Que esto sea así tal vez es fruto de la casualidad. Pero en tal caso, la casualidad ha sido providencial. Abundancio ha debido aprovechar una construcción sin estrenar o tal vez abandonada a raíz de la profecía del venerable Emiliano. No puede Basilisco imaginar a qué pensaba destinarla en un principio pero, desde luego, es zona de artesanos. Casi un Foro en miniatura. Un rectángulo de viviendas con talleres que se abren al patio.
En esas moradas y talleres se han instalado obreros, siervos del senador. Los especialistas del bandon les han estado enseñando. Y ahora los primeros están ya fabricando armas, piezas de armadura, sillas, escudos. Producen y reparan, tanto para los
victores flavii
como para los
fideles
de Abundancio. Y a no mucho tardar lo harán también para los hombres de algunos otros senadores.
Los artesanos sacan a los soportales las piezas ya terminadas. Aquellas que son con destino a otros operarios —hojas de espada sin empuñadura, escamas metálicas para lorigas, puntas de lanza o de flecha— son recogidas por estos. Las manufacturas terminadas van a carros como el que acaba de salir hace un momento.
Se le ocurre a Basilisco que hay que estar atentos a quienes reciben esos suministros con prioridad. Sabiéndolo, será fácil deducir qué senadores son los más adictos a la causa romana que acaudilla Abundancio.
A Caddoc se le debe de haber ocurrido algo similar, ya que comenta pensativo:
—Tonto habría de ser para no advertir las ventajas que tiene esto. Se hace armamento con mayor rapidez y en más cantidad. Y estoy pensando que Abundancio, dado que esta
fabrica
es de su propiedad, y que los obreros son siervos suyos, consigue de paso asegurarse el control sobre la producción de armas en la provincia.
—Al menos, de las armas militares —acepta con sonrisa apenas esbozada el ciego.
Ha advertido que el tono de Caddoc es antes admirativo que de crítica, por lo que añade:
—
Dux bellorum
. Tienes razón y por eso he querido mostrarte estas instalaciones. Tal como la ha planteado Abundancio es idónea para producciones a una escala más pequeña de la que está acostumbrado el imperio. Adecuada para una provincia aislada. Como te he dicho, la producción en serie es vital para un…
No sigue al sentir cierta vibración en los brazos de sus dos guías, tanto en el de Magnesio como en el de Hafhwyfar. Algo les ha llamado la atención. El primero se inclina sobre su oído para advertirle con una sola palabra.
—Pasícrates.
No hace falta que añada más. Su tono de voz le indica que el
procurator
le trae problemas o cuando menos disgustos.
El mencionado —alto, desgarbado, cubierto con sago militar y gorro panonio— llega hasta ellos a grandes zancadas, con crujir de nieve helada bajo sus botas.
—Necesito hablar contigo,
illustris
.
Ha hecho la petición en griego. Basilisco asiente de forma reposada, al tiempo que le replica en latín.
—Buenos días,
procurator
. Estábamos visitando la
fabrica
, pero por supuesto que si el asunto es importante…
—Creo que lo es.
La contestación la ha vuelto a dar en griego, y la respuesta del ciego es otra vez en latín, de forma que sus acompañantes britones pueden seguir la conversación a medias.
—Bien, lo primero es lo primero.
Suelta de forma casi morosa el brazo de Hafhwyfar. Vuelve hacia ella ese rostro de barbas blancas y venda de seda con ojos bordados en hilo de oro. Pero habla para todos.
—Os ruego que me disculpéis. El
procurator
y yo tenemos que aclarar un asunto que a su juicio no puede esperar. Os ruego que sigáis la visita sin mí.
Caddoc asiente imperturbable y, tras un intercambio de cortesías, los britones cruzan lo que les queda de patio, dejando solos al
procurator
con el
magister
y sus isauros.
Basilisco, que ahora se apoya solo en el brazo de su
domesticus
, recobra su báculo de manos de otro de sus hombres. Se queda escuchando el crepitar de hielo y nieve bajo las suelas de los britones. Solo tras asegurarse de que están lo bastante apartados, habla. Y esta vez lo hace en griego.
—¿Se puede saber qué se te ofrece, que me interrumpes así, mientras estoy mostrando todo esto a nuestros aliados?
—Esa es justo la cuestión que me trae.
Basilisco casi cree oír chirriar los dientes de su interlocutor. Sonríe con acidez.
—¡Ah! ¡Qué decepción! Y yo que creía que venías a felicitarme por haber escapado la otra noche al cuchillo de un asesino.
El sarcasmo consigue que el otro se eche algo para atrás. Observa Magnesio, y así se lo comunicará más tarde a su amo, cómo los rasgos poco agraciados se le tuercen para componer una expresión ambigua.
—Por supuesto que me alegro de tu buena fortuna,
illustris
. Ni que decir tiene.
—Pues nunca está mal el pronunciarse sobre ciertos temas,
procurator
. Y no ha sido buena fortuna sino prudencia.
Sucede a esa afirmación un silencio incómodo. Basilisco golpea con la contera del bastón, haciendo chascar una placa de hielo.
—¿De qué quieres protestar?
—Para empezar, de que no me hayas informado de que has ayudado a estos bárbaros a organizar una
fabrica
de armamento.
—¿Por bárbaros te refieres a los habitantes de esta provincia? Usas la palabra «bárbaro» con mucha ligereza. Demasiada. Esta gente no son bárbaros sino ciudadanos romanos. Te prohíbo que vuelvas a denominarlos así.
»En lo que respecta a informarte, no estoy obligado a ello. De hecho, eres tú el que está obligado a informarse por su cuenta. ¿Cómo va un
procurator
a elevar informes confidenciales si para confeccionarlos se basa en lo que le cuentan los interesados? Va con tu cargo ser un observador imparcial, indagar e informarte por tu cuenta.
—No desvíes la conversación, por favor. Insisto en que debieras haberme mandado aviso de todo esto.
—No sé quién te habrás creído que eres. Pero sí sé quién soy yo. Soy el
magister
Flavio Basilisco y no estoy aquí para andar avisando ni dando cuentas a personajillos como tú. Ya responderé de lo que tenga que responder ante el
magister militum
, a nuestro regreso a Carthago Spartaria.
Por cómo se remueve y respira entre dientes, tiene la impresión el ciego de que el otro a punto está de escupir una mala contestación por entre los dientes. Le oye inspirar hondo, contenerse. Y cómo por fin responde.
—Como tú digas,
illustris
.
—¿Algo más?
—Aparte de por no haber sido avisado, quiero protestar por el hecho en sí. Porque hayas ayudado a estos bár…, a los cántabros a organizar la
fabrica
.
—¿Cuál es tu objeción? Servirá para armar a los nuevos
comites
y para reparar los equipos de los veteranos. Aparte de que nos ayudará a equipar mejor a las tropas provinciales.
—Al precio de entregarles uno de los secretos militares del imperio.
Basilisco guarda silencio un instante, antes de romper a reír con risa cascada.
—¿Secreto militar? ¡Por los clavos de Cristo,
procurator
! Yo diría que las
fabricae
no son lo que se dice un secreto.
—Su existencia tal vez no. Son conocidas. Pero tú has hecho posible que esta gente sepa cómo son y cómo poner una en marcha. Peor aún, estabas ahora mostrándoselo también a los britones.
—Son también ciudadanos romanos. Y aliados nuestros.
—También lo son de los bárbaros suevos. Aquí y ahora te hago saber mi protesta. La haré constar por escrito. Considero que es una actuación de lo más irregular, tanto por tu parte como en lo que respecta al
comes
Mayorio. No sé cómo ha consentido algo así. Tal vez tenga esa laxitud algo que ver con su puta, esa que te llevaba del brazo…
Basilisco golpea con el bastón contra las losas heladas, con tanta saña que corta el discurso de su interlocutor.
—¡Basta! ¿Cuántas veces te he advertido contra esa soltura de lengua tuya,
procurator
? Ahora te apercibo de manera formal. Si vuelves a usar expresiones injuriosas para referirte a determinadas personas, como máxima autoridad de esta embajada que soy tomaré las medidas pertinentes.
—¿Por qué…?
—Acabas de aludir de forma muy ofensiva a una mujer muy respetada entre los suyos. Una imprudencia así puede provocar la enemistad de hombres que son nuestros aliados. Como repitas algo parecido, haré que seas castigado.
Aguarda un instante, pero esta vez el otro se mantiene en silencio.
—Otra cosa,
procurator
. Ya que nos ponemos tan formalistas, te exijo que jamás, jamás, me llames la atención en público como has hecho al entrar en este patio.
—Hablé en griego,
illustris
.
—Las palabras no son la única manera que tienen los hombres de comunicarse, idiota. ¿Crees que los britones no se han dado cuenta de que algo no iba bien por tu actitud y tono de voz? ¿Te parece que los artesanos que ahora puedan estar asomados a la puerta de sus talleres no estarán viendo que estamos discutiendo?
»Discutir en público ofende a mi dignidad. Pobre de ti si vuelves a provocar otro incidente de esta clase conmigo.
Algo quiere farfullar su interlocutor, es de suponer que en su descargo. Pero el maestro de espías no le permite convertir esos balbuceos en un discurso coherente. Enarbola el báculo con gesto enérgico.
—Se acabó,
procurator
. Advertido quedas y no seré tan benevolente la segunda vez.
El enfoque de una historia (vídeo)
Una noche más, sopla cierzo helado. El vendaval rasgó las nubes al extremo de haberlas reducido a jirones que corren como harapos por un cielo de estrellas. Una luna casi llena a oriente alumbra los campos y hace relucir los parches de nieve.
Vuelve el jefe de los asesinos sus ojos a esa luna grande. No cuenta con que les dé luz en el hayedo. Sí espera que este viento desatado tape cualquier ruido que puedan causar. Pero, al ver los cielos nocturnos abiertos, se conforta con la idea de que pueda ser un signo. Algo así como una bendición de lo Más Alto a los actos que están cometiendo esta madrugada.
El viento agita y sacude su máscara de tela con tal fuerza que a veces le estorba a la hora de ver. Gira sobre los talones para encararse con sus hombres. Son una decena, todos con máscaras de cuero o madera sobre el rostro. Llevan en las manos cetras, jabalinas, hachas, mazas.
Les observa largos instantes entre el rugido del viento. Se portaron bien hace un rato. Seguro que también lo harán en breves momentos.
Señala con su espada a lo alto, apunta a las nubes desgarradas. Se pronuncia.
—Es una señal. Una señal de los Cielos.
Quien más quien menos, entiende lo que les quiere decir. Los hay que incluso asienten o muestran conformidad con ademanes. Él entonces se santigua con la espada desnuda, antes de hacer con la misma un aspaviento. Tres de los suyos encienden antorchas. Las luces no eran necesarias en abierto, gracias al resplandor de la luna. Lo único que habrían las teas habría sido llamar la atención de quienes no debían.
Pero dentro del hayedo será distinto. Es de árboles grandes y viejos, de enramadas tan tupidas que lo sumen todo en tinieblas.
Las llamas se agitan a los golpes del viento, pero resisten sin apagarse. El hombre de la máscara de tela apunta con su espada al interior del bosque. Ha llegado el momento de internarse en esa negrura arbórea.
Se adentran por entre los primeros árboles al resplandor turbulento de las teas. La broza y la nieve crujen bajo sus botas. A veces alguna rama chasca. Pero no hay miedo que los de la cabaña —si es que ahí dentro hay más de uno— oigan esos pequeños ruidos. El bramar del viento lo enmascara todo. Tampoco los alertarán las luces. Sean uno o dos, estarán dormidos a esas horas, fiados de la seguridad de su puerta atrancada y de las supersticiones que arropan al bosquecillo.
Dentro del hayedo sopla un verdadero vendaval. Las ramas desnudas se agitan y golpean sobre sus cabezas. El viento, al correr entre los troncos, a veces se entuba y forma torbellinos rugientes. En la danza frenética de las llamas, el hombre de la máscara de tela advierte que uno de los suyos hace un gesto contra los maleficios. Una seña muy antigua, propia de gentiles, en vez de la de la cruz. Pero decide que no es momento de reprenderle por ello.
Al fin y al cabo, este hayedo siempre tuvo fama de embrujado. Y la noche es de espantos, desde luego, con este viento rugiente y las ramas que se sacuden enloquecidas. Aúllan a lo lejos los lobos. O no tan lejos. El invierno está siendo este año duro y las manadas bajan para acercarse a las puertas mismas de los castros más aislados.
Y no se trata solo de la arboleda y de la noche. La mujer a la que van a matar tiene fama de bruja. Dicen que la envuelve un aura encantada. Es britona, de las costas del noroeste, y gasta armas como si fuera un hombre. Lleva el cabello suelto y es la guardiana de esas tres máscaras heréticas de las que se han apoderado hace solo un rato.
Brujería o magia, tanto da. Ni una cosa ni la otra la protegerán esta noche. Ellos son once y están decididos a cumplir su misión. Llevan al cuello y a las muñecas reliquias, y sus armas han sido bendecidas por un hombre santo. Y ella está sola, lejos de cualquier posible ayuda. Reside en este hayedo apartada, quién sabe si por capricho, para poder orar sin estorbos o porque de verdad es una bruja y quiere realizar abominaciones sin testigos. También da lo mismo. Sea cual sea la razón, ella misma se ha perdido.