Puede casi oler Basilisco la perplejidad del veterano. Los
equites armigeri
fueron una de las unidades palatinas del antiguo Imperio de Occidente. Una de las fuerzas que acompañaban al emperador a las batallas. Como tantas otras, su historial glorioso no la salvó de acabar disuelta por falta de recursos económicos. Pero algunos descendientes de oficiales de esa unidad conservaron el
draco
. Y a su debido tiempo esa cabeza de metal volvió a la batalla, esta vez como enseña de los
victores flavii
.
Una ráfaga de viento agita las teas. Siente Basilisco oscilar su calor. Sabe cuál es el motivo del desconcierto del soldado. Sin duda se estará preguntado cómo es posible que alguien como él conozca la historia del
draco
, que era uno de los secretos del bandon. Durante unos instantes, llegó a pensar que este Gregorio conocía su pasado y que por eso había venido a traerle la imagen. Pero por su desconcierto es obvio que no.
—¿Por qué me habéis traído el
draco
a mí,
semissalis
?
—No te entiendo.
—¿Por qué no se lo has llevado al
comes
Mayorio? ¿O no sabes que sobrevivió y está en la ciudad?
—Nos enteramos al entrar. Nos lo dijeron los centinelas, pero nadie supo decirnos dónde encontrarle. Por eso hemos acudido a ti…
No se le escapa a Basilisco que Gregorio ha dejado la frase en el aire, sin acabar.
—¿Hay alguna razón más para tu visita?
—Sí,
illustris
. El
eques
Cloutos y yo nos colamos en el campamento visigodo para recuperar el
draco
. Aprovechamos que estaban celebrando un consejo de guerra. Y pude ver con claridad que ahí, en ese consejo, estaba Ursicino, el
senior loci
.
Basilisco mueve la mandíbula como si masticase la noticia.
—¿Ursicino? ¿Estás seguro de lo que dices? Mira que la distancia, la oscuridad, la luz de las hogueras…
—
Illustris
. Hace mucho que soy explorador del ejército. Los detalles son lo mío y te juro que ni te miento ni me equivoco.
Asiente ahora despacio Basilisco. Se gira luego con brusquedad hacia donde sabe que su
domesticus
—alto, tocado con gorro frigio de cuero— observa la escena con los pulgares metidos en el cinto de las armas.
—Vestidme. Magnesio: corre a buscar a los jefes de la defensa. Parece que…
Le interrumpe un toque largo de trompa. Si su oído no le engaña, eso ha sido en la muralla. Alza la mano para reclamar silencio absoluto. Entre el crepitar de las antorchas, el suspiro del viento y el sonido de respiraciones, llegan a sus oídos gritos y clangor de armas.
Esboza una de sus sonrisas duras, esta vez sazonada de resignación o puede que solo de fatiga.
—Ya es tarde, me temo. Pero no es culpa vuestra,
semissalis
. ¡Magnesio! Que me vistan. Recoged lo que nos podamos llevar. Han dejado entrar a los visigodos. Tenemos que salir de aquí a escape. Esto se ha convertido en una ratonera.
* * *
Las existencias humanas son hilos en un tapiz. Se entrecruzan, se separan, se anudan de nuevo algo después para formar escenas. Eso opina Maelogan y por eso, cuando se topa con la comitiva de Basilisco mientras huye del avance visigodo, no se sorprende gran cosa. Ya se encontraron de camino a Saldania. Ahora vuelven a hacerlo cuando tratan de escapar de ella.
Más le asombra que al ciego le acompañen soldados romanos. Pero no hay tiempo que perder. A sus espaldas crece el griterío y el fuego. La barriada aledaña a los muros está ya ardiendo.
Saldania no es ciudad populosa pero sí de murallas largas. Engloban varios descampados que, en caso de conflicto como este, sirven de apriscos para el ganado y de solar para los refugiados. En uno de esos terrenos había acampado el bardo con sus sirvientes y, cuando todo ocurrió, todavía velaba. Estaba ante una lumbre, preguntándose qué motivos le habían llevado a meterse en la boca del lobo. Pensaba también en esa pareja por la que volvió sobre sus pasos, al precio de acabar en esta que puede ser su tumba.
Reflexionaba así cuando la batahola de gritos y armas le devolvió a lo inmediato. Se incorporó a tiempo de ver cómo se alzaban las primeras llamas junto a la muralla.
Los godos habían entrado, aunque por el escándalo no les iba a ser fácil tomar la ciudad. Saldania estaba llena de desesperados, supervivientes de las derrotas en el sur. Hombres que lo habían perdido todo, que no tenían dónde ir y que preferirían morir matando esta noche a ser muertos de manera indigna a la vera de cualquier camino.
Mas no Maelogan. Por eso sus servidores y él se alejaban de los combates, con algunas pertenencias y el arpa, en la penumbra rojiza de los incendios. Tenían que llegar a la fortaleza, si todavía había tiempo. Entrar para morir dentro, eso Maelogan lo sabe. La torre resistirá un día o diez, pero acabará por caer y todos serán pasados a cuchillo. Pero mientras hay vida hay esperanza.
Trataba de llegar a las puertas abiertas cuando se encontró con los de Basilisco. El
magister
iba en su burro negro, con sago militar y rodeado de hombres armados, y no perdió el tiempo en cortesías.
—No vayas a la fortaleza. No vayas, caminante. Es un refugio ilusorio que no tardará en convertirse en trampa. Los que entren morirán sin esperanza.
—Me gustaría vivir,
illustris
. ¿Qué sugieres como alternativa?
—Veníos con nosotros. —Incluso en esta situación crítica, se permite una sonrisa dura—. Ya tenía prevista esta contingencia. Algunos de mis isauros han asegurado un portillo. Saldremos y nos daremos una oportunidad fuera.
—Los godos tienen patrullas por todos lados…
—Aquí la muerte es segura. Fuera, ya veremos. Los visigodos están más interesados en conquistar Saldania que en degollar fugitivos. Tenían que saber que la resistencia será enconada y tontos serían si hubiesen distraído tropas de este objetivo.
Alza la cabeza.
—¿No lo oyes? Están entrando en masa.
No distingue nada el bardo porque el escándalo es ensordecedor. Golpes, clangor, gritos, rugir de fuego, estruendo de derrumbes. A la luz de los incendios se ven figuras correr. Unos huyen y otros acuden a la batalla, por lo que el ruido de armas no hace más que crecer.
Los isauros guían. Maelogan y su gente se dejan conducir. Pasan en hilera, dejando a la derecha la fortaleza. Contra el resplandor del incendio, tienen buena visión de ese edificio de sillares de piedra y planta circular. Magnesio alcanza a ver hombres armados en la casi oscuridad de las almenas.
Fideles
de Ursicino, que es quien ha abierto la ciudad a los godos. ¿Por qué lo habrá hecho? ¿Por despecho? ¿O porque considera inevitable la caída y quiso asegurarse un sitio en los nuevos tiempos?
Romanos y britones llevan a sus caballerías de las riendas. Van despacio, porque estos solares están llenos de rocas y matojos. El bardo se para un instante a observar el puente de madera. Ese que lleva a una entrada no a ras de suelo, sino en la tercera planta, y que tan defendible hace a la fortaleza.
Gran número de guerreros defienden la boca del puente. Se tocan con cascos y gorros frigios. Sus escudos son oblongos, con los signos de varios senadores de la provincia. Una prueba más de que los refugiados se han hecho con el control de todo.
Sigue llegando un goteo humano que busca el amparo de la fortaleza. Heridos, combatientes dispersos, familias asustadas. No lejos ya, siluetas negras luchan recortadas contra el rojo de los fuegos. Pelean en desorden, entre torbellinos de chispas, hombre contra hombre, con toda clase de armas imaginables.
Arrecia el viento y lleva hasta ellos la barahúnda. Aviva los incendios y les arroja a veces nubes de chispas. Magnesio le dice algo en griego a Basilisco y este manda parar. Maelogan se gira, buscando el por qué de ese alto cuando urge salir y la muralla está ya cerca.
Y entonces los ve.
A la luz agitada de los incendios, Hafhwyfar y Mayorio están cruzando el puente de la fortaleza. Son ellos, imposible confundirse. Ella envuelta en su manto de rombos de colores y con los cabellos rubios sueltos. Él con su sago oscuro, también a cabeza descubierta.
Progresan muy despacio por causa de Mayorio, que camina con dificultad. Se apoya en el hombro de ella y empuña esa espada antigua suya. Hafhwyfar carga casi con él. Le sujeta con el brazo derecho y con el izquierdo alza su escudo de dragona dorada como protección contra posibles flechazos.
Porque los visigodos ya están aquí. Han desbordado a la lucha que se libra en las calles en llamas y están surgiendo de la penumbra roja, con sus cascos cónicos y sus escudos triangulares. Convergen con gritos guturales de guerra hacia la rampa del puente.
Y esos dos están tardando una eternidad en cruzar. Van paso a paso, muy despacio. Más de un fugitivo les rebasa a la carrera para zambullirse a través de las puertas abiertas.
Los visigodos atacan en desorden la boca del puente. Los que la guardan les cierran el paso apiñados tras sus escudos ovalados y agitando lanzas. Llegan más y más atacantes. Combaten escudo contra escudo. Crujen los cueros, se cruzan y chocan las varas, los hombres se gritan con los rostros a un palmo, apretujados como están.
Mayorio parece querer volver sobre sus pasos. Ella le retiene, le obliga a seguir.
El tumulto en la boca crece. Los defensores forman un tapón de hombres y escudos. Los de atrás arriman el hombro para ayudar a los de delante a aguantar. Los visigodos presionan por el mismo método y son cada vez más. Cambian lanzazos por encima y puñaladas por los resquicios, y los que caen son pisoteados.
Maelogan alza los ojos. Los
fideles
de Ursicino, asomados a las almenas, contemplan el asalto como si no fuera con ellos. Ni intención de arrojar proyectiles contra los godos que siguen llegando.
También salen de dentro a reforzar a los suyos. Los escudos chocan y hay una agitación incesante de lanzas en alto. Se oye el paloteo de astas, los chirridos y clangores de las hojas al cruzarse. La pareja cruza por fin el portal. A tiempo, porque la presión de los godos ha empujado ya a los defensores más allá de la mitad del puente.
—
Patronus
. No cierran las puertas —avisa Magnesio.
Ellos están parados entre las sombras, en diagonal respecto al arco de entrada. Las puertas de madera con refuerzos de hierro continúan, sí, de par en par. Y los invasores siguen obligando a los de la defensa cada vez más atrás. El clamor de voces, hierros y varas llega nítido a ellos, por encima del rugir de los incendios que devoran la ciudad.
—¿No cierran las puertas?
—No,
patronus
.
Disputando cada paso, dejando un reguero de muertos, llegan apelotonados a la entrada. Ahí se atasca el combate. Maelogan, con las manos crispadas sobre el manto, ve cómo aguantan en el umbral. Pero siguen acudiendo atacantes, a empujar contra las espaldas de sus compañeros para aumentar la presión.
Presión que acaba por romper el bloqueo. El tapón humano se hunde y los asaltantes irrumpen en torrente y con gran algarabía. Maelogan suspira. A juzgar por el escándalo que surge a través de las troneras, la lucha se está propagando por las distintas plantas. Los godos no van a dar cuartel, los de dentro no van a pedirlo. Maelogan puede imaginarse las luchas en estrecho ahí adentro, en estancias, pasillos, escaleras.
Se pregunta qué habrá sido de la pareja. Si no han muerto ya, estarán atrapados en medio de esa confusión sangrienta, con él casi impedido para defenderse. Y como contrapunto grotesco, ahí arriba siguen los de Ursicino, mirando. Deben de haberse atrincherado en el último piso y aguardan con tranquilidad a que los godos aniquilen hasta al último de los defensores.
Y de repente, todo se ilumina de fogonazo, con estruendo ensordecedor. Una ola de calor y sonido les golpea con tanta fuerza que casi les derriba. Las caballerías se encabritan, lo que obliga a los hombres a correr a sujetarlas. Maelogan parpadea, deslumbrado y medio sordo.
La fortaleza acaba de estallar. Estallar, no se le ocurre palabra mejor. Se ha producido una deflagración aterradora. Tan fuerte que han salido volando no pocas piedras de los muros. El edificio ha quedado derruido por la violencia de la explosión. Por los huecos y las grietas salen llamaradas. De arriba abajo, todo arde, incluso la azotea se ha incendiado.
Ruge el fuego y se oye chillar en el interior. Salen hombres ardiendo por el portal que ahora llamea. Corren como antorchas humanas a los largo del puente de madera, que también está comenzando a incendiarse.
Un hombre en llamas salta desde lo alto. Uno de esos que hace un instante se creía a salvo de la matanza que tenía lugar bajos sus pies. Cae como un meteoro, aullando y dejando una estela de fuego. Maelogan alza el brazo para proteger el rostro de la luz y el calor. Está aturdido y no entiende qué puede haber pasado.
Basilisco sí.
Ha oído la explosión. Ha sentido el fogonazo y la oleada de calor. Oye ahora el griterío de los que se abrasan en el interior de ese horno. Y recuerda todos aquellos olores a serrín, a resina, a brea, a aceite.
Los de la provincia no solo estaban reforzando estructuras. No estaban almacenando materiales inflamables para una eventual defensa. Y las puertas no han quedado de par en par por traición o accidente.
Han atraído a los visigodos al interior. Ellos mismos se han puesto de cebo. Cuando han tenido ya dentro al mayor número posible de enemigos, han pegado fuego a los combustibles. La acumulación de resina, aceite, pez en espacios cerrados ha hecho el resto. Más de una vez ha presenciado ese fenómeno. Se ha producido una deflagración con la que seguro que ni ellos mismos contaban.
Siente en la cara el calor del incendio. Oye el bramido del fuego. El sonido de materiales que se desploman. Los alaridos de los que se queman dentro y los gritos de horror de los visigodos que estaban fuera y que ahora ven cómo el edificio arde por los cuatro costados con muchos de sus compañeros atrapados en su interior. No necesita ojos para pronunciarse.
—No saldrán de ahí.
Maelogan observa la entrada. El arco está derruido. La oquedad escupe llamaradas como si fuese la boca del Infierno. Infierno del que no, no saldrá nadie vivo. Ni invasores ni defensores. Ni mozos de cuadra ni senadores de Cantabria.