Esa disputa, lo que se dicen y como se lo dicen, es lo que tiene ocupada a la mitad más analítica de la mente de Basilisco, que está entre los de la delegación provincial. Así pues, se podría decir que en estos instantes su cabeza está dividida.
La parte más imaginativa vuela como un águila sobre las pasturas, emborrachándose de imágenes, de sol y de colores. Se ve desde lo alto a sí mismo sentado entre los negociadores, con el báculo en las manos y la capucha echada. Y al tiempo la parte más calculadora trata de captar hasta los matices más nimios de una discusión decisiva para el curso de los acontecimientos.
Decisiva porque la embajada goda trae un mensaje del gran rey. Y la encabeza nada menos que Sisberto, un noble del Aula Regia, que ha expuesto con crudeza las exigencias de Leovigildo.
Conmina a abandonar lo que él denomina «actitud sediciosa». Ordena que se desmantelen castros, que admitan y sustenten a guarniciones godas en el territorio. Que abran a sus oficiales villas, ciudades y almacenes. Que les entreguen los depósitos de armas y que abandonen la ciudad que han construido en la margen izquierda del Iberus.
Además, como castigo por décadas de rebeldía, todos los que se dan el título de senadores tendrán que entregar a la corona la mitad de sus predios, rebaños y tesoros. Y ellos mismos deberán jurar obediencia al
rex gothorum
como legítimo gobernante.
Son intimaciones muy duras. Pero no es eso lo que ha hecho perder las buenas maneras a los senadores, sino una sola palabra. Una que ha pronunciado Sisberto. La misma que ahora él, dejando también de lado los modales propios de un embajador real, repite con aspereza.
—
¡Pervasores!
¡Sí! Así os califica el rey y así os llamo yo en su nombre porque es lo que sois.
¡Pervasores!
El senador Nepociano, el más viejo de los presentes, le replica con rostro encendido.
—
¡¿Pervasores?!
¿
Pervasores
nosotros? ¿Cómo puede un bárbaro, un invasor como tú atreverse a calificar de esa forma a hombres como nosotros? Nuestros antepasados eran terratenientes en estos pagos siglos antes de que los vuestros cruzasen el limes romano. Hay entre nosotros linajes asentados aquí desde la época del gran Augusto.
—¡Ajá! Eso es. Ese emperador instaló aquí a vuestros antepasados a la fuerza. Los deportó tras derrotarlos en Cantabria. Conocemos de sobra la historia imperial.
—Pues entonces sabrás que, desde ese momento, los nuestros fueron de los más leales al imperio. Ciudadanos romanos ejemplares. Desde luego, no tenemos por qué tolerar que un usurpador como Leovigildo se atreva a calificarnos de
pervasores
.
Sisberto se calma de golpe. Recupera las maneras de forma tan brusca que Basilisco sospecha que es un gesto calculado. Una forma de dar más énfasis a sus palabras, mediante el contraste con su anterior actitud.
—¿Usurpador? ¡Usurpador! ¿Cómo te atreves tú a usar esa palabra? Leovigildo es el
rex gothorum
; el soberano de todos los godos, ahora que el reino ostrogodo ha sido destruido. La
gens gothorum
entró en Hispania como federada de Roma. Nuestros ancestros fueron enviados por el emperador para restablecer su autoridad, destruida por los vándalos, los suevos, los alanos y los rebeldes bagaudas.
»Somos los administradores legítimos en ausencia del emperador. Sois vosotros los que os situáis al margen de la legalidad al negaros a aceptar la autoridad de Leovigildo.
Nepociano, pese a sus canas, no debe de conocer la utilidad de hablar con sosiego. Por la forma en que suena su voz —ahogada, como si la furia se le atascase en el gaznate—, llega a temer Basilisco que le dé un ataque.
—¿Legalidad? ¿De qué legalidad me hablas? Nuestro senado ha defendido al imperio. Vosotros en cambio habéis violado los pactos que hicieron posible que entraseis en estas tierras. Si de verdad fueseis representantes del imperio, habríais entregado las regiones que controláis a las tropas y a los funcionarios del emperador de Oriente.
—Nuestro pueblo cerró tratados con el emperador de Occidente. No estamos obligados en nada con el de Oriente. Entregarle Hispania sería de hecho traicionar nuestros compromisos.
—¡Qué cinismo! Una vez que ya no existe el Imperio de Occidente, el de Oriente es el legítimo heredero de lo que fueron sus tierras.
—Esa es vuestra opinión.
La discusión sigue. Pero Basilisco está perdiendo a gran velocidad el interés por la misma. Está derivando en duelo retórico, en pugna ideológica.
Tanta palabrería no es más que la enésima variante de la discusión centenaria sobre la legitimidad de los poderes que gobiernan Hispania desde la caída del imperio. Y aunque la cuestión resulta vital a la hora de respaldar ante las gentes las pretensiones de cada bando, lo cierto es que aquí no llevan a nada.
En estos momentos lo que de verdad importan son las exigencias de los godos, no el respaldo legal que quieran dar a su gobierno. Y esas exigencias no pueden ser más duras. Sentado en su silla portátil, mientras oye disputar a gritos, Basilisco se pregunta sobre el porqué.
Son ofensivas en la forma e inaceptables en el fondo. Pero, sabiendo cómo es Leovigildo, le cuesta creer que respondan a la arrogancia o a la codicia. Por algún motivo, quiere hacer imposible el arreglo pacífico. Pero ¿por qué? ¿Qué motivos podría tener el gran rey para buscar el conflicto armado?
* * *
Son interrogantes que le rondarán el resto del día. Tanto que va a compartirlos con la aparición de Belisario, a últimas horas de la tarde. Será ya en su alojamiento en la villa del senador Nepociano, a pocas millas de la pradera del parlamento. Cuando, a solas en su cuarto, con una infusión de tomillo al alcance de la mano, se deslice a la duermevela para materializarse en su ciudad onírica de Porta Aquilarum.
Belisario, antiguo vencedor de ostrogodos y vándalos, le escucha atento y sin interrumpir ni en una sola ocasión. Luego se acerca a la balaustrada según su costumbre. Se apoya en el pasamanos y pone los ojos en esas montañas como islas en océano de nubes. Con sus vestiduras albas aleteando lentas a cada soplo de viento, apunta:
—Soberbia. Las casas nobles godas tienen en común la soberbia. Es algo que les ha traído muchos problemas. En parte fue la causa de la ruina de su reino en Italia.
Basilisco se acerca a su lado y pone también las manos sobre la balaustrada, antes de responder con la mirada perdida en el mar de nubes refulgentes.
—¿Eso crees? ¿Crees que eso ha llevado a Leovigildo a plantear esas exigencias?
—¿Qué si no? Son imposibles de asumir. Y son un grave error.
—¿Qué error?
—Las intrigas son lo tuyo, Basilisco, no lo mío. Tú mismo me has contado que hay disparidad de metas e incluso enemistades personales entre los senadores de la provincia. A eso añado yo que los ricos prefieren negociar siempre, si se les da una oportunidad. Pero si no es posible, si alguien pretende despojarles de lo suyo, luchan como fieras acorraladas. Si Leovigildo les exige tanto y de tan malas maneras, combatirán.
»Demandas tan disparatadas solo pueden beneficiar a Abundancio. Cerrará las brechas entre los senadores. Están todos amenazados por igual y harán piña en torno al senador. Pondrán a su disposición a sus comitivas, a sus colonos en armas, a sus recursos para defender a la provincia.
Basilisco sonríe. Tales argumentos se los ha expuesto él a sí mismo esta tarde, al reflexionar sobre la cuestión. Ahora los oye repetidos en boca de Belisario. Una nueva demostración de que este espectro, como todos los que habitan esta ciudad de ensueño, no es más que un fantasma de su propia mente.
—Tienes razón. Pero resulta tan obvio que me pregunto si no será lo que está buscando Leovigildo.
Su antiguo general se gira para poner en él esos ojos luminosos suyos.
—Explícate.
—Ay, Belisario. Fuiste un gran general, pero siempre se te escaparon las sutilezas de la política. Por eso acabaste como acabaste. Si no hubieras descuidado detalles que a ti te parecían sin importancia, tu destino final hubiera sido muy distinto. Pero, por no hacer caso a los que te querían bien, ganaste todas las guerras contra los enemigos exteriores y en cambio perdiste la batalla palaciega, que era la decisiva.
—Al grano.
La respuesta de Belisario es tan seca que a Basilisco le cuesta no sonreír. Es obvio que al antiguo general, sea fantasía o espectro real, no le hace ninguna gracia que le recuerden sus viejos fracasos ni lo mal que acabó con el emperador Justiniano.
—Belisario, estás equivocado. Leovigildo sabe tragarse el orgullo. Por eso es más grande que todos sus predecesores. Sabe ser frío a la hora de hacer planes. Podría haber hecho una oferta de paz mucho más generosa… pero ¿para qué?
—Para evitar una guerra costosa. Hubiera podido causar división entre los partidarios de la paz y de la guerra.
—¡Bah! Los senadores esos no son de fiar. Son reliquias de los viejos tiempos del imperio. Caciques. Terratenientes, amos de predios que se creen reyes de lo suyo, y que están acostumbrados a imponer su ley y a no dar cuentas de nada a nadie.
»Seguro que calcula que es mejor librarse de ellos. Ya tiene la experiencia de la Bética. Ahí los
optimates
hispanos son dueños de extensiones enormes de cultivo, tienen ejércitos privados fuertes y nunca sabe uno de qué lado se van a poner.
»Si yo estuviese en su pellejo, también preferiría no adquirir ciertas deudas al anexionar la región.
—¿A cambio de una guerra de resultado incierto?
—Sin riesgo no hay ganancia. Ha puesto esas condiciones porque sabe que no las van a aceptar. ¿Qué otra conclusión cabe? Leovigildo no es ningún bárbaro. Sabe que tiene que dotar todas sus acciones de legalidad. No puede lanzarse por las buenas a una guerra de exterminio. Necesita un
casus belli
y se lo está fabricando.
»Tanto los Campos Palentinos como grandes áreas de la provincia de Cantabria son excelentes para la agricultura. Los primeros están casi desiertos por décadas de conflictos fronterizos. Pero la segunda, no. Si empuja al senado a la guerra y vence, podrá despojarles de sus predios para repartirlos entre sus nobles.
—¿Y eso no es codicia?
—Es política. Si sabe cómo repartir, apaciguará a los más ambiciosos y a los más descontentos. Comprará apoyos y paz. Es difícil que los beneficiados se presten a conspiraciones, ya que tendrían mucho que perder en caso de fracaso.
Belisario contempla durante unos momentos el azul de ese cielo sobrenatural.
—Tiene sentido.
—Tranquilo, que pienso devolverle la jugada. Si le derrotamos, podremos invadir los Campos Góticos.
—¿Piensas despojar a los terratenientes godos?
—En absoluto, a no ser que se resistan de forma enconada. A los que acepten negociar les respetaremos lo suyo. Es más: les incorporaremos a nuestro ejército con la promesa de ganar más tierras en el sur.
—¿Estás hablando en serio?
—El reino godo es inestable. Se sustenta sobre cañas. Solo un hombre tan astuto e implacable como Leovigildo es capaz de mantenerse en el trono. La historia del reino es una suma de asesinatos, guerras civiles y usurpaciones. También de traiciones. Muchos nobles godos nos ayudarán de buena gana si con eso creen que aumentarán su poder y sus riquezas.
Belisario, con los ojos puestos en el infinito, sonríe despacio.
—Sumar las fuerzas del enemigo a las propias. Estupenda maniobra…, si sale bien, claro.
Basilisco expone esas ideas a Abundancio pocos días después, aunque con un enfoque bien distinto. Es lo prudente, ya que ha encontrado al senador eufórico ante las consecuencias de las peticiones de Leovigildo.
—Esos fanfarrones creían que nos iban a amedrentar. Se van a llevar una sorpresa. El senado es ahora mismo una piña.
—Abundancio cierra el puño al tiempo que ríe a carcajadas—. Están todos a favor de la guerra. Han conseguido que estemos más unidos de lo que nadie podía soñar hace solo una semana.
Vuelve a reír.
—Te confieso que me han hecho un favor inestimable. Basilisco agita la cabeza encapuchada. Pero no es un gesto que indique asentimiento.
—Conviene ser prudentes. Supongamos que Leovigildo hubiese planteado esas exigencias para provocar justo el rechazo del senado. Cuidado, no sea una trampa.
El ciego camina del brazo de su
domesticus
. Nota la presencia al otro lado de Abundancio. Oye a sus espaldas a la comitiva que les sigue. Algunos
fideles
del senador y sus propios isauros, a algunos pasos por detrás para permitirles discutir con reserva.
Fue Basilisco quien pidió al senador un paseo por las sendas de la ribera. El segundo se lo ha tomado como uno de esos caprichos de un hombre que, aunque sabio, acumula manías explicables por su avanzada edad.
Mejor así. El ciego no piensa aclararle que no se fía de poder mantener un diálogo confidencial en su
officium
. No olvida que el senador está más que orgulloso del mismo. Sería poco delicado plantearle que no desea discutir ciertos asuntos ante sus escribientes. Pero nadie mejor que Basilisco para saber lo fácil que es sobornar o coaccionar a ese tipo de empleados.
Se sonríe para sus adentros al recordar las veces que él mismo lo ha hecho. El
magister militum spaniae
nunca ha llegado a sospechar que mucho de lo que Basilisco sabe sobre sus asuntos —cosa que tanto le inquieta y asombra— procede de su propio
officium
. Que el maestro de espías de su provincia tiene a sueldo a algunos de sus colaboradores más cercanos.
—¿Una trampa? ¿Lo crees posible?
—Es una posibilidad a tener en cuenta. Tal vez Leovigildo quiere empujaros a acciones irreflexivas que redunden en su propio beneficio.
—Como por ejemplo…
—Que a alguno de vuestros senadores se le ocurra atacar los predios godos del otro lado de la frontera, por ejemplo. O alguna población, tanto da. Una acción así llevaría a los magnates visigodos locales a poner a sus fuerzas a disposición de Leovigildo.
Caminan unos pasos. Imagina el ciego que el senador está reflexionando sobre sus palabras. Apostilla:
—Es solo un ejemplo. Una posibilidad entre varias. No debemos actuar de forma atolondrada. Leovigildo nunca hace nada sin motivo.