Última Roma (60 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

El túnel remata en otro pozo y en otra escalera, estos más largos. El suelo está aquí encharcado, sin duda porque por la trampilla se cuela el agua de lluvia. Hafhwyfar apaga de un soplido la luz y suben a ciegas para salir en algún lugar entre las hayas.

Un creciente lunar cuelga entre las ramas. La noche es tranquila, el viento está en calma y casi no hay nubes. Con sigilo se acercan a espiar al amparo de los troncos.

Ahí, al resplandor de las estrellas, está la cabaña, a una veintena de pasos. Y, sea lo que sea que alertó a la britona, no la engañó. Por la senda se aproximan tres sombras. Solo tres. Caminan despacio, con los movimientos cautos de los que quieren pasar inadvertidos.

Mayorio no dispone de armas arrojadizas. Hafhwyfar sí pero, aunque empuña uno de sus dardos, no parece tener intenciones de disparar de momento. Mejor así. Más vale saber qué intenciones traen esos tres y si están solos. Pudiera haber más, deslizándose al amparo de las tinieblas entre los árboles.

El trío no llega ni a la puerta de la cabaña, sino que se detienen a unos pocos pasos. Una de las sombras se adelanta un poco más, rebusca bajo lo que pudiera ser su capa o manto. Se inclina para dejar en tierra un bulto, en mitad de la senda. Y hecho eso, para perplejidad de los observadores, se retiran a toda prisa.

Hafhwyfar y Mayorio aguardan. No se mueven, no cambian palabra alguna. No corre aire, el follaje está quieto. Pasa el tiempo. Parece que esos tres se han marchado para no volver.

Mayorio se decide a salir con el escudo presto y la espada en claro. Ella le cubre desde los árboles con su dardo.

Lo que han dejado los visitantes en el suelo es un fardo de tela tosca. Hafhwyfar sale también al camino. Cambia con el
comes
una mirada en la penumbra de las estrellas. Él le hace un gesto con la espada. Ha de ser ella quien lo examine, pues a su puerta es a donde han venido a dejarlo.

Se arrodilla Hafhwyfar, deja en tierra dardos y espada, y se retira sobre los hombros el manto de rombos para mayor libertad de movimientos. Palpa con precaución el bulto y el corazón le late con más fuerza.

Al abrir esa tela de esparto, los metales bruñidos relumbran apagados a la luz de las estrellas. Suspira. Alarga los dedos para rozar con reverencia los rasgos cincelados en el acero mientras Mayorio, espada en puño, observa asombrado.

Sus visitantes nocturnos, sean quienes sean, le han devuelto las máscaras.

El personaje de Basilisco (vídeo)

Mapas para una Edad Oscura

Valle del río Iberus,
algunas millas al sur de Segia

El choque armado ha sido breve aunque tremendo. Más que batalla, pelea tan confusa como multitudinaria a lo largo de un frente de varias millas de longitud. Una sarta de combates y choque de final calamitoso para los vascones, que ahora huyen dejando gran número de bajas en el campo. Y de no haber sido por la prudencia de Cala Bigur, todo podría haber acabado en desastre completo. En exterminio casi total de los suyos.

Desde un alto y sobre su caballo, Magnesio observa con ojos achicados cómo las bandas se retiran en desorden. Unas retroceden plantando cara. Guerreros de melenas sueltas que se cubren tras escudos pintados agitan lanzas mientras vocean gritos de guerra. Pero otros grupos se han deshecho y sus integrantes corren por campo a través, en algunos casos hostigados por jinetes visigodos.

Desde su mirador, el isauro alcanza a divisar a Cala Bigur, que descuella como una torre entre los hombres que le rodean. Y eso que algunos son muy altos. El caudillo ha reunido para esta invasión a una guardia personal de parientes y devotos. También se ha provisto de una especie de enseña. Una cabeza de madera tallada en lo alto de un mástil, con cintas que ondean al viento. El observador supone que representará a alguna deidad propicia.

Cala Bigur se ha apeado. Uno de los suyos lleva su preciado caballo —regalo de Abundancio— de las riendas. Le alaba el isauro la prudencia. En estos momentos de derrota y desbandada, seguir montado le haría demasiado visible a los vencedores. Sería una invitación a la caballería pesada visigoda para cargar en masa y matarle.

Así, a pie, su presencia sirve para aglutinar a gran número de guerreros a su alrededor. Y siguen sumándose. Fugitivos que llegan huyendo y valientes que vuelven sobre sus pasos para unirse al caudillo. Esa muchedumbre encrespada de lanzas sirve de freno a los enemigos, que guardan la distancia. Ayuda a que los que van en desbandada puedan poner tierra de por medio.

Porque ahí delante están los vencedores, a unos doscientos pasos. Jinetes de armaduras de escamas, con estandartes de cruces y águilas. También infantería que entrechoca sus lanzas contra los escudos —oblongos los de los hispanos, rectangulares los de los godos—. Cantan victoria y su algarabía llega como el batir de las olas a los vascones en retirada.

Pero, pese a tanto escándalo y a que el campo es suyo, los vencedores no avanzan. Manda la prudencia. Se nota la mano del gran rey, que es quien ha dirigido la batalla. Los vascones son, junto con los cántabros y los astures, los más indómitos de los hispanos, y ha aprendido a ser precavido cuando se mide con ellos.

El ejército de Leovigildo es una amalgama de soldados propios y bucelarios de nobles godos y
potentes
locales. Estos últimos iban en vanguardia de las fuerzas y fue eso lo que engañó a los vascones y a punto estuvo de provocar su aniquilación.

Los hombres de las montañas bajaban desde el noroeste. Sus bandas llegaban desplegadas a lo largo de un gran territorio. Han avanzado asaltando cuanta villa, aldea o castro encontraron a su paso. Han dejado atrás las ciudades amuralladas. Se estaban cumpliendo los planes de Basilisco, porque no pocos rústicos se les han ido uniendo en su avance, como en los mejores tiempos de las revueltas bagaudas.

Cuando se toparon con la punta de lanza del ejército real, las avanzadillas vasconas creyeron que se las veían con fuerzas locales. Bucelarios de los terratenientes o tal vez burgarios de alguna urbe próxima. Tropas privadas, sin el armamento, la moral ni el número suficiente para detener a esa multitud invasora. Y en efecto, esa vanguardia estaba formada por bucelarios. Pero no eran sino el anticipo de un ejército mucho mayor y mejor armado.

Lo que no podían saber Cala Bigur ni ninguno de los suyos era que el rey Leovigildo subía con su ejército por esa misma margen derecha, ni que a su paso se iba reforzando con comitivas privadas. Su objetivo era caer por sorpresa sobre la ciudad de Cantabria, edificada a ese lado del río.

Él a su vez tampoco tenía idea de que se había producido una invasión de vascones, ya que estos se habían estado desplazando con rapidez. Las primeras noticias le llegaron al mismo tiempo que las avanzadas de ambas fuerzas chocaban en el camino.

Así fue como cada cual creyó al principio que se enfrentaba a simples bandas armadas.

Desde la silla de montar, Magnesio deja vagar sus ojos claros por la llanura y el camino, cubiertos de cadáveres. Desvía luego la mirada para observar de nuevo la marea invasora en reflujo. Al ver a esa multitud desperdigada, se le ocurre que acaba de presenciar uno de esos choques armados descritos por los clásicos.

Algo que comenzó como una refriega entre dos puñados de exploradores en ese camino vecinal. Cada grupo envió mensajeros a la zaga, a informar y pedir ayuda. La pelea fue aumentando de envergadura según por ambos bandos llegaban más refuerzos. Y así, antes de que nadie se diese cuenta de verdad de que dos ejércitos habían colisionado, se libraba una batalla campal por todo lo ancho de ese llano.

Magnesio se había dado cuenta de todo eso mucho antes que los propios contendientes, gracias a su posición privilegiada. Había subido a ese otero cuando constató que el combate iba cada vez a más. En contra de lo que le pedían los huesos y la sangre, renunció a participar para poder observarlo todo y dar así cumplida cuenta de lo sucedido a su patrón. Debió de percatarse antes que nadie de que se habían dado de morros contra el ejército real visigodo.

Tal vez fue el primero en divisar los estandartes de cruces y águilas. El primero que vio caballería pesada apresurándose por el camino. El primero que pensó que aquellas fuerzas eran algo más que un ejército de terratenientes o de las ciudades de la zona.

Esos jinetes acorazados. Esas formaciones cerradas de soldados con escudos rectangulares adornados con dragones, leones, águilas. Esos estandartes coloridos, unos cuadrados y otros triangulares.

Más tarde, al escuchar su relato, Flavio Basilisco comprenderá que el rey Leovigildo ha estado concentrando con discreción a su ejército en la Tarraconense. Sus soldados debieron ir acudiendo por milenas o quincuagenas para no llamar la atención. Y luego, una vez reunidas todas las unidades, se puso en marcha por la margen izquierda, sumando a su paso tropas privadas.

Muchos de los vascones, en el ardor del combate, no llegaron a saber con quienes se las estaban viendo. Y eso que unidades de la propia guardia del rey, gardingos, acudieron a combatir en primera línea con sus escudos hexagonales. Por ese detalle supuso Magnesio que si no por el propio rey, ese ejército estaba al mando de su mano derecha militar, el
comes regis fidelis
.

Pese a todo, la batalla estuvo equilibrada hasta que entraron en liza las milenas de infantería real. Unidades de a mil formadas por godos pobres, hispanos de humilde condición y extranjeros. Bien armados, bien entrenados. Fieles al rey. Y luego cargó la caballería pesada.

Frente a esa máquina militar, nada pudieron ni el arrojo ni la furia. Los vascones disponían de buenas armas ofensivas, pero no de armaduras. Las milenas reales los barrieron del campo. De no haber actuado con decisión Cala Bigur en ese trance, les habrían borrado. Porque esas bandas guerreras, cegadas por la confusión y el fragor de la batalla, se habrían seguido lanzando contra las formaciones cerradas de infantería.

Todo ha concluido. Cala Bigur y su contingente de guerreros siguen bloqueando el camino. Retroceden despacio, apiñados, dando la cara. Ya no hay ninguno de los suyos —al menos no en pie, que caídos hay muchos— entre ellos y los visigodos. Y como estos mantienen su posición, agitando armas y cantando victoria, la distancia entre unos y otros se va ampliando paso a paso.

No deja el isauro de valorar en lo que vale ese gesto del caudillo vascón. Está cubriendo la retirada, o más bien la fuga, de las bandas vasconas y grupos de rebeldes que le han acompañado en esta aventura. Su presencia impide una carga abierta de la caballería visigoda, que hubiera podido masacrar por la espalda a los fugitivos de no haber existido ese obstáculo. Pero, dado que están solos y sin apoyos en los flancos, con esa acción se expone a que los visigodos se decidan a avanzar en masa para envolverlos y exterminarlos hasta el último hombre.

Sin embargo, quienquiera que esté al mando prefiere ser prudente. Como a un par de millas más adelante hay arboledas y tal vez recela de que allí pueda haber enemigos ocultos, esperando que los godos sean tan necios como para avanzar de forma atolondrada. Puede que eso le contenga. Pero lo cierto es que la distancia que los separa es ya de unos cuatrocientos pasos.

Y él, Magnesio, no tiene nada que hacer en este altozano. Nada excepto exponerse a su vez a verse rodeado y preso o muerto. Arrea a su montura para bajar al llano.

Cuando se reúne con Cala Bigur, el contingente de este ya se encuentra a distancia suficiente como para volver la espalda y alejarse a paso ligero del escenario de su derrota. El caudillo, con la melena sujeta con una cinta de cuero y las barbas formando tres trenzas, ahora que ya están lejos, se ha arriesgado a montar su preciado caballo. Y no bien le ve aproximarse, le hace gesto de que se acerque a su vera.

Magnesio encuentra al vascón sereno. Un estado de ánimo habitual en los hombres fuertes que acaban de ver cómo sus grandes sueños se esfuman al viento. La gran incursión que podría haber llegado hasta la costa ha concluido en sus primeras etapas. Y lo ha hecho con derrota y matanza. Se pregunta de repente el isauro si Cala Bigur no habrá estado acariciando en secreto ideas de conquista. De hacerse a punta de lanza con un reino propio en las riberas del Iberus.

¿Por qué? No sería él quien se lo reprochase. De los grandes hombres son los grandes sueños.

Pero tenga donde tenga la cabeza, el vascón sigue con los pies bien en el suelo, porque espeta al isauro en cuanto este se acerca:

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