Es una visión tan vívida que Basilisco oye la respiración de gigante, escucha sus pasos. Siente también la caricia del viento, que hace aletear sus vestiduras blancas. Incluso huele a resina, a pino, a brea.
Tales olores dan más fuerza aún si cabe a la idea de que todo esto es un espejismo. No puede ser que esos aromas floten aquí arriba, en este espacio abierto a los vientos. Está recordando. Esos olores fueron los que le asaltaron cuando sus isauros le introdujeron en la fortaleza.
Así huele ahí dentro; a serrín, a resina, a aceite, a pez sacada sabe Dios de dónde. Los senadores fugitivos se han hecho con el control de la fortaleza en ausencia de burgarios que la custodien. Esos olores se deben a que están reforzando a toda prisa las defensas y a que están acumulando material inflamable para arrojar a los enemigos, en caso de que las murallas cedan.
No. Ursicino ya no es señor ni de sus muros, ni de las calles, ni siquiera de su castillo. Solo lo es de la parte alta de este último. Ahí está su familia al completo, custodiada por los pocos leales que le han quedado. A eso y a la azotea se puede decir que se reducen en estos momentos sus dominios.
En el resto de pisos se albergan ahora senadores escapados, los hombres de estos, algunos restos de las bandas tribales que estaban con el ejército provincial, unos pocos supervivientes de los
victores flavii
… Todos juntos son muchos, abarrotan el edificio. Entre su multitud, los golpazos de las obras y los olores a materiales, se está más que incómodo ahí dentro. Tendrá que pedir a sus isauros que lo trasladen a otro lugar donde puede descansar más tranquilo.
Otra vez al hilo del pensamiento, su espectro —sea espíritu o fantasía— cambia con brusquedad de lugar. Se esfuman la azotea almenada, el viento en altura, ese gigante que pasea como una fiera enjaulada. Se encuentra como por arte de magia en una de las zonas descampadas de intramuros.
A pocos pasos hay una fogata. Y a la luz de las llamas un hombre de manto azul y aspecto sereno está encerando con mimo la madera de una gran arpa. Maelogan.
Maelogan está también en esta población sobre la que comienza a cerrarse el cerco como unas fauces de hierro. La comitiva de Basilisco se encontró con el bardo y sus sirvientes a pocas millas de Saldania. O más bien confluyeron mientras ambos se dirigían en busca del amparo de estas murallas.
De labios del bardo, tuvo Basilisco la confirmación definitiva de que los
victores flavii
habían sido destruidos. No solo estuvo en la batalla, sino que aquel día se encontraba en lo alto de una muela desde la que se dominaba todo el campo de batalla. Gracias a esa posición privilegiada, pudo ver mucho más que la mayoría.
No supo decir si hubo traición. Pero sí dar fe de que los clibanarios se vieron cargando en solitario, demasiado cerca del enemigo como para detenerse o enmendar la maniobra.
En esas horas de camino, le contó con detalle cómo fueron envueltos por una masa tal de enemigos que nada pudo el empuje de sus caballos partos. Tampoco su instrucción marcial o el arrojo. Fueron aplastados por la caballería visigoda mientras el frente de escudos de la infantería se deshacía. Contaba Maelogan que ese muro se derrumbó como un granero mal construido al que sierran un puntal. Buena metáfora, había pensado el ciego.
Pero la gran sorpresa se la dio al revelarle que Mayorio seguía con vida. Según los contados supervivientes, el
comes
había luchado con denuedo. Si no pereció en esa jornada aciaga no fue porque abandonase a sus hombres, sino gracias a un suceso extraordinario que el bardo presenció con sus propios ojos.
Cuando ya era manifiesto que los clibanarios estaban atrapados, cuando ya habían caído tantos que hasta su formación defensiva se había roto y cada cual luchaba por su lado, librado a su propio valor, Claudia Hafhwyfar abandonó a los britones para entrar en liza. Maelogan juraba que se metió en la lucha, sola y a galope tendido, para estar al lado de su amante.
Eso es lo que pudo ver desde lo alto de aquella muela que dominaba los llanos circundantes. Lo que siguió a la galopada lo supo después por algún que otro romano superviviente a los que se fue encontrando por los caminos. Pero, como es narrador de casta, siguió contándolo todo como si hubiese ocurrido a la distancia de su brazo.
A veces el Señor se apiada de los inocentes y de los buenos. Hafhwyfar se abrió paso a rienda suelta por entre los combatientes. Arrolló a más de uno con su
meir embryse
. Logró llegar hasta el
comes
, que para entonces seguía vivo y a caballo, pero inconsciente dentro de su armadura. Desmayado por los golpes de varas de lanza y mazas, pero asentado en su silla de montar de cuatro pomos.
Algunos de sus
comites
trataban de protegerle a la desesperada. Los jinetes enemigos acudían como buitres, en desorden y estorbándose, tratando cada uno de ganarse el honor de ser él quien cortase la cabeza al jefe romano.
En esa batahola, Hafhwyfar entró como una tromba marina. Con sus dardos derribó a varios enemigos de las sillas. Pero sobre todo tiró contra las monturas, sin importarle que a muchos les parezca eso una táctica indigna. Algún caballo se desplomó arrastrando a su jinete. Pero los más se encabritaron con el dolor de las heridas. En medio del caos de caballerías desbocadas, entre las coces, las caídas y los hombres que salían volando, tomó las riendas del caballo de Mayorio y escapó azuzando a su montura. Y de paso toda esa confusión permitió que unos pocos clibanarios hicieran lo propio.
Contempla el fantasma al bardo que a su vez, con la gran arpa entre las manos, contempla el fuego. No puede evitar preguntarse Basilisco sobre este hombre de manto azul y barba entrecana. Intuye que le guía un designio extraño y eso le causa un respeto casi supersticioso.
El propio Maelogan le confesó que se había despegado de la columna britona para seguir los pasos de esa pareja. Saber de su destino. Solo por conocer el final de la historia se quedó en esta región ahora hostil. ¿Por qué? No lo sabe el ciego y puede que tampoco él mismo.
Maelogan acudió aquella noche al campo de batalla. A la luz de las estrellas, estuvo buscando a esos dos entre los muertos para darles sepultura juntos. No pudo encontrarlos. Solo cerca del alba, gracias a un superviviente que también regresó, supo lo que luego pudo contar a su vez a Basilisco.
Así fue como se puso en camino. No vaciló en dirigirse a Saldania cuando alguien le contó que hacia allí iban en busca de refugio. De esa forma se encontró con Basilisco, aunque una vez dentro se volvieron a separar. En cuanto vio el hacinamiento y el trajín dentro de la fortaleza, el bardo optó por acampar fuera. Algo que Basilisco se promete imitar.
Cambia otra vez la escena. Ya no está al raso sino en el interior de un cubículo modesto de paredes desconchadas. La fogata ha sido sustituida por la llama de una lucerna de barro. Al resplandor, una Claudia Hafhwyfar demacrada, vestida solo con una túnica corta, está haciendo una cura a Mayorio. Un Mayorio que yace en un camastro, desnudo y bañado en sudores de fiebre.
Observa el fantasma de vestiduras blancas el cuerpo sembrado de moretones y cortes. Tiene el
comes
la cara izquierda entre oscura y amarillenta por los golpes de maza recibidos. Y está herido de arma de hoja en el vientre. Observa el visitante invisible cómo ella limpia con sumo cuidado los bordes de la herida, con un paño mojado en algún tipo de cocción.
Basilisco ha visto a lo largo de su vida muchas y muy diversas heridas, entre ellas no pocos lanzazos en el vientre. Que sane o no depende de si la hoja ha tocado a órganos o si se ha limitado a desgarrar la pared abdominal.
Pasea la mirada por la penumbra de esa estancia pequeña. Se fija en el titilar de la llama, en la dragona dorada del escudo redondo, en la aljaba de cuero con los dardos de plumas de dos tonos de azul. Ahí está la espada venerable de Mayorio, esa que fue en su día de los
herculani gallicani
. Entre lo estrecho del cuarto, el catre y los ajuares guerreros, esto está abarrotado. La pareja, lo mismo que hoy mismo el bardo, renunció a alojarse en la fortaleza. No quería ella que nada molestase el reposo del herido.
Con las manos en las mangas de sus vestimentas albas, observa Basilisco como, una vez acabada la cura, le cambia las vendas.
Pese a la herida del hombre y la pobreza del cuarto, esta escena que se le aparece está llena de paz. Es como si Hafhwyfar estuviese libre de la angustia de lo por venir. Algo se mueve en el interior de Basilisco mientras la contempla ahí así, con el pelo suelto, descalza y con la túnica remangada para poder curar sin impedimentos a su amante. Tiene razón Maelogan: hay algo misterioso en esta pareja. Quizá no por separado, pero cuando están juntos…
Si acaba el pensamiento no lo llegará a recordar. Se le difumina esa escena a la lucecita de una lámpara de barro. No lo hace para dar paso a una cuarta visión sino a la oscuridad. Basilisco ha descendido al sueño.
Columbano no ha querido acudir a su
officium
. ¿No es eso un reconocimiento implícito de culpa? ¿A qué tanto recelo si no? Aunque, bien mirado, no se le puede reprochar la prudencia. Magno Abundancio ha hecho ajusticiar a casi medio centenar de personas en los últimos días, en algunos casos sin demasiados motivos.
Resopla mientras pasea de un lado a otro, a pocos pasos de la puerta Decumana. Nunca tendrá la certeza de hasta qué punto estaba implicado su hermano en los sucesos de los últimos meses.
Tras un cruce de mensajes, ha conseguido que por lo menos acepte reunirse con el aquí. No deja de tener eso su toque de humor negro, ya que de la Decumana cuelgan cabezas humanas y miembros de ejecutados. Se ha convertido en un lugar inquietante. Y más hoy que está nublado y amenaza tormenta.
Sopla el viento. Flamean los estandartes sobre las murallas. Los restos humanos se balancean golpeteando contra las piedras. Flota sobre la entrada un tufo a cadaverina nada agradable.
El presbítero se retrasa y al senador no le gusta esperar, sobre todo si hay tanto que hacer. Y lo hay. El ejército visigodo no tardará en llegar. Hay que supervisar una defensa que será sin esperanza. Ya que no le queda otro remedio, vuelve a sus paseos bajo la mirada atenta de sus guardas.
Viste esta mañana ropajes dignos de un rey. Pone los ojos en el río. Los vuelve luego para observar los restos humanos sobre la puerta. Los baja para observar sin pestañear como un goteo de gentes va abandonado su ciudad, solas o en familias, con sus pertenencias a cuestas o a lomos de borricos.
Los guardias de la puerta no estorban a esos desertores. Es orden suya. El que quiera, que se vaya. ¿Qué más da? Menos bocas a alimentar en caso de asedio prolongado. Menos posibles traidores dentro si las cosas se ponen feas, que se pondrán. Y ya se ocuparán los visigodos de ellos. A casi todos estos, los jinetes godos que rondan por los caminos les…
Llega su hermano. Por fin. Cruza las puertas abiertas, rodeado por una nube de clérigos y bucelarios armados. Vaya con Columbano, qué cauto se ha vuelto. Por algo será. Y encima para nada. Si quisiera matarlo aquí y ahora, hombres le sobran para hacerlo.
Parece que las gentes de su hermano le son leales. Por lo que ve, pocos han desertado de su lado en estos momentos de tribulación. Ojalá pudiera él decir otro tanto.
Tal vez sea la firmeza de su fe lo que les mantiene aquí y no la devoción a Columbano. O pudiera ser que ninguno de esos tiene lugar a donde ir. ¿Quién sabe?
Toma el zurrón de manos de uno de sus hombres para salir con brusquedad a su encuentro, al tiempo que con un ademán indica a los suyos que no le sigan. Columbano y sus acompañantes se paran en seco. No pocos de estos parecen inquietos y algunos tienen la mano cerca de las armas. ¿No está más gordo Columbano? Seguro que lleva coraza debajo de ese manto pardo adornado con cruces y palomas blancas.
Una vestidura de rica tela, buen corte y bordados primorosos. Se ha vestido para la ocasión, lo mismo que él. A veces todavía se nota que son gemelos. Porque los del senador son unos suntuosos ropajes blancos, con una franja púrpura mucho más ancha de lo que nunca se había atrevido a usar hasta este día. Pero hoy ya le da igual lo que puedan pensar de él.
Su hermano ha ordenado a su vez a los suyos que se detengan y cubre los últimos pasos en solitario. Trae las manos abiertas y tendidas. Solo que el senador no tiene deseo alguno de estrechárselas. Agarra la boca del zurrón para tenerlas así ocupadas y lo abre de un tirón.
El presbítero se queda con los dedos en el aire. Titubea primero, echa luego una mirada aprensiva al interior del zurrón. Pero si Abundancio espera verle demudarse al descubrir ahí dentro esa cabeza humana, se lleva un chasco. Guarda una frialdad que no esperaba.
—¿La reconoces? ¿O necesitas que la saque para que puedas examinarla mejor?
—No hace falta. Es Graciano.
—Uno de tus clérigos, ¿no? Mis hombres se lo encontraron a unas cuantas millas al sur de aquí.
—Eso no me extraña. Me abandonó pese a sus juramentos. Así que en lo que a mí respecta, bien muerto está.
—Ya.
Era de esperar que su hermano tuviese excusas preparadas. Siempre fue así. No solo niega cualquier relación con el muerto y sus actos, sino que ahora toma la iniciativa.
—¿Qué hacía tan al sur? ¿Quería unirse a los visigodos?
—Más que eso. Mis hombres le interrogaron antes de matarlo. Llevaba información detallada sobre las murallas y la guarnición. Su intención era entregársela a los godos.
—Un traidor por partida doble.
—Seguro.
Columbano es hoy un muro de hielo. Seguro que ha venido preparado para cualquier contingencia. ¿Qué más da? Este Graciano dio el nombre de quien lo enviaba. No importa que no logre sacarle nada. Lo que importa es que su propio hermano ha vuelto a ponerse una vez más en su contra. Resopla.
—Los visigodos están ya casi en puertas.
Columbano se limita a asentir al tiempo que mete las manos en las mangas. Se pregunta de nuevo Abundancio por qué no se habrá marchado. ¿Habrá pactado inmunidad para él y los suyos a cambio de colaboración? ¿O será que no desea abandonar a su suerte a la basílica con todas las reliquias que se guardan en su interior? Reliquias que, por cierto, consiguió el propio Abundancio con gran gasto y esfuerzo.