Última Roma (52 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Que los nobles viejos del tipo de Sisberto desdeñen a sujetos como Bartolomei bar Gilad. Allá ellos. Él, Leovigildo, conoce el valor que alguien así tiene para su trono. Valor de valioso y valor de valeroso. Tiene que reconocerle la astucia y la audacia al mercader. No ha dudado en infiltrarse en la mismísima capital de esa región que se titula a ella misma provincia de Cantabria.

Ha sabido aprovechar el deseo que tiene Abundancio de asentar en su flamante ciudad a artesanos y a comerciantes. Ha abierto un negocio de telas finas, lo que le ha franqueado las puertas de los magnates de la provincia. Algo que le permite también enviar a hombres de confianza a zonas controladas por los godos, con la excusa de reponer género.

Astuto, sí. Muy astuto. Un mercader de lienzos de menor calidad se conformaría con enviar a buscar telas a Cesaraugusta. Pero la seda y los linos son otra materia. Si uno se quiere proveer de ellos, está obligado a viajar hasta puertos grandes del estilo de Tarraco, a donde arriban naves llegadas de Oriente.

El enviado de Bartolomei se planta ante la carpa de cueros. El rey le hace gesto de que no se quede ahí, bajo el diluvio. El recién llegado y los guardias que le acompañan se refugian entonces debajo. Leovigildo no despega sin embargo de inmediato los labios. De hecho, tras ese primer gesto, es como si se hubiera desentendido del visitante, ya que se queda con los ojos puestos en el río. En esa faz de las aguas golpeada por el chaparrón.

—¿Cuál es tu nombre?

—Clemente,
gloriossisimus
.

—Clemente. Les has contado a mis hombres que alguien trató de asesinar al enviado de Constantinopla.

—Así es. Quisieron matarle de noche, mientras dormía en su casa en la ciudad. Pero está siempre muy bien guardado. Sus bucelarios descubrieron al asesino. Dicen que no llegó ni a acercarse a su dormitorio, que lo mataron en el atrio.

La voz de este tal Clemente es cultivada. Su latín correcto. No despega Leovigildo los ojos de la superficie bullente del río, pero se pregunta de pasada cuál será la historia de este hombre. Qué azares de la vida le llevaron a servir a un mercader hebreo metido a agente confidencial.

—¿Conoces el nombre de ese emisario?

—Claro,
gloriossisimus
. Se hace llamar Flavio Basilisco.

—Descríbemelo. Los detalles significativos.

—Es un muy anciano. De barba larga y blanca. Es ciego. Se cubre los ojos con una venda de seda. Esa venda lleva bordados unos ojos dorados. Sus bucelarios son todos isauros. Los isauros son unos guerreros que…

Se interrumpe en seco porque el rey ha alzado la diestra. Teme Clemente haberse excedido al tratar de explicarle quiénes son los isauros. Pero lo cierto es que eso a Leovigildo le tiene sin cuidado. Lo que ocurre es que ya ha escuchado bastante.

Basilisco. El maestro de espías de la provincia de Spania. Corrobora esta información otras anteriores ¿Qué designios pueden haberle llevado hasta la provincia de Cantabria? Ninguno bueno para el reino godo, eso por descontado.

Se pregunta si Basilisco sería retorcido al punto de enviar a un doble hasta esa zona para confundirle. Sí, claro que lo sería. ¿Y si el verdadero Basilisco siguiese en el sur, preparando algún nuevo golpe contra Córduba o Híspalis? El personaje es capaz de eso y de mucho más.

—¿Se sabe quién envió al asesino?

—No. Murió en el acto y no pudo hablar.

Leovigildo frunce los labios. Es verdad eso de que no hay nada menos provechoso que el cadáver de un asesino. Los muertos no hablan.

¿Qué mano estaría detrás de ese atentado fallido? La suya no, desde luego. Aunque tampoco pondría esa misma mano en el fuego por que no haya sido cosa de algún noble visigodo. No es imposible que algún terrateniente de los Campos Góticos enviase a ese sicario sin contar con Dios ni con el rey. Los
seniores gothorum
tienen la mala costumbre de jugar cada uno por su cuenta y según sus reglas, de forma que las partidas acaban siendo tan sangrientas como embarulladas.

—Bien. Ha habido más atentados contra personajes de la región. ¿No es cierto?

—Sí,
gloriossisimus
. Pocas noches después del intento contra Basilisco, un grupo de hombres mató a Cipriano y a sus servidores. Cipriano fue en su día preceptor de Magno Abundancio, que lo tenía en gran estima. Era ya un hombre muy anciano y vivía apartado en una gruta, entregado a la oración. Gozaba de fama de santidad en la región.

—¿Y por qué iba nadie a querer matar a un viejo inofensivo?

—Parece que para robarle unas máscaras bendecidas de los britones. Las habían puesto a su cuidado, creyendo que la santidad del oratorio y la del retirado serían suficientes para mantener lejos a cualquier peligro.

»Esa misma noche, esos mismos hombres trataron de asesinar también a Claudia Hafhwyfar. Es una britona. La encargada de proteger a las máscaras durante el viaje. Es una mujer de costumbres peculiares,
gloriossisimus
. Gasta y maneja armas como un hombre. Se había instalado en una cabaña apartada, en un hayedo a varias millas de la ciudad. Ahí vive sola y los asesinos debieron de creer que sería una presa fácil.

»Se equivocaban, porque el golpe no les pudo ir peor. Claudia Hafhwyfar salió viva y ellos perdieron a un par de hombres, uno de ellos al parecer el propio jefe de la partida. Los demás huyeron hacia el norte. Pero el
comes
de los soldados romanos les persiguió hasta las mismas orillas del Mar Externo. Los capturó, aunque no pudo recuperar las máscaras…

—¿Qué ha sido de ellas?

—Nadie lo sabe. Es un misterio. Unos dicen que los asesinos las destruyeron y otros que las entregaron a terceros para que las ocultasen. Han interrogado a los prisioneros al respecto, pero nada de lo que puedan haber contado ha trascendido…

Su voz se va apagando, ya que observa que Leovigildo está asintiendo distraído, como si tuviera la cabeza puesta en otros pensamientos. Y es verdad que la atención del rey comienza a apartarse. Esta misma historia ya se la narró Clemente a miembros prominentes del Aula Regia. Acaba de constatar Leovigildo que esos oficiales se la han transmitido con fidelidad. Y ya ha recabado de Clemente los detalles que quería aclarar.

Hace un gesto. Sisberto a su vez indica al visitante que puede retirarse.

Mientras Clemente y los guardias que le escoltan se alejan bajo la lluvia, Leovigildo se pone en pie. Con las manos a la espalda, se acerca al borde mismo de la carpa de cuero, a contemplar las aguas, las islas, los cañaverales del delta bajo la lluvia.

—Sisberto. ¿Qué opinas de todo esto?

—Que lo mejor para nosotros sería que los britones no recuperasen sus máscaras.

—¿Por qué? ¿Qué más nos da a nosotros eso?

—Son el retrato de antiguos héroes britones. Las forjaron grandes herreros y fueron bendecidas por su obispo, que entre esa gente es la máxima autoridad.
Gloriossisimus
, no debemos desdeñar la gran fuerza que pueden dar a quienes se las pongan sobre el rostro.

Leovigildo, las manos todavía a la espalda, bufa sin volverse.

—El mundo está lleno de objetos mágicos, benditos y místicos, Sisberto. Espadas encantadas, anillos embrujados, huesos de los apóstoles, copas en las que dicen que bebió el Señor… ¡Bah! Prefiero confiar mi destino a otros elementos, la verdad.

—Pero,
gloriossisimus
, aunque así sea, sigo pensando que es mejor que no las recuperen. Olvidemos su poder. No cabe duda de que su pérdida habrá hecho bajar la moral, tanto entre los britones como entre las gentes de la provincia que apoyan a Magno Abundancio. Su recuperación la haría subir, aparte de que aumentaría el prestigio de Abundancio.

—En eso aciertas.

Se pone a pasear, siempre con las manos a la espalda, por el borde del toldo de cuero. Siente las salpicaduras de la lluvia en el rostro.

—Aunque tengas razón en eso, me interesa más el significado del robo en sí. ¿Quién estará detrás de todos esos incidentes?

—Candidatos no faltan. Tal vez hayan sido católicos fanáticos, dispuestos a todo con tal de librar al mundo de unos objetos que podrían ver como gentiles o heréticos.

—Olvidas que las máscaras están benditas.

—Benditas por un obispo britón, que es de un rito distinto.

—Ya. Pero sería extraño que algo así ocurriese justo en un lugar como la provincia de Cantabria. Ahí, hasta donde yo sé, casi todos los campesinos son todavía paganos y adoran a sus viejos dioses. En cuanto a los cristianos…, hay católicos de varios ritos, y a ellos hay que sumar priscilianos, pelagianos, hasta algunos de nuestros hermanos unitarios.

»Me parece improbable que algo como esas máscaras benditas haga llevarse las manos a la cabeza a los católicos de la zona. A diario conviven con motivos mucho mayores de escándalo para ellos.

—¿Y si algún terrateniente de los Campos Góticos se ha sentido amenazado y ha decidido obrar por su cuenta?

—Ya lo he pensado yo también. Pero creo que debemos descartarlo. Lo ocurrido muestra que el instigador, sea quien sea, dispone de conocimiento del terreno y de las circunstancias. Mucho más del que cabe esperar de un terrateniente fronterizo.

»Por esa misma razón debemos de descartar a los vascones. Tal vez alguno de sus cabezas de parentela podría haberse sentido también en peligro ante los planes de expansión de Abundancio por la margen izquierda del Iberus. Pero en el
Saltus Vasconum
cada familia es como un reino aparte. No hay ni asomo de autoridad común. Todo lo más, relaciones de clientelaje entre familias.

»No. Ni godos ni vascones. ¿Y qué nos queda entonces, Sisberto?

—¿Un ajuste de cuentas interno?

—Es una posibilidad. Debe haber senadores que vean con recelo el intento de hegemonía por parte de Magno Abundancio. Pero tampoco hay que olvidar a los obispos católicos cercanos. Sé que los de Calagurris, Turiasso y Pompaelo están enfrentados con él. El propio metropolitano de Tarraco me ha enviado aviso de que Abundancio pretende crear obispados en su zona y teme que a largo plazo intente desligarlos de su autoridad.

—Y él no lo ve con agrado, claro.

—Con ningún agrado.

—¿Y cómo encajan en todo esto los britones,
gloriossisimus
? ¿Qué hace allí toda una columna de ellos?

—Eso es lo que me estoy preguntando desde que tuve la primera noticia de su presencia en la provincia. Se supone que están allí para visitar en nombre de su obispo Mailoc al santo Emiliano, que es venerado por los católicos locales.

»Pero llegaron a comienzos del pasado otoño. ¿Por qué se han quedado en la provincia? Demasiado tiempo de estancia sin explicación alguna. ¿Quién paga su alojamiento y manutención? No se me olvida que tuvimos que vérnoslas con un pequeño ejército de britones durante la conquista de la Sabaria, el año pasado. Combatieron al lado de las gens de
sappi
que decidieron oponernos resistencia.

Camina de un lado a otro bajo la carpa. Sisberto guarda silencio, sabiendo que no cuenta para nada en la conversación. Que en realidad el rey discute consigo mismo.

—Vamos a centrarnos en lo fundamental. ¿Estos intentos de asesinato y el robo de las máscaras nos benefician? Yo diría que sí. Como poco, nos indican que hay disensiones ocultas y enemistades. Siempre es bueno que existan grietas en el escudo del enemigo.

»Lo ocurrido es un arma de doble filo. Como bien dices, si todo acaba bien para Abundancio, puede usarlo para reforzar su poder. Ha demostrado de sobra lo hábil que es aprovechando las oportunidades. Y puede aglutinar todavía más a los suyos agitando ante sus narices la existencia de amenazas.

»Así que no debemos quedarnos mano sobre mano. Va siendo hora de ir pensando en actuar.

Justiniano (Wpedia)

Aledaños de la ciudad de Cantabria

Anoche volvió a nevar, aunque lo hizo ya de forma débil. Apenas cayeron unos copos sueltos. Fue como la señal de que este invierno —que según los lugareños ha sido más que duro— ha agotado sus fuerzas. Y hoy, como para corroborar esa impresión, ha amanecido un día despejado de sol brillante.

Sol que todavía no llega a caldear, pero cuya luz resplandece en las llanuras y los cerros nevados. Un sol débil pero aun así capaz de ir fundiendo la capa más superficial de nieve. Luego llegará la noche y se congelará en una costra dura que podrá aguantar largo tiempo, a no ser que llegue la lluvia a fundirla.

Mayorio y Hafhwyfar han salido a cabalgar solos, con la excusa del día claro. Aunque no es excusa del todo. Es bueno que los caballos se ejerciten, luego de tantas jornadas de encierro en los establos. Pero la razón real es la de estar juntos.

Hafhwyfar es feliz de cabalgar al lado de su hombre por esos campos blancos. La atmósfera es limpia, tenue. Corre una brisa como cuchillo de hielo. Su roce deja ateridas las mejillas y poco menos que insensibles los dedos.

Luz deslumbrante, colinas y bosques nevados, frío que cala en los huesos. A Hafhwyfar le estimula. La llena de vida y de energía, luego de los meses de noches largas, reclusión y tormentas. Y es obvio que Mayorio disfruta también de la cabalgata al aire libre, a través de la nieve. Espera ella que también por su compañía.

En ciertas cuestiones el
comes
es poco demostrativo y, además, tiende a dar prioridad a sus obligaciones. Por eso ahora atiende solo a su montura. La lleva de un lado a otro, la obliga para desentumecerla, para que recupere ese entrenamiento que tan vital es para un jinete blindado.

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