Le sorprende al senador el tono solemne que emplea, desprovisto de la pasión que cabría esperar en un pronunciamiento de esta clase. Ignora que las máscaras es una cuestión exclusiva de los britones galaicos. Que para este bardo son elementos extraños con los que no le une vínculo emocional alguno.
Maelogan pone las manos en la espalda. Observa de nuevo los cuerpos hacheados. Se gira después para mirar en derredor.
—¿Y Hafhwyfar? Creí que estaba aquí.
—Estuvo. Pero no bien supo que habían robado las máscaras, salió en persecución de los asesinos.
El bardo enarca una ceja.
—No sola, espero.
—Claro que no. La acompañan britones y unos cuantos
fideles
míos. Y el
comes
Mayorio. Descuida, señor, que esos malditos no tendrán ocasión de rematar lo que anoche no pudieron en el hayedo.
Se gira con brusquedad hacia los suyos.
—Que se queden hombres de guardia. Organizaos entre vosotros. El cadáver de Cipriano se encuentra aquí y lo quiero bien protegido. Él amaba este lugar, que es suelo santo. La cueva será su tumba. Volveremos con sacerdotes para que oficien las ceremonias.
Señala con la barbilla a los mozos muertos.
—Cargadlos en los burros y llevadlos a sus familias. Hay que compensarlas por sus muertes. No sé. Con dinero, con tierras. Ya veremos. Graciano, te hago responsable de recordármelo, que me traigo siempre muchos asuntos entre manos y se me olvidan las cosas.
—Descuida. —El aludido apunta con su jabalina a los dos asesinos muertos—. ¿Y qué hacemos con estos.
—Ah, sí. Estos. Cortadles la cabeza. Colgadlas en la puerta Decumana. Que queden bien visibles. Y pregonad que ofrezco una buena recompensa para todo aquel que pueda darnos información útil sobre alguno de estos pájaros.
»Colgadlas, sí. Y ponedles un guarda. Con este frío, tardarán en corromperse. Pero no quiero que los cuervos las picoteen y las hagan irreconocibles.
—¿Y lo cuerpos?
—Sacadlos de este lugar santo y abandonadlos lejos de los caminos. Que se los coman los lobos.
¿Cómo nace una novela? (vídeo)
Claudia Hafhwyfar está furiosa, sobre todo consigo misma. Trata de no delatarse, pero para Mayorio es algo evidente. Lo nota en sus gestos, en la crispación, en el azul ahora tan oscuros de sus ojos.
Ahora que por fin se han quedado a solas, se lo pregunta sin rodeos. Ella lo admite igual de franca:
—No debí dejar las máscaras en esa cueva.
—¿Pero quién podía suponer que…?
—No debí. No. No.
A cada negación, agita la cabeza para dar más énfasis. Como se ha echado atrás la capucha, los cabellos rubios le revolotean ante el rostro con los giros.
—La culpa es mía. No debí dejar que Caddoc me convenciera. Yo soy la custodia de las máscaras. Es mi obligación y mi derecho cuidar de ellas. Yo tengo la última palabra y la responsabilidad es mía.
Mayorio se acaricia la barba, inseguro. Sabe poco acerca de esas máscaras. Ignora cuál pueda ser la importancia que tienen para los britones. Es obvio que para Hafhwyfar mucha.
Así que opta por no decir nada. Se gira para observar en lontananza, con los brazos en jarras. Están en mitad de un llano nevado. Allá a lo lejos se divisan cerros de árboles con las copas blancas. El día es claro y de pocas nubes, cielo azul y sol deslumbrante. El viento arrastra torbellinos de polvo de nieve. No tardará el sol en fundirla lo suficiente como para que luego, al congelarse por la noche, forme una costra helada.
Se han apeado de los caballos para examinar un cadáver caído en la nieve. Por sus ropas bien podría ser un campesino. Ha muerto en el sitio y no hace mucho tiempo de eso. Fueron las huellas de este mismo hombre las que les llevaron a despegarse del grupo que persigue a los asesinos de Cipriano.
Los ojos de Mayorio pasan del cuerpo al rastro que venían siguiendo. Pisadas rojas, sangre sobre la nieve blanca. Huía herido. Hizo los últimos metros sobre la barriga.
—¿A dónde iría este?
Hafhwyfar, que está acariciando enfurruñada la cabeza de su caballo, señala en dirección a un bosquecillo, a no más de quinientos pasos de donde se encuentran.
—¿Tal vez hacia allá?
Mayorio pone los brazos en jarras. Observa con la boca prieta esa arboleda. Se toma su tiempo antes de contestar.
—Pudiera ser. Tal vez sintió que ya no podía seguir huyendo por el camino. Quizá trató de llegar a la seguridad de los árboles. Sí. Pudiera ser.
—¿Y qué más da? Lo que importa es que no tiene las máscaras. Y como está muerto no nos va a poder contar nada.
De nuevo calla Mayorio. Vuelve a examinar el cadáver. Tiene el pie izquierdo envuelto en una tela ensangrentada. De ahí las pisadas enrojecidas que iba dejando.
—¿Heriste tú a este?
—Se hirió él solo. —Ella acaricia el cuello de su caballo, con los ojos puestos en la distancia—. Coloqué puntas afiladas alrededor de la cabaña, por si alguien intentaba algo como lo de anoche. Este pisó una. Fue su grito el que me alertó.
—Buena argucia.
—Soy una
ghaobela
. Se espera que sepa defenderme por mí misma. Pero en este caso la idea me la diste tú.
—¿Yo? —Gira él sorprendido la cabeza.
—Sí, con aquellas puntas de hierro que me mostraste. Las que sembrasteis en el camino en Saldania.
—Ah. Los
tribulus
.
Se acaricia la barba mirando a la distancia, antes de devolver su atención al muerto.
—¿Se habrá desangrado?
—No creo.
—¿Entonces de qué habrá muerto?
—Envenenado. Envenené las puntas.
La mira él a los ojos azules, pillado por sorpresa. Los ve luminosos pero gélidos, como para conjugar con este día de sol deslumbrante y temperaturas bajas. Se frota las manos, se aproxima a su propio caballo.
—Regresemos al camino. Vamos a ver si damos alcance a los nuestros.
Ella asiente. Toma las riendas de su montura.
—Me parece que va a ser una persecución larga. Irán a pie, pero nos sacan bastantes horas de ventaja. Este iba rezagado porque tenía el pie herido.
El
comes
asiente a su vez.
—Sí. Sí va a ser una persecución larga. No les atraparemos en una cabalgada.
¿Esplendor real o soñado? (vídeo)
Basilisco y el espectro de Belisario están de nuevo en la terraza con balaustrada de mármol, al borde del abismo. Sopla ese viento onírico que agita sus ropas inmaculadas y los estandartes en los parapetos, sin estremecer siquiera las esquinas del mapa desplegado sobre la mesa de piedra. Belisario —muy alto, envuelto en un aura dorada casi tangible— ha escuchado lo que su antiguo subordinado tenía que contarle.
No despegó los labios durante el relato. Pone ahora esos ojos luminosos en los de Basilisco.
—Ha llegado un tiempo de asesinos.
El otro mete las manos en las mangas del manto blanco. Asiente con sobriedad.
—¿Debiéramos haber esperado algo distinto? Los godos no pueden lanzar a sus ejércitos contra la provincia. Al menos de momento. Pero sí pueden eliminar a personas concretas. Figuras clave por su posición, por su poder o por lo que simbolizan.
—¿Estás seguro de que son los visigodos los que están detrás de esos puñales?
—No. Pero con alguna teoría hay que trabajar, aunque sin dejar de lado otras.
—Siendo así, ¿consideras prudente el dejar vivo y libre a ese judío?
—¿Bartolomei bar Gilad? Sí, claro. No solo me parece prudente, sino lo más adecuado.
—Yo que tú lo haría interrogar. Y luego lo eliminaría de forma discreta.
—Tú no eres yo, Belisario. Viejo amigo, con el mayor de los respetos, en estas cuestiones tengo yo más experiencia que tú.
»Podría interrogarlo, sí. Pero ¿cuánta información le sacaría? Y su desaparición alertaría a los godos. Sabrían que sabemos. Lo único que conseguiríamos es que enviasen a otros espías. Nuevos agentes a los que tal vez no consiguiéramos detectar.
»No y no. Es mejor darle rienda suelta. Así le tendremos vigilado.
—Siempre suponiendo que sea de verdad un espía de Leovigildo. ¿Estás seguro de ese extremo?
Sonríe Basilisco con dureza.
—
Comes
Belisario. En mi oficio no hay jamás certezas. Pero en este caso apostaría contigo la mitad de cuanto tengo. Sabiendo que es un espía de los godos, no solo puedo seguir sus movimientos. Puedo engañar a Leovigildo a través de él. Dejarle que vea o averigüe lo que a mí me pueda interesar y no la verdad.
—Es un juego peligroso.
—Como todos aquellos que involucran apuestas muy grandes.
Belisario se inclina sobre el mapa para observar con ojos ahora agudos las tierras del norte.
—Ya que hablamos de eso. ¿Consideras acertado enviar al
comes
Mayorio en persecución de los ladrones de unas máscaras gentiles?
—No son máscaras gentiles. Retratan a antiguos héroes britones. Están benditas por sus obispos.
—No parece algo muy cristiano.
—Tal vez. Pero ni tú ni yo somos teólogos. Y, en cuanto a Mayorio, persigue a esos ladrones por decisión propia. Yo no he intervenido. Me he limitado a darle mi aprobación.
—Mal hecho. Debieras habérselo prohibido. Eres el responsable máximo de la embajada.
—¿Y desdecirle? ¿Restarle autoridad ante sus hombres? ¡Qué desatino, Belisario! Ni pensarlo.
—¿Es peor eso que exponerle a la muerte?
—Es un soldado. Si muere, lo lamentaré. Siento aprecio por ese joven y es un buen oficial. Pero, si le alcanza la fatalidad, pondremos a otro al mando del bandon. Eso es todo.
—Sigo pensando que no es bueno permitir que un oficial romano se arriesgue así.
Basilisco rompe a reír. Una risa sonora que se alarga en ecos por las escalinatas que conectan los distintos niveles de esa ciudad de ensueños.
—¿Es posible que tenga yo que oír algo así de tu boca? ¿Tengo que recordarte las muchas veces que nosotros, tus compañeros, tuvimos que sudar sangre para protegerte cada vez que te metías de cabeza en lo más duro de la lucha?
Sonríe Belisario al tiempo que se aparta de la mesa de piedra para acercarse a la balaustrada. Con las manos apoyadas sobre el pasamanos de mármol, se queda contemplando el azul del cielo. Sus vestiduras inmaculadas se agitan y aletean con lentitud sobrenatural.
—Es verdad. Me dejaba llevar por la pasión del momento. Era un hombre de sangre caliente.
—El
comes
también.
Esboza ahora Belisario otra sonrisa, esta entre distante y benevolente.
—Puede. Pero me parece que su ardor se alimenta con un combustible diferente al que a mí me animaba. No me negarás que el
comes
ha salido tras esos ladrones por causa de Claudia Hafhwyfar. Las máscaras estaban encomendadas a ella. Eso sin contar con que además quisieron matarla.
Ahora es Basilisco el que sonríe. Se acerca a su vez despacio a la balaustrada. Pone también las manos sobre la baranda. Se quedan los dos con los ojos puestos en el infinito.
—Tal vez lo que dices sea verdad. Pero eso es razón para no impedirle que esté en la partida.
—No es bueno que uno de tus oficiales mezcle lo personal con sus obligaciones. Tampoco lo es que tú se lo permitas.
—¿Qué funcionario no se deja llevar por filias y fobias? ¿Por qué habría que ser tolerante con eso y no serlo con los asuntos del corazón?
Vuelve a sonreír Belisario, sin apartar los ojos de la lejanía.
—¿Te vas a volver a tus años filósofo? Siempre te ha gustado enredar a la gente con tus argumentos. Ten cuidado de que no te pase lo que a aquel heraldo de la mitología, que de tan convincente que era acabó por engañarse a sí mismo con su propia elocuencia.
No responde nada el ciego que no lo es en esa ciudad onírica. Dejan pasar un tiempo mientras observan el azul del cielo y el blanco de las nubes, acunados por el susurro del viento y los ropajes que se agitan.
—Basilisco. ¿Por qué el otro día en la
fabrica
le pediste a Hafhwyfar que te prestase el brazo?
—Para no resbalar en la nieve.
—Mientes, viejo artero. Lo hiciste para que todos viesen que esa mujer cuenta con tu estima. Que goza de tu protección. Para que supieran que vengarás cualquier desdén que le hagan por el hecho de ser la amante del
comes
Mayorio.