Ahora, parado y con los brazos en jarras, observa con ojos fríos ese espectáculo de postes y cueros tendidos que chasquean al viento. Las hogueras que flamean, las carnes que giran en los espetones, los grandes calderos de hierro alrededor de los que se afanan los marmitones.
Ya les aguardan los nobles. A Dios gracias, hoy no se han producido accidentes de importancia. Nada de caídas mortales ni de hombres que quedarán inválidos para siempre. Observa a esos varones grandes de cuerpo y claros de cabellos que forman corrillos. Algunos ya están bebiendo como náufragos.
Ha ordenado que no se escatime la bebida. Y no son pocos los que ya están aprovechando la munificencia del rey. Beben sin importarles que todavía su señor no haya hecho acto de presencia. Se guardan pocas formalidades en las comilonas visigodas y menos si son de caza. En esos banquetes se respeta la antigua tradición —ahora ficción pura— de que el rey es solo uno más de los nobles, aunque el más elevado.
Sonríe con levedad al observarlos.
—Estos eventos son una buena excusa para reunir a los nobles. Recordad. Está bien tenerlos cerca. Así puede uno saber cuáles son sus estados de ánimo y qué están tramando.
Su hijo mayor asiente. Se esfuerza por atrapar las ideas que su padre comparte con ellos. Pero es mucho lo que no entiende o que casi al instante se le escapa. Y hoy además está cansado de cabalgar por los encinares.
A lo lejos, por encima de las copas de los árboles, se alza la cordillera montañosa que divide en dos la gran meseta interior de Hispania. Se ve relumbrar la nieve sobre las cumbres. Es un día muy claro, bien distinto a esos neblinosos tan comunes en el campo de Toletum.
La contemplación de esas cimas nevadas despierta en Leovigildo la nostalgia de los grandes espacios. Del infinito. Fantasea con que ese anhelo debe ser producto de la sangre que lleva en las venas. La herencia de incontables generaciones de nómadas.
Esas ideas peregrinas le llevan a pensar en su difunto hermano Liuva. Y ese recuerdo le conduce de nuevo a los niños que están a su lado. Suspira.
—Gobernar no está exento de obligaciones. Al contrario. Y mi obligación es prepararos cuanto antes para el día en que tengáis que ocupar mi lugar.
Siente, aun sin volver la cabeza, que le observan con ojos confundidos.
—Os he buscado los mejores preceptores. He hecho llamar a hombres que son maestros en materias de las que soy ignorante. Pero hay lecciones que solo yo puedo daros.
»No era mi intención comenzar vuestra instrucción tan pronto. Pero la muerte de vuestro tío Liuva me ha hecho reflexionar. Él tenía unos cuantos años más que yo, sí, pero tampoco tantos. Bien pudiera haber seguido gobernando a nuestra nación todavía mucho tiempo.
»Sin embargo, el Señor se lo llevó casi de un día para otro. Es verdad eso que dicen que nadie sabe cuando la Muerte va a reclamarnos.
»Por eso he decidido no esperar. No tengo ninguna certeza de que vaya a seguir en este mundo mañana. Os he asociado al trono, cosa que ha levantado no pocas ampollas entre los nobles. Y quiero transmitiros lo poco o mucho que he ido aprendiendo a lo largo de mi vida. Sobre todo a ti, Hermenegildo. Tu hermano es demasiado pequeño. Quiera Dios que viva aquí para veros a los dos hechos unos hombres. Pero, por si no fuera así, prestad la mayor atención posible a todo aquello de lo que os hable.
Se ciñe la capa. Echa a andar en compañía de sus dos vástagos, rodeados los tres por una nube de guardias bien armados.
—La vida de un hombres siempre se acaba, antes o después. Pero puede que tras él quede su obra. Es mi deseo que vosotros dos, mis hijos, continuéis la mía. Y para que podáis hacerlo es preciso que antes consiga que entendáis aquello por lo que llevo estos años luchando.
»Sois hijos de la nobleza goda más antigua. Nuestra familia llevaba tiempo radicada en la Septimania. Allí nacimos vuestro tío y yo. Nada teníamos que ver con las intrigas, las alianzas y los odios de los
seniores gothorum
de Hispania.
»Vuestro tío me asoció al trono. Se reservó el gobierno de la Septimania y me envió aquí a poner orden, mientras él defendía esas tierras de las ambiciones de los francos. Espero que algún día vosotros dos gobernéis con tanta armonía y provecho como hicimos nosotros en el poco tiempo que tuvimos para ello.
Se ajusta con más firmeza la capa.
—En fin. Vamos ahora a comer. Prestad atención a los detalles. En estos banquetes los hombres suelen bajar la guardia y es posible ver las caras tras las caretas…
No acaba la frase. Al encuentro de su comitiva viene una mujer de toca blanca y sobretúnica oscura, guardada a su vez por dos bucelarios. El rey se detiene.
—¿Qué ocurre, padre?
Ese ha sido Hermenegildo. Le mira Leovigildo por un instante. Comprende que el chico se ha alarmado ante su gesto de contrariedad. Decide convertir ese incidente en algo instructivo.
—Nada malo, hijo. Es derecho de los nobles el exigir ser escuchados por el rey. Ya verás como más de uno expone sus peticiones después de la comida. Otros lo hacen antes, de forma más privada. Este va a ser uno de esos casos.
Hace un gesto a la mujer para que se acerque. Se adelanta ella dejando a sus dos guardas atrás. Se detiene a la distancia requerida, antes de inclinarse a modo de homenaje. Este rey godo ha prohibido bajo pena de muerte que nadie se acerque a tocarle el manto.
Observan los niños a la peticionaria. Se la adivina fuerte bajo sus sobretúnica verde oscuro, con hojas de hiedra y dragones bordados en amarillo. Su toca blanca se agita a impulsos del viento. Es de rasgos marcados y de ojos muy claros, casi transparentes antes que azules.
—Te escucho, Crona.
¡Crona! Los niños han oído a sus niñeras mencionar ese nombre. Es una mujer poderosa que rige sobre toda su parentela desde la muerte de su esposo. Muerte de la que las malas lenguas dicen que no fue del todo ajena. Es poderosa porque es de sangre ilustre, porque gobierna sobre muchos predios y sobre muchos colonos, y porque dispone de muchos bucelarios. También porque dicen que es iniciada en brujerías antiguas.
Esos ojos suyos tan claros lo atestiguan. Son los ojos que la tradición de los godos atribuye a los que nacen con poderes mágicos. ¿Y qué decían las niñeras sobre ella? Que es una mujer terrible, que es capaz de hablar con los muertos, que hay que guardarse de su odio.
—Te traigo un ruego,
rex gothorum
. Asiente con solemnidad Leovigildo.
—Habla. Es tu derecho.
—Sabrás que mi hijo Wildigern es uno de los que han invadido los Campos Palentinos.
—Lo sé.
El rey no ha movido un músculo, pero advierten sus hijos que se pone tenso. Ignoran por qué, ya que nada saben de la aventura a la que se han lanzado en esa región varios menores de la nobleza goda.
—Sabrás, Crona, que todos ellos entraron en la zona contra mis órdenes expresas.
—Sí,
gloriossisimus
. Pero no creo que su intención fuera sediciosa. Eran jóvenes, con muchos pájaros en la cabeza.
No se le pasa por alto al rey ese «eran». Le desconcierta, aunque no da muestras de ello.
—¿Cuál es tu petición?
—Que me permitas entrar a mí en los Campos Palentinos.
—¿Para qué?
—Quisiera me otorgases la gracia de poder buscar los restos de mi pobre hijo. Concédeme darle una sepultura digna.
Enarca ahora Leovigildo una ceja e inclina la cabeza, para demostrar asombro.
—¿Tienes noticias que yo no sepa?
—No,
rex gothorum
. Nadie puede superar en diligencia a tus correos. Pero sé, sé aquí —se golpea el pecho con la palma abierta— que mi hijo no saldrá vivo de esas tierras.
La perplejidad da paso al escalofrío. Leovigildo mira a esos ojos claros de bruja. Tarda unos latidos en responder.
—Concedido.
—Gracias,
rex gothorum
.
—Con condiciones. Ve a los Campos Palentinos con los bucelarios que consideres precisos. Como si crees necesario hacerte acompañar de todo tu ejército. Pero no entraréis en son de guerra. No crearéis conflicto ni buscaréis venganza.
—Se hará como ordenas. Yo solo deseo recuperar el cuerpo de mi hijo.
Asiente el rey. Está deseoso de acabar. ¿Qué tipo de conversación es la que está aquí manteniendo? Un diálogo con una noble con fama de bruja y de parricida que le pide poder buscar el cadáver de un hijo que, hasta donde él sabe, sigue vivo.
—Tienes mi permiso. Los aquí presentes son testigos.
No hay más que hablar. Se inclina Crona. Al incorporarse cruza sus ojos de hielo con los del hijo mayor del rey. Le inunda a este un miedo atroz. Esa mirada será fuente de pesadillas para él en años venideros, aun cuando para entonces él ya no recordará de forma consciente el suceso.
Leovigildo (Wpedia)
Chasca el ramaje al arder. La danza de las llamas llena de contrastes los rostros alrededor de las fogatas. Se le antoja a Claudia Hafhwyfar que parecen casi demonios asomados a las bocas de los Infiernos. La comparación no es mala. Al ocaso, los jinetes romanos cavaron media docena de hoyos que rellenaron luego de ramas, palos y bosta. Esos son los fuegos junto a los que ahora se calientan.
A encender hogueras en agujeros lo aprendieron cuando guerreaban contra los persas en Oriente, o contra los nómadas en las llanuras al norte del Danubio. Hay disparidad sobre ese punto en las tradiciones del bandon. Pero lo que importa es que esas tácticas vuelven a serles útiles ahora aquí, en las planicies del interior de Hispania.
Hacen fuego así para evitar que su resplandor sea visto por posibles enemigos a millas de distancia. Los alimentan con la leña que logran recolectar, a lo que suman bosta. Es parte de las obligaciones de cada jinete el recoger y secar los excrementos de su caballo en previsión de noches como esta al raso. Es un combustible que pesa poco y arde bien.
Así se lo explicó el
comes
Mayorio a Hafhwyfar. Ahora caminan por el perímetro del campamento. Quiere él comprobar que la vigilancia está en orden. Ella va con él tanto para saber como porque así puede estar un rato más con él.
Es mucho lo que en estos últimos días ha aprendido sobre la caballería romana. Sobre todo ahora que campean contra los godos. Tras el fracaso del asalto en la niebla, los invasores lo dieron todo por perdido y se retiraron hacia el sur. Pero, tal como temía el
comes
, algunas bandas montadas se rezagaron y recorren ahora los Campos Palentinos, saqueando y extorsionando.
Por eso están ahora a campo abierto, durmiendo al raso. La misión de los
victores flavii
es hostigar a esas banda y para ello se han dividido. La mitad al mando de Mayorio y la otra mitad al de un veterano llamado Pegasio, ascendido ahora a centenario. Centenario porque manda sobre cien soldados. Cuando Hafhwyfar le señaló a Mayorio que no eran tantos, él se había echado a reír.
—Tampoco nosotros somos cien. Nunca en la caballería una centena está completa. Siempre faltan hombres. Centena es solo una unidad militar. Un nombre. Eso es todo.
Eso ocurrió hace un rato, ante una fogata. Ella se había arrebujado en su manto de rombos coloridos mientras asentía. Es una noche de frío seco que cala en los huesos.
—¿No es peligroso que dividas tus fuerzas?
—Es un riesgo que tengo que correr. El terreno me obliga a ello. Ahora somos una centena que no suma cien y mira los apuros que pasamos para abastecernos. De ser el doble nos costaría mucho más conseguir forraje para los caballos, complementar los víveres con caza, obtener combustible para cocinar y calentarnos…
—Entiendo, entiendo.
No le sorprendió a ella una explicación tan precisa. En estos días de vagar por las llanuras, de perseguir a enemigos y de dormir al aire libre, ha comprobado que hasta la más pequeña acción obedece a motivos concretos. En la caballería romana todo tiene su porqué.
Tenía razón el bardo Maelogan. Pueden aprender mucho de estos soldados. Tal vez los jinetes britones sean herederos indirectos de antiguas unidades de caballería estacionadas en las Islas. Pero estos
victores flavii
son
esa
caballería. El último eslabón de una cadena con más de mil años de antigüedad.
Ahora ella lleva entre los dedos un artefacto de hierro; una bola de la que salen tres pinchos en ángulo. Un
tribulus
. Así lo ha llamado el comes. Esto es lo que usaron aquella tarde de niebla en Saldania.
—No es algo que me guste. —Mayorio frunce los labios—. Tú que montas a caballo lo comprenderás. Estos artilugios se inventaron para romper las cargas de caballería.
Ella asiente. Este objeto pinchudo puede dejar cojo a un caballo. Pero fue astuto aquello de sembrar con ellos el camino en la niebla. Los godos que avanzaban contra Saldania los pisaron y sus gritos…
Mayorio se gira. Ella la imita. Pero el
comes
no ha detectado nada alarmante. Es una conversación acalorada lo que le ha hecho reducir el paso y volverse.
Varios hombres discuten junto a uno de los pozos de fogata. El
comes
no se acerca de inmediato. Al amparo de la penumbra, con las manos dentro de las mangas, escucha lo que hablan. Pese a la luz escasa, no se le escapa a Hafhwyfar una mueca de irritación que le tuerce la boca. Pero no le conoce todavía lo bastante como para saber a qué obedece el gesto.