—Tal vez.
—Y de ahí tu tolerancia, tu aprobación a que el
comes
se haya metido en esa aventura.
—Te repito que tal vez. Toda decisión nace de la suma de varios factores.
—Sigue, sigue jugando con las palabras. Sabes de sobra a qué me refiero.
Como de común acuerdo, regresan los dos a la mesa de piedra. Belisario señala con su sarmiento al mapa.
—Bien. ¿Hacia dónde ha huido esa gentuza?
—Al norte. —Abarca con la mano un área ya contigua al mar—. A estos territorios que yo llamo la Vasconia Externa…
—¿Que tú llamas? ¿Te has metido ahora a geógrafo, Basilisco?
Con la palma abierta sobre el mapa, su interlocutor sonríe.
—Algún nombre tenía que darle. En tiempos esto eran la Vardulia y la Autrigonia Exterior. Pero luego…
Sacude la cabeza, como renunciando a explicarlo en detalle.
—Resumiendo: ahora todo esto es país de vascones. Lo que nos importa es lo siguiente: por tradición, todo el norte ha sido el lugar de asilo para fugitivos y desertores.
»La Asturica está muy lejos. Y, en cuanto a la Cantabria montañesa, sería absurdo que buscasen el amparo de esas tribus, que son aliadas de aquellos a los que han agraviado. ¿No te parece?
Frunce los labios Belisario, al tiempo que asiente despacio.
—Pues sí. Sería estúpido que hicieran algo así. Pero esto cambia las cosas.
—¿Por qué?
—Convengamos en que esos canallas no son ladrones corrientes. Estamos de acuerdo en que el robo de las máscaras obedece a algo más que la codicia. Hay un móvil político detrás. Y eso implica un plan trazado.
»Debemos suponer que, antes del golpe, se aseguraron el asilo de alguna gens de vascones. Por tanto, el
comes
y sus compañeros estarán en peligro cuando se internen en eso que tú llamas la Vasconia Externa.
—O no. Estoy de acuerdo en que todo lo ocurrido obedece a un plan previo. Pero es muy posible que se les haya estropeado. En el fallido intento de asesinato de Hafhwyfar murió el que creemos que era su jefe. Él debía de tener información que los otros no tenían.
—¿Por ejemplo?
—La ruta que seguir tras robar las máscaras y matar a Hafhwyfar.
—¿El jefe era ese al que ella atravesó con su dardo?
—Eso creemos.
Belisario se endereza. Posa los ojos de nuevo a la distancia azul.
—Me pregunto cómo logró esa chica salir a tiempo de la cabaña y ocultarse en la espesura.
Basilisco vuelve a meter las manos en las mangas. No aparta los ojos del mapa. Se le ocurre que Belisario ha hecho la misma pregunta que le ronda a él. Cae luego en la cuenta de que no es tan raro. Al fin y al cabo, se obliga a recordar, este Belisario no es real. No es más que un fantasma de su cabeza.
—No lo sé. Ya lo averiguaré. Y a lo que vamos: apuesto a que los ladrones, desorientados y sin cabecilla, huyeron en la dirección en que creían que les sería más fácil sustraerse de ser capturados. Y eso son estas tierras del norte.
»Un lugar de bosques y lluvias. Cada gens se rige a sí misma y no existe asomo de poder central o asamblea común. Es además escenario de conflictos permanentes. Vascones contra vascones. Vascones contra várdulos y caristios, de los que quedan allí todavía algunas gens…
—Suena a peligroso.
—Sin duda lo es. Pero los nuestros no han entrado en son de guerra. Buscan a unos ladrones sacrílegos, no pelea. Les acompañan guías y van bien armados.
—Espero que salgan con vida. En el fondo, ¿qué nos importan a nosotros esas máscaras?
—Que son sagradas para los britones. Eso nos importa. No podemos permitir que esos ladrones se salgan con la suya. Quien los envió a robarlas pretendía dañar la moral de nuestros aliados britones. También socavar el prestigio de Abundancio al robar a sus invitados ante sus mismas narices.
»Eso sin contar con que las máscaras estaban en el oratorio de Cipriano, que fue preceptor de Abundancio y al que este tenía gran afecto. Al asesinarle, le han hecho una gran ofensa que no sé si habrá sido deliberada para dañar su prestigio.
—Dices que Mayorio y sus acompañantes van bien armados. Espero que no hayan entrado en el norte con un pequeño ejército. Eso podría alarmar a los vascones. Hacerles creer que se trata de una invasión y obligarles a salir a la guerra.
—Descuida. Son los hombres suficientes y adecuados. Hubo que reunir la partida a toda prisa. Organizar sobre la marcha. Pero el
comes
Mayorio es buen oficial. Estoy satisfecho de cómo ha obrado.
»Una gran fuerza iría despacio. Un grupo demasiado pequeño sería una invitación a atacar para robarles. Una treintena me parece un número adecuado.
El aparecido asiente con aire ausente. Por esa expresión nota Basilisco que ha mudado de humor. Se aparta de la mesa sin una palabra de despedida. Basilisco observa cómo se aleja con las vestiduras aleteando. Luego él mismo abandona la mesa para apoyarse de nuevo a dos manos sobre la balaustrada.
Contempla el azul del cielo. Baja los ojos a ese mar de nubes eternas del que emergen las montañas como escollos nevados. Piensa en la partida armada que cabalga por el norte en persecución de los fugitivos.
Sin esfuerzo alguno de voluntad, se convierte en esa águila de su imaginación. Al segundo golpe de alas ha abandonado ya la cordillera para sobrevolar bosques espesos. Arboledas milenarias de robles, castaños, hayas. Su imaginación es tan poderosa que puede oír al chaparrón en esos bosques callados de ramas ahora desnudas.
Vuela el águila y ve lo que Basilisco conoce en realidad de oídas. Que esas tierras son boscosas, de clima más suave por influencia oceánica. Que en ellas nieva menos y llueve más.
Por eso ahora planea sobre una treintena de jinetes que cabalgan por trochas del bosque profundo. Diluvia. Chapotean los cascos en el barro. El aliento de los caballos forma nubes de vaho.
Una imagen vívida que en realidad bebe de sus lejanos recuerdos. De la época en que era soldado de caballería. Tal vez de la campaña de Dalmacia. Cuando también él galopaba a través de fragas en las que el enemigo podía estar tras cada mata, cada tronco, cada revuelta del camino…
Esas visiones de jinetes a galope tendido bajo el chaparrón se desdibujan sin que él se dé ni siquiera cuenta. Se desliza hacia el sueño. El águila se disuelve en la nada.
Pese a la imágenes tan vívidas que se forma Basilisco, la persecución no está siendo tan trepidante como él cree. Nada de galopadas furiosas ni de bosques anegados de lluvia. Las informaciones recabadas por los isauros son ciertas, pero este año es también aquí de frío y nieve, por lo que las arboledas están cubiertas de blanco.
Las inclemencias del tiempo han complicado el viaje desde el principio. Todavía en tierras de Cantabria, una gran nevada les obligó a buscar refugio. Les retrasó y cubrió las huellas de los fugitivos. Fue entonces cuando Mayorio tomó el mando y, a la vista de que la persecución iba para largo, se ocupó de formar una partida en condiciones. Eligió a los hombres, se preocupó de los equipos y de las vituallas, también de reclutar a guías e intérpretes.
Pero la Vasconia Externa no vive la guerra de todos contra todos que cree Basilisco. Mayorio ha comprobado que algunas gens caristias y autrigonas sobreviven dispersas a occidente del territorio. Al menos de nombre. Han pasado varias generaciones y aquellos que no fueron aniquilados ni huyeron han ido mezclándose y tramando alianzas con los vascones invasores. Y en buena medida se han asimilado.
Los restos de la antigua confederación de los várdulos —autrigones del norte, caristios, várdulos propiamente dichos— se han vasconizado al punto de que, al verlos, uno podía pensar que no eran más que vascones de otra rama. Los inmigrantes están a su vez ya asentados, de forma que los conflictos y las matanzas que han llegado a oídos de Basilisco son más bien historias del pasado.
Eso no quita para que la persecución sea ardua. Nieva. Cuesta seguir los rastros. Saben ya que siguen a seis hombres. Eran ocho al entrar en esos bosques, pero dos han sido asesinados por bandidos. Los degollaron por apartarse de sus compañeros.
Ese es el destino que aguarda al que se aleja y por eso los de Mayorio vigilan para no dejar rezagados. Llevan oro y se sabe. Sus guías han hecho correr la noticia de que pagarían por los que persiguen, si se los entregan vivos.
Saben, siempre gracias a los guías, que algunas gens no han querido entregarles. Ha pesado más el temor a la cólera de sus dioses paganos que la codicia. Pero tampoco nadie les ha dado amparo: unos porque han ofendido al dios cristiano y otros por miedo a los treinta jinetes.
Los rumores sobre las riquezas que transportan se magnifican de día en día y de boca en boca. Mayorio lo sabe y no es el único en pensar que eso supone un problema.
—La verdad es que el método que hemos elegido para capturar con vida a esos desgraciados tiene sus desventajas…
Eso le comenta el
semissalis
Gregorio al
tiro
Cloutos. Lo dice de pasada y en tono distraído. Acaba de recoger una flecha y su atención está sobre todo en las marcas del astil para asegurarse de que en efecto es suya.
Asiente su compañero al tiempo que pasea la mirada por las ramas de los árboles y el suelo del bosque cubiertos de nieve. Blanco ahora manchado por el rojo de la sangre recién derramada. Hay cadáveres de capas de piel y faldas de lana entre los nogales. Víctimas de un choque tan breve como letal para los atacantes.
Guarda Gregorio la flecha en la aljaba. Gruñe.
—Como emboscada, esto ha sido una chapuza.
De nuevo asiente Cloutos. Los vascones eligieron buen lugar para la celada, pero alguno debía de ser de sangre demasiado ardiente o no soportó la tensión de la espera. Alguno inició el ataque antes de tiempo y arrastró a sus compañeros, con malos resultados para ellos.
No es la primera emboscada que sufren. Se ve que la noticia sobre los arcos hunos no se ha propagado tan rápido como la del oro que llevan. O, si lo hace, los que la oyen no le dan la importancia que se merece.
Esta escaramuza se resolvió con un par de descargas de flechas. Los emboscados huyeron dejando una docena larga de muertos sobre la nieve.
—Esta vez nos ha ido bien. Ya veremos la próxima. Lo dicho: a mí esto de pregonar con tanta alegría que transportamos oro acuñado…
—¿Algo que objetar a mis planes,
semissalis
?
Cloutos se sobresalta al oír la voz del
comes
a sus espaldas. Gregorio ni cambia de color. Se gira despacio con expresión neutra. Mayorio está justo detrás de ellos, a no más de tres pasos. Lleva su arco huno en la mano izquierda.
—No,
comes
. El Señor me libre de cuestionar a los que tienen mejor cabeza y más rango que yo. Tan solo le hacía un comentario al
tiro
, dirigido a su mejor instrucción.
Enarca Mayorio una ceja. Observa Cloutos que su gesto es de sorna y no de irritación.
—¿Y qué enseñanza cabe sacar de todo esto? Te ruego que me ilustres a mí también,
semissalis
.
—Que toda decisión militar es como una espada de caballería: tiene dos filos…
—Y hay que tener cuidado, no sea que, al rebotar, el contrafilo te parta en dos la cara. Conozco el dicho,
semissalis
. Me parece que a algunos se os olvida que comencé en este bandon como un simple
eques
.
—No es mi caso,
comes
. Lo tengo bien presente.
El aludido agita la cabeza cubierta con el gorro panonio de piel, antes de indicar con el arco que sigan con lo suyo.
Los observa mientras buscan flechas perdidas. Está conteniendo la risa. Risa que no es porque le haga especial gracia la actitud del
semissalis
. Gregorio, como muchos veteranos, gusta de bordear la raya. Es su privilegio, mientras no la cruce.
No. La hilaridad reprimida del
comes
se debe al incidente armado recién librado.
Siente una exaltación que no es fruto de la victoria sino de la lucha en sí misma. La alarma, el sobresalto, el peligro repentino, el combate desatado, le han producido una euforia que procura ocultar a sus compañeros.
No lo consigue con Hafhwyfar, que se ha dado cuenta y que siente como su propio cuerpo reacciona a ello.
Se ruboriza al punto de que se le pasa por la cabeza la idea de volver a ponerse el yelmo para ocultar las mejillas. Pero ese acto llamaría la atención de los demás. Se envuelve mejor en el manto de rombos, más que nada para entretener las manos y ocultar cierto temblor del cuerpo.
Por suerte todos están ocupados. Unos desvalijando a los cadáveres, otros atendiendo a los caballos o vigilando las arboledas circundantes. Nadie se percata y viene en su ayuda el hecho de que traigan a un prisionero. Tres de los jinetes romanos lo han atrapado tras la desbandada de los atacantes.
Hafhwyfar vuelve a ajustarse el manto. Se echa el escudo con la dragona dorada sobre campo verde al hombro y observa al cautivo. Joven, grande, greñudo, con trazas de verde pintadas en la frente y bajo los ojos. Vestimentas de piel y de lana, con las piernas al aire y polainas cubriéndole las corvas.
Le traen entre dos, bien agarrado. Es más joven de lo que parece a cierta distancia. De puro fornido engaña. De cerca es obvio que, pese a que trata de mantener el tipo, está aterrado. Quizá por eso que escupe al
comes
Mayorio cuando se le acerca. El valor de los acobardados.
Mayorio recibe el salivazo en el pómulo. Hafhwyfar se sobresalta. Uno de los
comites
derriba de un trompazo al prisionero sobre la nieve. Ahí caído, alza la cabeza para observar a través de los pelos, con ojos verdes que pretenden ser retadores.
Pero el
comes
reacciona con serenidad. Como si la cosa no fuera con él. Se limpia primero la saliva del rostro. Solo después se dirige a uno de los guías.
—Dile a este idiota que no es la primera vez que me escupen. Pero que si sigue por ese camino, será la última vez que a él le matan.
El guía traduce. Es un caristio, de los que todavía sobreviven en el antiguo solar de su nación. Poco se distingue en apariencia de los vascones. Hasta viste la misma falda y no túnica corta. Mientras el otro le está hablando, Mayorio hace una seña a sus hombres.