigos a pie a que les persigan. Las mangas y los faldones de los sagos ondean con la cabalgata. No es posible ver muy bien a través de esos remolinos de niebla pero juraría que uno de ellos lleva en alto algo que pudiera ser una cabeza cortada.
Se oyen ya con nitidez gritos, ululatos, vocablos ásperos, raspar de metales. Ya están muy cerca.
Tres, cinco, veinte figuras emergen a la carrera de esas brumas. Es posible entrever escudos. Agitar de lanzas. No forman un frente compacto sino que llegan divididos en varios contingentes de distintos tamaños. Y aun estos están desorganizados por la carrera a través de los prados. No sabe Mayorio si se agrupan por vínculos de sangre o por ataduras de juramentos mutuos. Tampoco importa mucho ahora.
Sí el hecho de que a la cabeza de esa turbamulta cabalguen cuatro jinetes. Uno de ellos enarbola el estandarte que divisó ayer. Así que alguno de los otros tres de a caballo ha de ser Valeriano, ese que se hace llamar
dux
.
Los montañeses más adelantados se paran en seco al verse entre las cortinas de bruma ante esos jinetes acorazados que les aguardan inmóviles sobre sus grandes corceles. Un parón que imitan los que van llegando a sus talones. No tarda en formarse un muro sólido de hombres. Se mantienen a un par de cientos de pasos, pero no por eso cesan en su escándalo. Les insultan, les imprecan en nombre de Cristo y de dioses paganos. Les señalan con las puntas de las lanzas, no sabe Mayorio si en desafío o a modo de maldición.
Algunos se ponen a bailar para armarse de valor ante la inminencia del combate. Y arrastran con su danza a los más cercanos.
Comienza a levantarse algo de brisa. Desplaza jirones de niebla más espesa por esa balsa de brumas que es el fondo del valle. Pasan por la tierra de nadie como sábanas que se hubieran escapado de las cuerdas.
La danza guerrera se extiende como una epidemia entre los lugareños. El griterío caótico se está trocando en un cántico retumbante que llega a los
comites
a través del rielar de las nieblas. Los hombres del que se llama
dux
son a sus ojos siluetas que cabriolean y giran, que chocan lanzas contra escudos, que patean al unísono.
Figuras dispersas se adelantan a esa masa. Al principio cree Mayorio que van a pronunciar algún tipo de reto. Pero no. Están volteando hondas. ¡Hondas! Oye Mayorio a Balambor reírse bajo su máscara lisa de hierro.
A cualquier otro
comite
que hubiera hecho tal cosa en estas circunstancias le habría llamado la atención. Pero no a Balambor. Y no como indulgencia a su rango de
vicarius
; segundo al mando. Balambor tiene en sus venas sangre de huno y de sármata. Es pariente del viento y de los caballos. No hay en el bandon mejor jinete o arquero que él. El suyo es un sentido peculiar del humor del que no podría desprenderse aunque quisiese. Y lo mejor es dejarle que le dé rienda suelta en los momentos de tensión.
Observa Mayorio a los honderos. Acertó al suponer que estos montañeses no tienen ni idea de lo que es la caballería pesada romana. Si la tuviesen, no saldrían a plantarles cara en campo abierto, en formación desordenada y así equipados. Menos aún tendrían la desfachatez de desafiarles con esas armas de cabrero.
Tampoco han oído hablar de los arcos hunos. Si lo hubiesen hecho no estarían bailando y desafiándoles a tan corta distancia. Hace ya muchos pasos que se han puesto a tiro. Pero ellos no deben ni soñar que sea así.
Mayorio no tiene mayor interés en causar una matanza entre esos rústicos. Sí en liquidar a los jefes. Muertos ellos, se acabó la batalla. Cree que ya los tienen identificados a todos, pese a que las brumas dificultan la observación. Lo que sí es seguro es que saben quién es ese que se arropa con el título de
dux
y que ha tenido la desvergüenza de pedir peaje a un embajador de Constantinopla. Llegado el caso, puede ser suficiente.
Descuelga del arzón su trompeta curva de señales.
* * *
Valeriano siente cada vez más desazón. Y es como si el cráneo le fuese a estallar dentro de su yelmo romano. Le escuecen los ojos, siente la boca como llena de estopa y, por si eso fuera poco, la cabalgata le ha hecho transpirar. Está bañado en un sudor espeso, como si por los poros le estuviese saliendo todo el alcohol ingerido la noche pasada.
Observa esa línea de jinetes inmóviles en la neblina y quisiera no haber oído hablar de esta caravana jamás. Daría lo que fuese por estar ahora bien lejos de aquí.
El sol no ha llegado todavía a este extremo del valle. La niebla sigue como encajonada entre las laderas, de forma que se espesa cuanto más hacia el fondo se adentra uno.
Entre esos lienzos y torbellinos de vapor, constata que la formación de los jinetes es abierta. Que sus caballos son todos enormes. Que van protegidos por testeras metálicas y petrales de cota de malla.
Seguro que los hombres van también blindados. Deben llevar armaduras bajo los mantos oscuros. Y todos sin excepción calan esos yelmos altos y rematados con copetes de plumas rojas.
Ese último detalle es el que más le inquieta. ¿Jinetes uniformados? Estos no son simples guardianes de caravanas. Regresa a su anterior ocurrencia de que tal vez escolten a algún notable. Luego se le ocurre que tal vez sean supervivientes de alguna revuelta fallida. O desertores que escapan con algún botín…
No es capaz de pensar con mucha lucidez. La cefalea le está matando. Y el escándalo que le rodea solo consigue agravarla. Puede que los suyos se inflen de valor con tanto cántico, pero a él le aturden.
Parece que no es el único que se está inquietando con lo que está viendo. Tres o cuatro de los cabecillas de bandas se han despegado de los suyos para llegarse cerca de él.
Uno de ellos señala con su maza. Grita para hacerse oír por encima de la escandalera.
—¡Valeriano! ¡Valeriano! ¿Qué es eso?
El aludido le mira con ojos enrojecidos durante unos instantes. Se gira luego en su montura para ver qué pueda estar señalándole. Al principio no distingue nada. Luego ve tres siluetas que son poco más que sombras negras sumergidas en un banco de neblina más espesa. Tres jinetes adelantados unos pocos cuerpos de caballo respecto a los demás.
La brisa abre la niebla y el que se llama
dux
puede ver entonces lo que el otro le estaba indicando. Muda de color. Siente que va a vomitar.
Uno de los jinetes porta una enseña. Una que reconoce en el acto, pese a que jamás vio ninguna de esas hasta hoy con sus propios ojos.
Una cabeza de dragón forjada en bronce y con las fauces abiertas, al extremo de un asta. Mientras Valeriano observa, vuelve a soplar la brisa. Hincha de golpe la manga de tela roja que pende tras la cabeza de dragón. Una cola muy roja, muy larga. Flamea a impulsos del viento. Se agita como la cola de una serpiente.
—¡Un
draco
!
Su respuesta ha sido un graznido. Tiene la boca seca y no es culpa solo de la resaca.
¿Para qué mentir o simular ignorancia? Todos esos cabecillas que han bajado de sus montes para secundarle en este golpe tienen que haberlo reconocido también. Y lo mismo harían los demás si no estuviesen borrachos y eufóricos de danza.
Quizá nadie en estas montañas haya visto uno desde hace generaciones. Pero los
dracos
de las legiones romanas, forjados en hierro o bronce, con sus largas colas de tela, están más que vivos en las leyendas que sobre los viejos tiempos se cuentan junto a los fuegos de invierno.
A los guerreros que puedan haber reconocido esa enseña mítica les debe de tener sin cuidado. El baile guerrero ha ahuyentado de sus cuerpos el frío de la mañana y de sus almas el temor al combate. Rugen. Ululan. Cantan. Redoblan varas de lanzas contra cuero de escudos. Y su furor guerrero ha envenenado también a los cabecillas más temerarios.
El más imprudente y codicioso de todos vocifera por encima del griterío.
—¡No pueden ser soldados romanos! ¡Tienen que ser los bucelarios de algún
potente
! ¡Se habrán creído estos que con una cabezota de metal pueden asustar a hombres como nosotros!
Los que le oyen le jalean con grandes gritos. Valeriano menea la cabeza protegida por el casco romano. Un gesto que provoca agujas de dolor en frente, ojos y sienes. Observa sudoroso a los jinetes sobre grandes caballos. Los copetes rojos de los yelmos. Los mantos oscuros. La cola color sangre del
drago
que, hinchada de viento, ondea y se retuerce.
Quisiera no estar aquí ahora. Hallarse muy lejos. Por ejemplo en su castro, a salvo tras sus muros, cómodo junto al brasero. Pero ya no hay retroceso posible. No si quiere mantener su prestigio. No si quiere seguir siendo el
dux
de estas tierras altas.
Es preciso negociar, no importa que hayan asesinado a su heraldo.
Tiene que apaciguar a los suyos. Idea vana. A estos ya no hay quien les refrene. Algunos bravucones están saliendo de la masa con hondas. Las voltean por encima de las cabezas. Silban como si estuvieran espantando a perros sueltos.
Uno larga correa, los demás le imitan. La lluvia de cantos vuela para aterrizar a varios pasos por delante de los jinetes quietos. Los honderos buscan nuevos proyectiles en sus zurrones. Ganan terreno al tiempo que hacen girar de nuevo las hondas.
Es entonces cuando uno de los jinetes que está junto al que porta el
draco
hace sonar una trompa.
* * *
El
comes
ha intuido más que ver el vuelo de piedras a través de la niebla. Echa una ojeada a la cola roja del
draco
. No trata de invocar su protección. Muchos soldados ven todavía a los
draconis
como genios protectores, no importa que los clérigos tronen contra esas creencias propias de paganos. Sin embargo, lo que él busca es evaluar gracias al vuelo de la manga la dirección y fuerza del viento.