Última Roma (66 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Columbano carraspea.

—Hermano. Debieras negociar.

—El momento de las negociaciones pasó. No tengo nada que ofrecer a los visigodos.

—Entonces huye.

—¿Adónde? ¿No sabes que están conquistando una por una todas las villas? No estaré más seguro en la mía que aquí.

—Vete lejos. Al norte o al Saltus Vasconum.

—¿Para acabar viviendo de la caridad? No parece una salida apetecible. Aparte de que también es tarde ya para eso. Los visigodos están cerrando el cerco. Ni borrachos dejarían escapar una presa como yo.

—Ríndete. Leovigildo te respetará la vida si entregas la ciudad.

—No, gracias. No tengo intención de pasar el resto de mis días en una mazmorra.

En el silencio que sigue a esa afirmación, se da cuenta el senador de que todavía tiene el zurrón en la mano. Lo arroja a un lado como si fuese un saco sin valor.

—En fin, Columbano. Esto se acaba. Ahora sí. La ciudad perecerá por la espada, tal como profetizó Emiliano. Te doy mi último consejo de hermano.

»Reúne a tus clérigos. Encerraos con vuestras familias en la basílica. Ahí estaréis a salvo. Leovigildo la respetará. Le conviene estar a buenas con los católicos, aunque solo sea por la cantidad de ellos que hay en su ejército.

»En cuanto a mí, estaré en las murallas. No me cogerán vivo, eso te lo juro. Mis
fideles
y yo pelearemos hasta el final, calle por calle si hace falta. Moriremos como los hombres, con la espada en la mano. Además, Leovigildo ha jurado no dejar piedra sobre piedra en este lugar y no es hombre que hable en vano.

»Pero tú puedes enviarle mensajeros. No dañará la basílica ni a los que estén dentro. Me ocuparé de que esos mensajeros pasen sin ser molestados.

Esa oferta sí hace que el presbítero pierda su frialdad. Enrojece, cambia su actitud al punto de que hace a su vez vacilar por un instante a Abundancio.

—Gracias, gracias…

Como parece hacer intención de abrazar al senador, se lo impide este al tender las dos manos abiertas. El religioso se las estrecha. Y el amo de la ciudad no le da oportunidad de añadir nada.

—Vete, Columbano. Rápido. Los godos están muy cerca. No nos veremos más, pero no deseo despedidas. Haz lo que te he dicho. Y reza por todos nosotros.

* * *

Ahí, en la puerta Decumana, le encuentra Durato al rato. Abundancio está sentado en una piedra con el zurrón a los pies y las manos sobre el regazo. Sus escoltas aguardan a alguna distancia, hablando bajo para no molestarle. Las puertas siguen abiertas, pero no hay ya movimiento humano. Los que querían entrar ya lo han hecho. Y se ha corrido por la ciudad la voz de que Abundancio está en la puerta Decumana para hacer matar a los que traten de salir. Pero a él ya le tiene sin cuidado los bulos sobre su persona.

Durato, que viene con algunos jinetes del sur, desmonta para aproximarse sin ceremonia. Trae esa expresión malhumorada de los que tienen muchas preocupaciones y poco descanso. Sin decir esta boca es mía, le muestra al senador un zurrón similar al que tiene a los pies.

También su contenido es semejante. Abundancio contempla en silencio la cabeza cortada de Bartolomei bar Gilad. A punto ha estado de escapársele, porque se marchó de la ciudad de improviso y tardaron en avisarle de que había cruzado las puertas con sus carros. Se pregunta si Flavio Basilisco aprobaría tal medida. Da igual. El romano está lejos y el mercader ya no era útil. Ya no había necesidad de usarle para suministrar informaciones falsas a los godos. Y existía el riesgo de que pudiese entregarles información sensible sobre las defensas de la ciudad.

Durato gruñe, al tiempo que cierra el zurrón.

—Abundancio. Es mejor que entres.

—Enseguida.

—Mejor ahora. Las avanzadillas visigodas venían pisándonos los talones. Tenemos que cerrar las puertas.

El senador asiente, antes de incorporarse con pesadez. Aparta de una patada el zurrón caído en el suelo y se alisa las vestimentas.

—Durato. Asegúrate de que mi casa y mi familia estén bien protegidos. Cuando lo hayas hecho…, tengo un encargo para ti.

—Tú dirás.

—Le he dicho a mi hermano Columbano que se encierre con todos los suyos y sus familias en la basílica.

—Buen lugar.

—Seguro. —Echa una ojeada al resplandor del sol tras las nubes—. Dale algún tiempo para asegurarnos de que están todos dentro. Luego escoge a hombres leales a toda prueba. Que sean bastantes.

—¿Y qué hago con ellos?

—Os vais a la basílica y matáis a los que encontréis dentro. A todos. Que no se os escape ni uno.

Un silencio prolongado. Durato carraspea.

—No sé si te he entendido. ¿A tu hermano también?

—Sobre todo a mi hermano.

Campamento visigodo,
en el asedio de Saldania

Arde con furia la hoguera de los godos, bien nutrida con troncos resinosos. Arroja resplandores rojos, vaharadas de calor, nubes de chispas que vuelan a capricho del viento.

El
semissalis
Gregorio le ha puesto ese nombre, «la hoguera de los godos», no solo porque es enorme —mucho más grande que el resto de las fogatas del campo sitiador— sino porque está aparte de todas. A su luz deliberan los jefes godos. Arde próxima a la tienda del noble Sisberto, que es quien manda en estas fuerzas. Cerca también de unos toldos sobre postes, bajo los cuales se exponen los despojos obtenidos durante esta campaña victoriosa hacia el norte. Espadas, cascos, corazas, estandartes y lo que a ellos de verdad les importa, el
draco
de bronce de los
victores flavii
.

Ocultos tras un afloramiento de rocas pueden verlo ahí, en la confusión de armas apiladas, reluciendo a las llamas. No ocupa un lugar destacado. Parece que los vencedores de aquella batalla librada en la frontera con los Campos Palentinos no le han dado especial relevancia. O tal vez es esa su forma de disponer el botín de guerra, todo revuelto y en confusión.

Seguro que se trata de lo segundo. Es imposible que los godos no den importancia a un trofeo como un
draco
romano. Todo esto de la gran hoguera y de los despojos apilados y expuestos a las miradas en una tienda abierta suena a costumbres ancestrales. Tal vez Leovigildo se arrope en los atributos imperiales y legisle a la romana, pero muchos de sus súbditos siguen aferrados a los modos antiguos. Y eso vale para más de un miembro destacado de la gran nobleza. O mejor dicho, vale sobre todo para ellos.

Desde su escondite pueden ver a los jefes godos sentados a una mesa larga, al otro lado de la hoguera. Están bebiendo. Se rellenan las copas ellos mismos de los odres, como los bárbaros y los pobres, o los cristianos antiguos en el ágape. Pero esta noche no celebran ningún banquete y sí un consejo de guerra.

Eso es lo que va a permitir a Gregorio y Cloutos llegar hasta el
draco
. Debido a la presencia de esos jefes de guerra, los centinelas se han distribuido de otra manera. Están más atentos a la seguridad de sus caudillos que a la vigilancia de la carpa abierta del botín. Y eso les va a dar una opción. Anoche ya lo intentaron y tuvieron que retirarse porque era imposible acceder.

Esta noche podría ser diferente.

Llevan siguiendo a esa cabeza de dragón y por tanto a este ejército desde el día de la batalla. Tuvieron la suerte —o la desdicha— de ser enviados en patrulla para hostigar con sus flechas a los leudes que atacaban a los britones en su cerro. Luego estuvieron cabalgando por el flanco para hacer temer al ejército godo que hubiese una fuerza montada en esa zona. Esa fue la razón de que no participasen en la carga que tan catastrófica resultó para los
victores flavii
.

Son de los contados supervivientes. Ni siquiera pudieron tratar de unirse a sus compañeros. De lejos vieron a los
victores flavii
rodeados por una multitud de enemigos. Fueron testigos de la llegada de la infantería y de cómo hombres ágiles se colaban por entre las patas —arriesgándose a ser arrollados o coceados— para desventrar con sus cuchillos a los caballos partos y rematar luego en el suelo a sus jinetes acorazados.

En aquella hora terrible, más de un impetuoso pretendió meterse de lleno en la batalla para por lo menos morir junto a los suyos. El
semissalis
Gregorio se lo impidió con imprecaciones y algún que otro golpe de arco. Solo más tarde entendió Cloutos que el veterano se había reservado para la misión de poner a salvo un
draco
que, de forma inevitable, iba a caer en poder de los enemigos triunfantes.

Para el joven
sappo
es un honor que, de entre todos, Gregorio le haya escogido a él para acompañarle en su intento de recuperar la imagen tutelar del bandon. Lo ve como un premio y no como una carga, pese a que si los sorprenden lo único que podrán hacer es intentar morir matando. Más les vale no caer vivos en manos de los godos si les pillan tratando de robar sus trofeos de guerra.

Llevan los sagos de lana oscura, con las capuchas echadas. Han esquivado a los guardias exteriores y ahora comienzan a deslizarse como serpientes hacia la carpa abierta. Cloutos sigue a Gregorio, que es solo una mancha delante de él. Y Gregorio se arrastra muy despacio.

Llegan al entoldado. Cloutos se detiene junto a los postes en tanto que Gregorio prosigue. Los botines se acumulan encima de mesas de tableros sobre caballetes. Desde su posición, el joven puede ver cómo reluce el bronce del
draco
a capricho del fuego. Rola el viento. Lanza un estallido de chispas en su dirección. Gregorio, que se había puesto en pie para aproximarse agazapado a la cabeza de dragón, se queda inmóvil como una estatua.

Divide Cloutos sus miradas entre el avance de su compañero y los guardias que hay entre la mesa de los jefes y esta tienda. Una parte de su atención no puede evitar desviarse al consejo de guerra. Ese hombre alto, el de la capa de pieles y los cabellos sueltos, el que tiene una copa de bronce con pedrería engastada, debe de ser el noble Sisberto. Y la mujer con toca que se sienta ahí algo aparte, observando en silencio, debe de ser esa que dicen que es bruja, la que aportó oro y tropas que han sido decisivas para la invasión.

¿Y ese otro que está también de pie? Parece estar dirigiéndose al conjunto de los reunidos. No es godo, eso seguro. Es un hombre muy grande y de barbas enormes que ni por tipo físico ni por atuendo pasaría por godo. ¿Será algún aliado local? ¿Un jefe de mercenarios?

Es lógico que el chico no sepa quién es ese gigante, porque se unió al bandon luego de la defensa de Saldania. Pero Gregorio lo reconoce al primer vistazo. Ursicino, el
senior loci
de Saldania. ¿Qué hace aquí, en campo enemigo?

Pero no es momento de especular, de distracciones o ni siquiera de demorarse. Ahora todos están pendientes de las palabras de Ursicino. Hasta los guardias están vueltos hacia él, tal vez porque se percatan de que se discute algo importante. Hay que aprovechar la oportunidad.

Se acerca a la mesa en la penumbra de las llamas. Toma entre sus manos al
draco
. Lo hace muy despacio y con suma delicadeza. Con este desorden de armas apiladas es fácil que algo ruede o entrechoque. Y un retintín metálico alertaría a los guardias.

Lo extrae con gran lentitud. Pierde un instante en ocultarlo bajo el sago, pero es necesario evitar que un reflejo les delate.

Luego se retira en silencio hacia la oscuridad.

* * *

Gregorio encuentra al
magister
Basilisco muy desmejorado. Más flaco, demacrado, de movimientos más torpes, como si de repente sus muchos años hubiesen doblado el peso sobre sus hombros.

Tal vez la impresión se deba en parte a la imaginación. Estaba el
semissalis
acostumbrado a verle ataviado de ropas fastuosas, limpio y con las barbas bien peinadas, controlando siempre la situación. Ahora lo ve a la luz de teas, a las puertas de una vivienda humilde, a la que por algún motivo se ha trasladado desde la fortaleza.

El
magister
ha salido a atenderlos en túnica y con una manta sobre los hombros, ayudado por sus isauros. Aunque eso sí, no ha olvidado ponerse la famosa venda de los ojos bordados. Parece que la visita le ha pillado durmiendo.

Experimenta sin embargo una transformación casi milagrosa cuando el veterano le explica el motivo de su visita. En cuanto oye hablar del
draco
es como si reviviese. Y cuando pone sus manos sobre la cabeza de dragón, uno podría creer que en realidad las había sumergido hasta las muñecas en la mítica fuente de la Vida.

Da vueltas entre sus dedos a la imagen, rebosante de una emoción que los soldados no alcanzan a entender. El bronce bruñido reluce al llamear de las teas de los isauros.

—Bendito sea el Señor. El
draco
. El
draco
de los
victores flavii
. —Acaricia esa frente pulida, pasa las yemas por las fauces—. ¿Y lo habéis rescatado del campamento godo?

—Hace solo un rato. Mis hombres y yo hemos estado siguiendo el carro del botín. Pero hasta hoy no se nos ha presentado una oportunidad de recuperarlo.

Basilisco pasa la palma por el morro de esa bestia mitológica de metal.

—Bien hecho,
eques
, bien hecho. Cuando volvamos a Spania, me ocuparé de que se te reconozca esta hazaña y de que seas recompensado por ella.

—Gracias,
illustris
. Pero el mérito no es solo mío. También lo es de mis hombres.

—Ah, sí. ¿Cuántos sois,
eques
?

Gregorio reprime el amago de girarse para mirar atrás. Los de su patrulla aguardan a unos pasos, en la penumbra de la luz de las teas.

—Con el debido respeto,
illustris
. No soy
eques
sino
semissalis
.

—Ay, sí. Perdona a este viejo. La emoción del momento…

—Somos seis.

—¿Y cómo lograsteis sobrevivir al desastre?

—El
comes
Mayorio nos envió a una misión de escaramuza por el flanco. No estuvimos en la carga,
illustris
. Eso nos salvó.

Basilisco suspira con el
draco
entre las manos.

—El azar. El azar que ese señor de todas las cosas… en fin, te reitero que ha sido una gran hazaña.

—Es el
draco
de nuestro bandon,
illustris
.

—Soy consciente,
semissalis
. Aunque tendríamos que decir que lo era, en pasado. Ya lo fue antes de otras unidades. Este draco es muy antiguo, mucho. No sé si sabes que este fue en su día el
draco
de los
equites armigeri
.

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