A través de esa lluvia tranquila, pasea los ojos por los ahí reunidos. Recibe en respuesta miradas esquivas, recelosas, incluso hostiles, según cada temperamento. Está claro que ahí no hay para él otra cosa que enemigos. Esta basílica se ha convertido en un nido de serpientes tonsuradas.
¿No están las manos de un par de bucelarios junto a las empuñaduras de las armas? ¿Será desafío o temor? ¿O no será todo imaginación suya?
Oye cómo uno de sus
spatharios
resopla a sus espaldas. Así que no son imaginaciones suyas. Gruñe.
—Quedaos aquí.
—Abundancio… —llega a rezongar uno.
—Que os quedéis, coño. No. Mejor. Id a cobijaros bajo ese alero, que está lloviendo.
No va a ser una pandilla de
satellites
de su propio hermano los que le metan miedo en su propia ciudad. Salva en solitario la veintena de pasos que le separan de la basílica.
Pero no llega a la exedra, ya que su hermano se adelanta a su vez a su encuentro. Se aparta de los suyos con las manos dentro de su manto oscuro con cruces blancas bordadas. Pero el senador no le da ni tiempo a abrir la boca. Se encara a los agrupados a la entrada.
—Marchaos. El diácono y yo tenemos que tratar asuntos reservados.
Ve cómo dudan y se consultan entre ellos con la mirada. Pero por una vez Columbano sabe estar en su sitio. Ni se gira. Alza una mano dirigida a los que están a su espalda. Al verlo, como tantas veces, Abundancio tiene esa extraña sensación de estar ante un espejo deforme.
Clérigos y bucelarios se retiran ante el ademán. Incluso Equicio obedece de inmediato, aunque eso último consigue inquietar al senador. Si tan sumiso es a su hermano, ¿por qué no le impide este seguir minando su autoridad con sermones apocalípticos?
Sin decir esta boca es mía, se esfuman por las puertas abiertas de la basílica. El senador se olvida de ellos para concentrarse en el diácono.
¿Se le nota inseguro? ¿Qué se lee en el fondo de los ojos?
Pero es mejor no fabular. No da al otro tiempo a hacer ademanes ni a despegar los labios. Saca las dos manos de la capa para que el otro se las estreche. Es el saludo de máxima confianza en estas tierras. Quien lo hace se pone de manera simbólica en manos de su interlocutor. O no tan simbólica. Se arriesga a que el de enfrente le sujete por las muñecas mientras terceros le apuñalan indefenso.
Estrechan manos. Luego le besa el anillo de la diestra en señal de respeto. Sin embargo, cuando por fin se sueltan, habla sin rodeos.
—Hermano. Han tratado de asesinarme en el Foro hace solo un rato. Ya ves que he salido ileso y venía a dar gracias al Señor por ello.
—Acabo de enterarme. Doy gracias yo a Nuestro Señor. Él protege a los buenos.
Asiente Abundancio. Pero no consigue dejar de preguntarse qué llevará de verdad por dentro su hermano. Parece aliviado de verle sano y salvo. Eso le contenta a él a su vez. Mas no puede por otra parte dejar de intuir en su actitud algo raro.
Está seguro de que su hermano no ha tenido nada que ver con el atentado. En ese sentido, pondría por él la mano en el fuego, tal como hacen los godos. Pero está ligado a personajes que sienten por él de todo menos simpatía. Y sabe de sobra que Columbano es hombre de voluntad poco firme.
—¿Quién ha sido?
—Por sus ropas, un rústico. Pero lo más seguro es que fuese un disfraz. No era de por los alrededores, porque nadie le conocía ni le había visto jamás.
—¿Por qué lo hizo?
—¿Quién sabe? Por dinero, por cumplir alguna obligación contraída, para liberar de alguna carga a su parentela. Nunca lo sabremos ni tampoco quién le mandó hacerlo.
»Salió huyendo, perseguido por la gente. Se vio acorralado y prefirió arrojarse por uno de los barrancos, antes que caer vivo en manos de la multitud.
—Él mismo ha condenado su alma.
—Supongo que prefirió el Castigo Eterno a que le atrapara. Una lástima. Me habría gustado escuchar lo que tenía que decir.
—Debía de ser un hombre desesperado si trató de acuchillarte en el Foro, ante todos.
—¿Desesperado? No. Creo que todo lo contrario. Fue muy astuto y lo planeó bien. Si hubiese logrado herirme, yo hubiera caído al suelo. Mis hombres habrían tardado unos instantes en darse cuenta de que me habían apuñalado. Lo suficiente para que él desapareciese entre el gentío.
»Las aglomeraciones tienen mucho peligro para hombres como yo.
Saca de bajo la capa de pieles aquel puñal ancho y corto. Lo hace de improviso, como un malabarista, al punto de que su hermano da un respingo.
—Mira qué bien eligió el arma. O la eligió alguien por él. Guarda el puñal con otro juego de manos. Cambia con brusquedad de conversación.
—No sabía que habías regresado ya de tu viaje.
—He llegado hace nada. Anoche hice parada en la villa de Numeriano. Pensaba ir a verte esta misma tarde.
Está evitando ahora sus ojos. Sabe el senador por ese gesto que su hermano el diácono no le trae nada bueno.
—¿Y bien?
Columbano se pasa la lengua por los labios. Otro gesto que no anticipa dichas.
—Lo siento.
Se instala el silencio entre ambos. Magno Abundancio oye el susurro de la lluvia a sus espaldas. Observa a su hermano gemelo. Se fija en cómo bascula el cuerpo y se hurta a su mirada. Contiene a duras penas algo que no sabe si sería resoplido o suspiro. Columbano. Siempre tan indeciso, siempre tan timorato.
Gemelos y sin embargo tan diferentes. Incluso, con los años, han ido divergiendo en lo físico. De niños eran dos gotas de agua. Ahora Abundancio es más recio de cuerpo y Columbano más flaco y blando. El primero va siempre rasurado como un romano antiguo. El segundo ostenta tonsura y una barba poblada.
Bajo la capa de pieles, la diestra del senador roza el pomo de su espada. Solo es un viejo gesto.
—Cuéntame.
—He hecho cuanto he podido, hermano. Te lo juro. He discutido hasta quedar afónico…
—Por favor: al grano.
—Los obispos no van a ceder. Están más firmes que nunca. El propio metropolitano es de su opinión y le apoya.
Magno Abundancio no muda de expresión. ¿Acaso cabía esperar otra cosa? Los obispos del este y del sur —los de Pompaelo, Turiasso, Calagurris— se oponen con tenacidad a su pretensión de convertir la ciudad de Cantabria en sede episcopal, con obispo propio. En eso están todos de acuerdo, aunque no todos por los mismos motivos.
—De verdad que he hecho cuanto he podido.
—Estoy seguro de ello.
Otro silencio. Columbano vuelve a remover los pies. Hace rodar la lengua entre los dientes, como si tuviera la boca llena de palabras y fuese incapaz de vomitarlas. Carraspea.
—Me han dado para ti una admonición del metropolitano de Tarragona.
—¿Qué roncha le pica a ese viejo chocho?
—Por favor… —Alza por un momento las manos—. El venerable sospecha que tienes intención de crear un reino propio. Cree que pretendes convertirte en
rex cantabrorum
y que tu deseo de crear aquí una sede episcopal esconde la intención de librarte de toda autoridad mundana y espiritual.
»Y esta es su admonición. Dice que pecas de impiedad por ambicioso. Te advierte de que, de seguir por este camino, no tardará la Mano de Dios en hacerte caer de tu pedestal.
Abundancio le mira de hito en hito. Vuelve a ser consciente del susurro de la lluvia. Siente la humedad desagradable del día y eso le recuerda el frío del despertar.
—A ver si detrás de la cuchillada en el Foro estaba la mano no del Señor, pero sí de algún santo varón.
—¿Cómo puedes decir una cosa así?
—Porque ya que el metropolitano y los obispos están tan seguros de cuál es la voluntad de Dios, tal vez alguno haya decidido ahorrarle la fatiga de abatirme en persona.
—No blasfemes. Reflexiona. No es solo el metropolitano. Recuerda la profecía del venerable Emiliano. ¿También le vas a acusar a él de farsante?
Agita de repente las manos ante el rostro de su hermano.
—Estás llenando esta ciudad de impíos, herejes y gentiles. Consientes en tus predios el paganismo. Desafías a los obispos y atraerás la cólera del rey Leovigildo sobre estas tierras y sus habitantes.
Está hablando con un brío inusitado en él. O bien se ha indignado ante el sarcasmo de su hermano o bien, como sospecha, tenía ensayada la alocución.
Abundancio inspira a su vez hondo, de forma teatral, para dar a entender a su interlocutor que se está armando de paciencia.
—Columbano. Te envié a Pompaelo para tratar de convencer a los obispos. No me digas que te has puesto de su parte.
—Son mis superiores. Las piedras sobre las que está edificada la iglesia de Dios. Me debo a ellos.
—¿Y a mí no me debes nada?
Golpea con fuerza el pomo de la espada, bajo la capa.
—Yo, yo levanté esta basílica. Busqué a los mejores canteros y albañiles. La construí para honrar al Señor. Para que Cantabria tuviera un lugar de culto digno de ella. Y también lo hice pensando en ti. En ti; mi hermano gemelo.
»¿Quién te hizo presbítero? ¿Quién te dotó de sembrados, rebaños y colonos? ¿Así me lo pagas? ¿Es que vas a volver en mi contra lo que yo mismo te he dado?
—No des así la vuelta a las cosas. Los obispos…
—Los obispos, los obispos… Tú tienes que ser el obispo de Cantabria. Esta tiene que dejar de ser una basílica privada para convertirse en sede episcopal. ¿Cómo es posible que te pliegues a los designios de esa gentuza?
—No son gentuza. Y hay cosas más importantes que las ambiciones personales.
—¿Y la oposición de los obispos y el metropolitano no se debe a ambiciones personales? Esos lo que temen es perder su autoridad nominal sobre esta región. Quieren aplacar a los godos…
Se interrumpe en mitad de la frase. Acaba de darse cuenta de que ha estado levantando la voz cada vez más. Están en la calle. No es bueno que le vean perder los estribos. Tampoco que puedan decir que discutió a gritos con su propio hermano.
—Vamos a dejarlo…, de momento. Venía a dar gracias a Dios. Pero como vosotros los clérigos tenéis mejor acceso a Él que yo, lo pongo en tus manos. Por favor, encárgate de que se oficien misas y rogativas de gracias.
Columbano abre la boca, pero el senador le golpea con su manaza en el hombro, tal como hacía cuando eran adolescentes. Le pone luego un dedo ante la nariz.
—Hazlo. Y ya hablaremos.
El día se ha cerrado tanto en niebla que, mientras pasea por los altos de su fortaleza, el
senior loci
Ursicino tiene la ilusión de hallarse a bordo de una nave circular que flota en el limbo blanco. Contornea ceñido al parapeto, con su hijo Próspero sobre los hombros, y hay momentos en que le es imposible ver más allá de la extensión de su brazo. Tan denso es el rebullir de vapores. Luego se abren algo y al menos le es posible columbrar las sombras de los tejados y las murallas de la ciudad.
Es una tarde de siluetas y de ecos. Le causa cierta zozobra una niebla tan densa. ¿Cuándo se ha conocido algo así? ¿No será un presagio de algo? Tiene malos presentimientos desde que se presentaron en su ciudad los jinetes romanos. No importa que hayan venido como amigos, enviados por el senado cántabro para abortar un golpe de mano de godos.
—¿Qué es aquello, padre?
—Árboles. No son más que árboles.
Sigue paseando Ursicino con su retoño a hombros. Llevan ya dos vueltas completas. No ha sido capaz de negarle ese capricho. Corren riesgo nulo con esta atmósfera ciega. Y jugar con el menor de sus hijos le sosiega. Es como si repusiese sus ánimos. Ha de ser fuerte de espíritu si quiere proteger a su familia y defender lo que es su heredad.
Ursicino es un hombre gigantesco de fuerza física legendaria. Su nombre es en realidad un apodo. Se lo ganó matando osos con lanza. Es tan bravo en la guerra como en la caza, pero no ha nacido para administrador. Gobernar esta ciudad y a sus habitantes llega en ocasiones a abrumarle.
Oye las voces de los vigías que se llaman de torre en torre. También los graznidos de las aves que planean invisibles por encima de las fortificaciones. Y un rumor lejano de voces y golpes que llega de la dirección en la que se halla el campamento enemigo.
—¿Se están peleando los godos, padre?
—Creo que no, hijo. —Se sonríe ante la idea—. Celebran un banquete. Están bebiendo para armarse de valor antes de atacarnos de nuevo.
—¿Es que son cobardes?
—No. Pero nuestras murallas son fuertes y ya han probado el filo de nuestras armas. Saben que muchos de ellos van a caer y ni el más bravo puede librarse del temor a la muerte o la mutilación.
—¿Y por qué no se marchan entonces?
—Buena pregunta. Supongo que porque tienen todavía más miedo al fracaso.
—¿Les venceremos?
—Por supuesto.
Al dar esa respuesta se ha echado a reír con tanta fuerza que el niño se bambolea sobre sus hombros. Las medallitas y amuletos que adornan su gran barba tintinean.
Está riendo a carcajadas. Pero por dentro quisiera tener la misma seguridad que ahora trata de transmitir a su hijo. Ahí, en las tripas, sigue dándole vueltas el temor a no haber tomado la decisión más adecuada.
Se para entre dos almenas, de cara hacia donde debe de estar ese campamento. ¿Está cambiando de cualidad el escándalo lejano de borrachos? Se encuentra demasiado lejos para estar seguro de ello.
Salta sobre las puntas de los pies para hacer botar en los hombros al crío. Habla con jovialidad falsa.
—Vámonos ya abajo, hijo. Hace demasiada humedad aquí.
Observa los muros. No son más que una sombra continua entre las volutas de vapor.
—Además, es hora de que acuda a la muralla. Mi sitio está ahí, con nuestros burgarios.
Si para él las defensas exteriores son solo sombras, otro tanto es para el
vicarius
Balambor esa fortaleza cilíndrica en cuya azotea están el
senior loci
y su hijo. Una silueta cilíndrica, como una torre ancha y chata. Así es como la intuye entre el ir y venir de la fosca blanca, mientras deambula por el adarve, cerca siempre de la puerta decumana, que es la sección que protegen los clibanarios romanos.
Esta niebla, los sonidos que llegan desde el campo godo, le hacen recordar el combate que vivieron durante su viaje desde Carthago Spartaria. Ese día también hubo niebla espesa y enemigos ocultos en ella.