Última Roma (41 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

—¿Amable? Si todo lo que has traído está a la altura de esto, harás buen negocio aquí. Descuida. Compradores no te van a faltar.

—Espero que me hagas el honor de ser uno de tales compradores.

—No te quepa la menor duda.

—¿Crees que podría conseguir mostrar mis telas al senador Abundancio?

—Claro que sí. Sabrá apreciarlas. De hecho, me ocuparé de que te introduzcan a su casa.

—No sé cómo agradecértelo.

—No haciéndolo, porque no hay nada que agradecer. Abundancio quiere que esta ciudad se convierta en un emporio comercial. Y para lograrlo es básico que aquellos que, como tú, tienen algo bueno que vender saquen su buen beneficio del viaje hasta aquí.

»Los paños finos son un material escaso en estas tierras. Créeme cuando te digo que las familias
potentes
están ávidas de recibir telas como las que has traído. Te comprarán todo cuanto traigas.

El comerciante se toma algo de tiempo antes de responder. Escucha Basilisco un frufrú que le indica que está plegando las muestras. Ha venido cargado con ellas hasta esta casa en la que reside el ciego, cerca del Foro.

—No tengo prisa,
illustris
. Ninguna prisa. Es mejor esperar y no vender por debajo de lo que se puede sacar.

—¿Y te compensa la ganancia extra de la demora aquí?

—Tampoco me corre prisa marcharme. He logrado llegar a duras penas. Estaba a pocas millas de la ciudad cuando comenzó a nevar y no pienso tentar a mi suerte. No me voy a arriesgar con mi carro por los caminos con este tiempo de lobos.

—Las calzadas están en buenas condiciones. Pero sí, no es prudente ponerse en ruta estando el tiempo así. Pero, como te quedes atascado aquí buena parte del invierno, a lo mejor el negocio no te va a salir tan redondo.

—No he recorrido tantas millas solo en busca de una ganancia puntual. Estoy considerando la idea de abrir una sucursal aquí. Me han dicho que el senador Abundancio da facilidades a los mercaderes que se instalan en la ciudad.

—No te han engañado. Comprobarás que es magnánimo. Le traen sin cuidado la tribu o el credo de las gentes. Lo único que le importa es si tienen o no algo que aportar para el desarrollo de esta ciudad. Su ciudad. Un comerciante emprendedor como tú será bien acogido aquí.

—Me alegro, porque tengo proyectos.

—¿Como por ejemplo…?

—He oído que el senador está en buenas relaciones con las tribus del norte y oriente.

—¿Qué quieres vender a esos? Son pueblos rústicos. No sé hasta qué punto habrá ahí mercados para géneros tan finos como los tuyos.

—No estaba pensando en vender, sino en comprar.

—¿Comprar?

—Seguro que tienen materias a las que no dan salida por culpa de su aislamiento. Estoy pensando en comprar a buen precio para luego revender en Tarraco o Toletum.

—Tú llegarás lejos en tu oficio.

Pareciera que el
magister
va a añadir algo, pero no le da tiempo. Asoma a la puerta un isauro y Magnesio, al advertir su presencia, se inclina a susurrar algo en su oído. Como es hombre de olfato fino, Bartolomei se adelanta a recoger sus telas, antes de que sea el anfitrión quien le despida.

—No te entretengo más,
illustris
. Sé que eres un hombre ocupado.

—Ha llegado una visita, sí. ¿Necesitas escolta hasta donde te alojas? Te agradezco de veras que hayas venido a mostrarme tus telas.

—Ha sido un honor. Te reitero mi esperanza de poder contar contigo entre mis compradores.

—Comprador o algo más. Me ha gustado esa idea de comerciar con las tribus vecinas. Tenemos que hablar de eso con calma.

—Cuando gustes.

—Ya te enviaré recado.

Lo ha despachado sin demora porque no quiere hacer esperar a su nuevo visitante. Ya se ocuparán sus isauros de que uno y otro no se crucen. Oye pasos. Se incorpora de su asiento para tender ambas manos al recién llegado.

—Senador Sicorio. Bienvenido a mi casa. Magnesio, hombre, enciende otra luz.

El
domesticus
prende una lucerna de aceite. El senador, por su parte, no puede ahorrarse un vistazo de curiosidad a esa estancia de atmósfera recogida, amueblada con parquedad.

—¿Qué tal tu viaje, senador?

El otro resopla y, como si la pregunta le hubiese causado frío, se acerca al brasero encendido.

—De negocios bien. Pero me ha costado regresar. ¡Vaya nevada! El último tramo de camino se nos ha hecho duro. Con gusto me habría parado en la villa de algún senador amigo, a esperar que mejorase un poco el tiempo. De no haber quedado en venir a hablar contigo…

—Te agradezco el esfuerzo. ¿Traes noticias importantes?

—No lo sé. Eso eres tú el que tendrá que decidirlo.

El visitante huele a viaje, a cuerpo sin lavar y a ropas mojadas. El anfitrión se deja caer en su asiento.

—Magnesio. Una silla para el senador. Y vino caliente con especias.

—Gracias. Me tientas, pero mejor no. Vengo que me caigo de fatiga. Hemos cabalgado sin descanso porque temíamos quedarnos bloqueados por culpa de la nieve.

—No sabes cómo te agradezco el sacrificio. Si alguna vez necesitas algo que esté en mi mano, no dudes en pedírmelo.

No lo dice por decir. El senador tenía que viajar a Segisama Julia por una cuestión de negocios y él aprovechó para pedirle el favor. Sicorio es hombre de fiar. Pese a su nombre y a su aspecto —mucho más próximo al de los cántabros de la montaña que el de otros senadores—, es uno de los puntales del partido romano en la provincia. Si lo es de corazón o porque considera que no podrán sobrevivir solos ante el creciente poderío godo, eso no lo sabe Basilisco. Tampoco le importa gran cosa.

—Hicimos lo que me pediste. Algunos de mis
fideles
anduvieron por las tabernas de la ciudad, indagando…

—Espero que hayan sido discretos.

—Hicieron preguntas de forma abierta, con la excusa de que estábamos pensando en mandar un par de carros de cebada al sur y queríamos saber si había partidas de godos merodeando por los caminos.

—Buena estratagema. Disculpa a este viejo. Me inquieto por todo. Será que con la edad se me ha aguado la sangre en las venas.

—No hay nada que disculpar. Siempre es bueno ser prudente.

—Gracias. ¿Y qué noticias me traes?

—Ninguna. Esa es la noticia; que no hay noticias. Tú sabrás si eso tiene importancia o no. Pero no ha habido movimientos de tropas visigodas. No han reforzado ninguna guarnición fronteriza ni destacado más patrullas. Nada de nada.

—Interesante.

—Es como si no hubiera ocurrido nada en los Campos Palentinos. Tal vez lo han considerado una aventura privada de unos cuantos nobles advenedizos. Algo que nada tiene que ver con los intereses de la nación goda.

—Es posible.

Golpea con su bastón en el suelo, antes de apartarlo para incorporarse de nuevo y tender otra vez las dos manos al visitante.

—No te entretengo más. Gracias de nuevo.

Sicorio —flaco, fibroso, de ojos verdes y barba rojo oscuro— estrecha esas manos.

—Tal vez Leovigildo no venga.

Basilisco —capucha echada, venda sobre los ojos— recuerda la visita que acaba de atender. Un mercader de sedas llegado a la ciudad en estas fechas, de forma tan oportuna. Sonríe con dureza.

—Descuida, senador. Vendrá. Claro que vendrá.

Ensayo sobre los visigodos (PDF)

INVIERNO

Vida de San Millán (HTML)

Campos Palentinos,
Día de Navidad

Dicen que estas llanuras llevan abandonadas cerca de dos siglos. Que antes eran todo campos roturados. Pero encinas de estas envergaduras no crecen en doscientos años. Esa certeza está en el ánimo de más de uno de los godos de la escolta de Crona mientras observan cómo su ama se adentra en solitario por ese bosquecillo aislado. Son árboles copudos, tan altos, tan retorcidos y de troncos tan gruesos que uno podría llegar a creer que estaban aquí desde el día de la Creación.

Una idea similar asaltó a la propia Crona cuando rebasó las encinas más exteriores. Al pasar, rozó con los dedos uno de esos troncos de corteza rugosa. Fue un gesto de reverencia casi instintivo. Le salió de muy adentro, de esa visigoda de sangre antigua que forma la base de su esencia. Fue criada en las tradiciones de su pueblo, esas que ahora se transmiten de forma casi clandestina, en el seno de las familias y de puertas adentro, pues están formadas por leyendas anteriores a la conversión de su pueblo a la fe de Cristo y no están muy bien vistas por los obispos.

No en vano el linaje de Crona se jacta de ser tan antiguo como el mismo pueblo godo. Llevan en las venas sangre de reyes ostrogodos y sus mujeres custodian historias de tiempos muy viejos. Desde muy pequeña, a Crona la instruyeron en el orgullo de sangre y en la veneración de los antepasados. Creció oyendo cantar por lo bajo los mitos orales que se forjaron siglos atrás, en la época en la que los godos eran jinetes nómadas que vagabundeaban por las llanuras al norte del Danubio.

En los Campos Palentinos luce hoy un día claro, sin apenas viento y con pocas nubes. El sol hace resplandecer el blanco de las extensiones nevadas. Hay tanta luz que durante el viaje han tenido que protegerse los ojos, so pena de acabar cegados.

Reina un silencio extraño sobre este paisaje nevado. Lo rompen solo los gritos de algunas aves en pleno vuelo. El encinar es penumbra y también silencio. Hay parches dispersos de nieve blanca sobre el suelo negro. Tan frondosas son las copas del techo del bosque que han contenido a las nevadas. Entrar en el encinar es sumergirse en un mundo ajeno al exterior. Uno recogido, quieto. Es casi como una basílica de dioses paganos.

Crona camina despacio por entre los grandes árboles y las rocas musgosas. Con la diestra se alza el ruedo del manto verde oscuro para evitar que arrastre por el suelo. Pese a la quietud del lugar, puede casi palpar la muerte, el horror, los sufrimientos vividos aquí hace poco. Y bajo todo eso siente que dormita algo más antiguo. Algo a lo que no sabría —suponiendo que quisiera— poner siquiera nombre.

También algunos de sus escoltas sienten en los huesos que ese encinar está encantado. Más de uno suspiró para sus adentros, lleno de alivio, cuando su ama les ordenó aguardar en el exterior y a no menos de veinte pasos de los primeros árboles. Ahí se han quedado obedientes, metidos hasta los tobillos en la nieve, al resplandor del sol, observando cómo avanza por entre las encinas con su manto oscuro y su toca alba.

Por eso no pueden sentir lo que siente ella mientras entra más y más. Tampoco alcanzan a ver lo que ella ve. Ahí adentro, sobre el humus negro, resplandecen tenues otros blancos distintos de los de la nieve. Marfil de huesos. Huesos humanos por todas partes. Limpios, nuevos, inmaculados. Hay esqueletos enteros y otros incompletos, y multitud de piezas dispersas. Este bosque es un osario. Un espectáculo fantasmal en este interior de penumbra y quietud.

Había soñado Crona con todo esto. No le causa miedo esta visión macabra. Pero, a medida que avanza, siempre alzando el vuelo del manto, no puede dejar de asombrarse ante lo que va viendo. No es tanto la cantidad de huesos que pueda haber aquí. Sabe que alrededor de medio centenar de hombres fueron asesinados en el encinar. Que los mataron a todos en el tiempo en que se tarda en rezar un padrenuestro. Fueron sorprendidos mientras dormían y los pasaron a cuchillo como a ovejas.

Lo que resulta casi portentoso es la limpieza de las osamentas. Descarnadas y muy blancas. Hace algo más de un mes que se produjo la matanza y ya no quedan sobre los huesos ni una hebra de carne. Lo desperdigado de los restos indica a la visitante que los lobos y los zorros se cebaron. Tal vez los buitres no, dado lo cerrado del techo arbóreo. Pero seguro que los cuervos y las aves menores no faltaron al festín.

Y tras ellos habrá llegado toda clase de alimañas menores. Pero incluso así, ¿cómo es que están tan peladas las piezas? ¿Será que las hormigas y otros insectos han acudido en masa a limpiarlos, aprovechando algunos días de mejor tiempo?

Pudiera ser una explicación. Pudiera. Pero eso no quita para que sienta algo sobrenatural en este encinar antiguo convertido en osario.

En todo caso, la gran cantidad de esqueletos no le impresionan. Tampoco le importan. Ha venido a buscar unos restos concretos: los de su hijo Wildigern. Y no lo hace impulsada por el amor materno, como creen todos, sus escoltas incluidos. Ha venido porque desea poder de nuevo dormir sin sobresaltos.

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