Y de golpe la unidad de la carga se quiebra.
Los jinetes del grupo más próximo a los romanos se cruzan con los del segundo contingente. Chocan. Los caballos caen y dan volteretas, los hombres vuelan para aterrizar de malas maneras sobre los pastos. Todo se convierte en confusión, en tropezones y griterío.
Días más tarde, el bardo le dará muchas vueltas a lo que ahora está presenciando. No llegará a ninguna conclusión sobre qué pudo pasar.
Podría achacarse a la velocidad de la carga o a la inexperiencia de unos jinetes que solo sabían de ataques desordenados. Tal vez, como galopaban en ángulo, uno se desplazó mucho o el otro poco, o tal vez ambas cosas. Quizá los propios romanos se cerraron en exceso y eso produjo un efecto en cascada que acabó en ese choque. Eso sin descartar posibles traiciones.
Lo que importa es que colisionan. Que esas dos unidades se convierten en un amasijo de hombres y bestias. Que los del tercer grupo reaccionan por instinto; tiran de las riendas y se rezagan. Y eso se contagia a los demás.
La carga se ha roto. Los clibanarios cargan en solitario, desgajados de la infantería y contra fuerzas enemigas que ahora les quintuplican. Cae el silencio sobre lo alto de la muela arbolada.
Los britones, enmudecidos, contemplan cómo la línea acorazada embiste contra la masa de la caballería visigoda. No han reducido su velocidad un ápice, su frente de lanzas no ha titubeado. Chocan con un fragor impresionante. Un estruendo que llega al alto como un trueno lejano. Y el amontonamiento de jinetes godos se hunde ante el impacto, como una fruta al golpe de un palo.
La visión de esos jinetes rojos segando la masa de enemigos descoordinados hace que los britones estallen de nuevo en vítores. Y en medio de ese escándalo renovado, al observar cómo caen los hombres ante las lanzas, cómo los corceles se derrumban ante la embestida de los enormes caballos partos, Maelogan llega a creer por un instante que la victoria es aún posible.
Solo por un instante.
Los
victores flavii
están causando una gran mortandad entre sus enemigos. Abaten a los hombres con las moharras mientras las armas enemigas se estrellan con resonar de campanas contra sus armaduras. Los caballos partos arrollan a todo lo que se les cruza por delante. El escándalo de gritos, relinchos, clangor de armas, es tan fenomenal que acalla todo lo demás y parece colmar la llanura entera.
Pero, pese a todo su empuje, el avance de los clibanarios se está frenando. Es perceptible desde arriba. Los enemigos son demasiados y ellos están solos. Y detenerse es catastrófico para unidades de su clase. La caballería clibanaria es una máquina terrible que lo pulveriza todo a su paso. Pero no tiene la capacidad de maniobrar que las caballerías más ligeras. Si se para, queda indefensa como una nave varada.
Y los jinetes provinciales no acuden. Los dos contingentes que chocaron siguen sumidos en su confusión. Y los demás se arremolinan en el sitio, como si sus integrantes no supieran qué hacer. Maelogan oye cómo algunos de sus compañeros se interrogan a gritos. Otros vociferan insultos. «¿Qué está pasando?» «¿Qué hacen esos cobardes?» «¿Por qué no atacan de una vez?»
Recuerda de nuevo Maelogan las palabras de Caddoc de hace un rato. Desde aquí arriba es fácil hacerse una composición de lugar y situación. Pero ahí abajo, a ras de llano, los hombres no ven más que lo que tienen a mano. Y lo que esos grupos de jinetes están viendo es que los contiguos están parados. Y unos por otros, nadie se anima a cargar.
Y así la oportunidad pasa. La balanza se inclina del lado de los godos. Los jinetes del rey están contraatacando pese a las bajas sufridas. Y toda la infantería está avanzando en auxilio de los suyos. También un grupo de caballería que llega desde la retaguardia. No son muchos, así que supone que debe de ser el propio Sisberto que, ante lo comprometido de la situación, acude con su guardia personal al combate.
Los romanos se han detenido. Bajo la presión enemiga, que comienza a desbordarles por ambos flancos, los
comites
hacen recular a sus caballos para concentrarse y respaldarse los unos a los otros. Bien asentados sobre sus sillas de cuatro pomos, guían a las monturas con las piernas al tiempo que blanden las lanzas, y los jinetes y caballos enemigos siguen cayendo por tierra.
Pero también ellos caen.
Se escuchan más trompas. Al volver la mirada, Maelogan advierte que el ala izquierda de la infantería goda avanza en formaciones cerradas contra la infantería provincial. Y Sisberto, si de verdad es él, está cargando. Pero, en vez de lanzarse al tumulto de la batalla de caballerías, ataca a los jinetes de los senadores detenidos más atrás con apoyo de algunos arqueros que tal vez han venido a la grupa de los caballos.
Aquellos guerreros desconcertados no son capaces de aguantar más allá de la tercera descarga de flechas. Un grupo cede, los demás hacen lo mismo. Huyen al galope, dispersos. Y como por contagio, el frente de escudos, hasta ese instante tan sólido, cede. Comienza a derrumbarse por el flanco izquierdo, ya que de nuevo los lanceros de esa parte son los que primero advierten que los jinetes escapan dejándoles a su suerte.
Los de las filas traseras retroceden. Los de la primera se incorporan y en muchos casos arrancan sus escudos del suelo. Otros los abandonan en su retirada. El muro largo de combate se desintegra y los guerreros de la provincia comienzan a retirarse cuando todavía la infantería goda está a casi doscientos pasos.
El bardo sigue desalentado ese repliegue que se convierte con rapidez en desbandada. Unos contingentes procuran retirarse cohesionados, pero otros se deshacen. Comienza el sálvese quien pueda. Puede ver que los hay que tiran escudos y armas para correr más rápido mientras las formaciones godas avanzan entre gritos de victoria.
Maelogan vuelve la mirada a la lucha de caballería. Ahí están los clibanarios, bien visibles gracias a sus ropajes rojos. Pelean a la desesperada, rodeados por una multitud de enemigos. Y está llegando infantería. No hay salvación posible para ellos.
—Tenemos que irnos, maestro de los caminos.
La voz de Caddoc le saca de su ensimismamiento. Se gira. Advierte que, tal vez por orden de su caudillo, los britones se han ido retirando. Están solos en ese borde arbolado desde el que se divisa el campo de batalla.
—¿Irnos de dónde? ¿De aquí?
—De estas tierras. La batalla está perdida. Todo se ha acabado. La provincia será conquistada. Sería estéril luchar y mi obligación ahora es lograr que el mayor número posible de mis hombres regresen con vida a Britonia.
El bardo se gira para observar por última vez la batalla. Los lanceros de la provincia son ya una marea dispersa de fugitivos que corren cada uno por su cuenta. Observa ese remolino de hombres y caballos en el que los clibanarios romanos van a ser aniquilados. Llega hasta él el rumor lejano de la batalla. Un golpe de viento agita las copas de los robles. Alza los ojos y, al bajarlos, se queda paralizado.
Ahí, a mano izquierda, por el llano, con el sol a la espalda, galopa a rienda suelta un jinete solitario. Corre a meterse de cabeza en el combate de caballería. Y, aun de lejos, se distingue que se cubre con un manto de rombos de colores.
Maelogan entrecierra los párpados. Observa esa galopada con una serenidad que a él mismo le resulta extraña. Es como si hubiese caído sobre él un silencio de alma. El jinete solitario lleva yelmo puesto y desde tan lejos es imposible distinguir los colores de los rombos de su manto o la figura pintada en su escudo verde. Pero ¿quién puede ser sino Claudia Hafhwyfar?
Oye cómo le apremia Caddoc con voz tranquila.
—Vamos. Estamos en peligro.
Maelogan asiente. Pero no aparta los ojos de ese jinete que galopa por los herbazales hacia la batalla.
—¿Y ella?
—Ella ya ha elegido su camino. Nosotros tenemos que hacer el nuestro. Salgamos de aquí.
De Ghaobelas y Fabulaciones (vídeo)
Por un rato, Basilisco llega a creer que ha muerto y que su espíritu va desencarnado por las calles de esta ciudad condenada. Que se verá obligado a vagar entre desesperación y miseria hasta que logre dar con el Ángel de la Muerte que ha de guiarle al Limbo donde las almas aguardan el día del Juicio.
Al resplandor de las fogatas, va por las callejas confuso, sin saber cómo pudo ser la transición. Recuerda que llegó a mediodía a la ciudad. Que sus isauros le transportaban en parihuelas, enfermo. Que al caer la noche yacía en un camastro, con fiebre y dolor de huesos.
¿Qué ocurrió después?
Su fantasma vuelve a ser un hombre de mediana edad, en posesión de la vista. Viste ropajes albos, como en su ciudad onírica de Porta Aquilarum. Pero ahora deambula por una ciudad sumida en el miedo y el caos. Sortea enseres, fogatas, gente sentada en cualquier parte. Nadie repara en él. Razón de más para pensar que ha muerto.
Familias enteras duermen al raso. Saldania está llena de refugiados que buscan acomodo donde pueden. A la luz de hogueras de desperdicios, ve a heridos en los combates del sur que se recuestan contra las paredes y gente que duerme envuelta en su manto. Hiede a cuerpos mal lavados, a comida rancia, a gangrena. Se oye el llanto de los niños, las toses de los moribundos. Se palpa la desazón, el miedo.
Es como pasear por un purgatorio. Uno alumbrado por fuegos del infierno. De hecho, son tan patéticas las escenas que está presenciando que comienza a pensar que tal vez no esté todavía muerto.
¿No será que por culpa de la fiebre se ha deslizado a la duermevela? ¿No será esa misma fiebre, sumada a la indigestión de informaciones recabadas en las últimas horas, lo que provoca este paseo fantasmal?
Y, con esas dudas, comienza a recordar lo sucedido en las últimas horas.
Su comitiva estaba en camino para unirse a las fuerzas de la provincia cuando se toparon con los primeros que escapaban de la derrota. Gracias a ellos supieron que el ejército estaba deshecho y que los
victores flavii
habían sido aniquilados. Fueron varios los que les contaron más o menos la misma versión. Que la carga de caballería se desordenó, fuese por torpeza o traición. Que el bandon quedó aislado. Que libraron un combate tremendo, en solitario y contra fuerzas muy superiores. Que mataron a muchos enemigos.
Sí. Todos los testigos coinciden en ese extremo. Que se comportaron como héroes y que los visigodos pagaron cara su victoria. Pero lo que de verdad le importa a Basilisco es que la unidad ha sido destruida al punto de que los supervivientes han de ser muy escasos. Los
comites victores flavii
ya no existen.
Fugitivos y viajeros pudieron darles noticias de lo que estaba ocurriendo. Pallantia había sido ocupada sin resistencia y los visigodos invadían la provincia de Cantabria por varios puntos. Estaban tomando al asedio las villas de los senadores. Pasaban a cuchillo a sus habitantes y pegaban fuego a las edificaciones como si quisieran borrar hasta su recuerdo. Contaban también que partidas de jinetes recorrían las calzadas, matando sobre la marcha a todo aquel que tenía la mala suerte de cruzarse en su camino.
Con todas esas informaciones en la mano —y sabiendo que Leovigildo subía por la margen izquierda del Iberus para conquistar la ciudad de Cantabria—, Basilisco ordenó desviarse al norte. Buscar seguridad en la Cantabria o la Asturica, aun a riesgo de ser asesinados por sus feroces habitantes.
Tuvieron que cambiar de dirección y de planes media docena de veces, obligados por esas partidas adelantadas u otras de forajidos que se habían lanzado a los caminos para aprovechar el desorden. Y así fue cómo, huyendo por rutas apartadas, acabaron por llegar esta misma tarde a la ciudad de Saldania.
Sus isauros le consiguieron alojamiento en la propia fortaleza del
senior loci
y le buscaron médicos. Pero él, aun enfermo, insistió en informarse sin demora. Ya va recordando.
Le han confirmado que los visigodos están en Pallantia, rendida sin lucha. Ahora están asegurando los Campos Palentinos y no tardarán en presentarse en son de guerra ante Saldania.
La ciudad está llena de refugiados. Pero más que de rústicos, de restos del ejército vencido, de senadores cántabros con los restos de sus comitivas y de exiliados de los Campos Palentinos. Son ellos los que guarnecen las murallas, al punto de que en realidad el
senior loci
Ursicino ya no es amo de su ciudad.
No lo es porque la mayor parte de sus burgarios han desertado. Solo le queda un puñado de parientes y
fideles
. Se puede decir que los dueños de Saldania son en estos momentos los jefes de los derrotados que han ido llegando.
De repente ya no se encuentra en esas calles irreales y atestadas. De un instante a otro se ve a sí mismo en lo alto de una fortificación, parado junto a unas almenas. Su fantasma ha aparecido en la azotea de esa curiosa fortaleza circular que sirve de sede a Ursicino.
Esta transición le reafirma en su idea de que no está muerto sino sumido en una especie de delirio. No es posible, no puede ser casualidad que estuviese justo pensando en el
senior loci
y que se haya visto trasladado al techo de su torre.
Porque para remate ahí está el propio Ursicino, al que jamás ha visto pero sobre el que ha oído diversas descripciones. Gigantesco, con musculatura de herrero y barba enorme salpicada en piezas de metal. Se envuelve en una capa oscura. Camina a grandes trancos junto al parapeto circular. A veces se detiene y, apoyando las manos sobre dos de las almenas, se asoma para escudriñar la oscuridad.