Última Roma (34 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Pero le es imposible contener su curiosidad.

—¿Cómo habéis conseguido hacerles gritar cuando estaban a tiro? Esos eran gritos de heridos.

Mayorio suelta uno de los lados del embozo de malla.

—Con una trampa. No te puedo contar más. No me lo tomes a mal, te lo ruego. Pero no puedo revelar secretos de armas.

—No me lo tomo a mal. Entiendo que tienes obligaciones y las respeto.

El
comes
asiente, dando así gracias por la comprensión del otro. En realidad su atención está ocupada en tratar de hacerse cargo de en qué situación se hallan. Es difícil con esta visibilidad tan escasa. Parece que sus
comites
no han sufrido muertos ni heridos graves. Los sitiadores no van a poder presumir de lo mismo.

Esa última idea le hace pensar en los abrasados que se revuelcan ahí abajo, entre gañidos y estertores. Y parece que Ursicino está pensando lo mismo, porque de repente barbota:

—¡Por…! —No termina la imprecación. La forma en que se ha contenido hace pensar a Mayorio que no ha querido jurar en nombre de algún dios pagano en su presencia—. ¡Como se quejan esos desdichados! Si no tienes nada en contra, voy a enviar a un par de hombres a que salgan a dar el golpe de gracia a esos pobres.

Mayorio se quita ahora el casco. Siente la humedad de la niebla en frente y mejillas. Asiente. Se le ocurre que este mismo hombre le pedía hace un momento explicaciones sobre por qué no seguían flecheando por la espalda a los fugitivos. Y ahora va a abrir un portillo para que rematen por compasión a unos agonizantes.

Los hombres son así. Se encoge de hombros.

—Por supuesto. Esta es tu ciudad. Yo estoy a tus órdenes en la defensa. Pero te ruego que mandes un retén bien armado a ese portillo. Parece que todos los enemigos han huido para no volver. Pero no es tampoco cuestión de arriesgarnos a que con esta niebla nos den un buen susto.

El manejo de la información (vídeo)

Porta Aquilarum

No solo la ciudad y sus edificios cambian con el paso del tiempo. También lo hacen los fantasmas que vagan por sus calles desiertas. Flavio Basilisco reflexiona mucho sobre tales variaciones. Sabe que sus recuerdos mutan. Un ejemplo es Belisario, su antiguo general, con quien a menudo se encuentra en esta ciudad de ensueño.

El
comes
Belisario. El mejor general de Justiniano I. El añorado. El invencible que lleva ya casi diez años muerto. Él también aquí es un hombre en la flor, pletórico de fuerzas, tal como le conoció Basilisco en su día. Pero, con el paso del tiempo, se ha ido transformando en un ser muy alto, de rasgos muy nobles y ojos luminosos. Viste ropajes inmaculados y le envuelve un aura casi tangible y dorada, como a los santos.

Los procesos mentales que crean en la mente de Basilisco toda esta ciudad y sus habitantes son tan poderosos como incontrolables. Tanto que, aunque se da cuenta de que sus recuerdos mutan, no consigue acordarse de cómo eran antes. Por ejemplo, sabe que Belisario no era así en vida, pero no logra recordar cómo era en realidad.

Están los dos al aire libre, en una de las terrazas. Les separa del abismo una balaustrada de mármol blanco. El precipicio cae a pico hasta el manto de nubes. El cielo es de un azul brillante y sopla un viento tranquilo que hace ondear los extremos de las ropas blancas de los dos hombres.

Es un aire fantasmal que ni estremece las esquinas del mapa desplegado entre ambos, sobre la mesa de piedra. Basilisco está señalando con la mano abierta.

—Aquí están las montañas de los astures. Estas son de los cántabros. El senado de la provincia está en excelentes relaciones con ambos pueblos. Además, tienen vínculos de antiguo parentesco con el segundo.

»La composición humana de la provincia es complicada. Aquí se solapan los latifundios de los senadores con los solares de las antiguas tribus: los celtíberos autrigones, los berones, los turmódigos… También los bardulos, que son una tribu nueva.

»Luego, al oeste de la provincia hay una serie de gentes a las que llaman astures cismontanos…

—¿Parientes de esos astures del norte?

—No. No son dos ramas de un mismo pueblo, como los visigodos y ostrogodos. Los antiguos romanos, durante la conquista de Hispania, llamaron astures cismontanos a una serie de pueblos que se fueron encontrando en su expansión por el norte. Pero ellos no se consideran a sí mismos astures.

»Pero lo que yo quería señalarte es que la situación en estas regiones es problemática. Aquí no caló hondo la romanidad. No bien flaqueó el imperio, muchas gentes volvieron de forma natural a sus antiguas fórmulas tribales.

Asiente con dignidad Belisario. Observa el mapa, antes de apuntar con su sarmiento. Ese detalle es para Basilisco una prueba más de que su memoria es traidora. No sabe si el
comes
Belisario, cuando estaba vivo, usaba una vara de esas, propia de los viejos centuriones romanos. Juraría que no, pero no está seguro.

Pero lo que ahora importa es que señala a la margen izquierda del Iberus.

—¿Y por aquí? ¿Cómo está la situación?

Esperaba una pregunta así Basilisco. Se inclina para abarcar con la mano abierta todo el espacio que media entre el río y las montañas.

—Todo esto está casi deshabitado. En parte eran tierras celtíberas y en parte formaban lo que llamaban Vasconum Ager. También por aquí hay buenos terrenos cultivables. Pero las invasiones bárbaras castigaron mucho esta zona y después los godos han estado lanzando campañas de devastación contra las poblaciones vasconas, al punto de que casi todos sus habitantes emigraron a las montañas.

Se endereza Belisario.

—¿Cómo es que los visigodos se han encarnizado así contra los vascones? ¿No han ocupado después el territorio? Esto no es propio de ellos.

—Hay guerra interminable en este territorio, amigo mío. Considérala de defensa o de venganza, que se confunden. O de las dos cosas. Pero no de conquista. El valle medio del Iberus ha vivido en estos últimos siglos episodios atroces. Destrucción, matanzas…

Señala con el dedo.

—Reinando Valentiniano III, una patulea de vascones, bagaudas y suevos invadió la vega media. Cruzaron a sangre y fuego por aquí. Entre otros desmanes, mataron al obispo de Turiasso
[41]
. Pasaron también a cuchillo a una guarnición de visigodos que entonces eran federados del imperio. Ellos no olvidaron eso y desde entonces libran una guerra a muerte contra los vascones.

—Me parece exagerado seguir ajustando cuentas por algo que sucedió hace más de un siglo. Es un desatino. Y resulta muy poco político.

—No es eso. Los tramos medio y bajo del Iberus son de las zonas más ricas y pobladas de Hispania. Los reyes visigodos no están dispuestos a consentir que nada les amenace. Por eso llevan generaciones con campañas de devastación contra el curso alto del Iberus. A veces la mejor defensa es un buen ataque, ya sabes.

»Expediciones que han sido tanto del ejército real como de privados. Ahí han estado combatiendo no pocos
seniores gothorum
con sus tropas personales. No siempre la fortuna de las armas les ha sido favorable. Has de saber que más de un noble de rango y abolengo ha perdido la vida batallando en esta guerra a muerte.

»Pero a la larga los vascones se han visto obligados a retirarse ante la presión de los godos. Muchos emigraron a estas montañas. Al Saltus Vasconum.

Apunta con el índice.

—Aquí se han convertido en otro problema. Sus incursiones amenazan Pompaelo, que es una plaza fuerte que los godos están dispuestos a defender a toda costa. Como su población ha crecido y no pueden expandirse ni hacia el sur o el este, porque ahí están los ejércitos godos, ni al norte, porque están los aquitanos, emigran al oeste.

Vuelve a señalar.

—Hacia aquí. A la costa.

»Llevan generaciones asentándose en suelos que eran de las tribus de los várdulos, los caristios…

—¿Y no lucharon esas tribus?

—Si lo hicieron, fueron avasallados. O tal vez se mestizaron de forma más o menos pacífica. Pero sea por guerra o por alianza, el caso es que se puede decir que todo esto es ya tierra vascona. Los caristios, los várdulos, los autrigones del norte, ya no existen.

»No todos los miembros de esas tribus estaban dispuestos a ser asimilados por los vascones. A su vez fueron emigrando al sur, a las tierras de los autrigones interiores, los berones y los turmódigos. Se han mezclado con ellos y de esa mezcla ha nacido un nuevo pueblo al que llaman de los bardulos.

—Efecto en cadena. Típico, sí. ¿Y qué pasa con estos bardulos? ¿En qué relaciones están con el senado de Cantabria?

—Muy buenas. Como te he dicho, unos y otros se solapan. Parte de los territorios tribales de los bardulos coinciden con tierras que el senado considera de la provincia.

—Ya. Vamos a volver a lo que nos ocupaba antes. ¿Qué parte tienen los vascones en todo este mosaico?

—Magno Abundancio está en tratos con varios de sus jefes familiares y caudillos guerreros. Intenta llegar a una alianza.

—¿Para la guerra?

—Más que eso. Abundancio es un hombre muy ambicioso. Planea repoblar toda la margen oriental del Iberus. Quiere hacerlo de forma pacífica y para ello necesita estar en paz con los vascones o al menos con algunos notables de ese pueblo.

Belisario pone los ojos en una terraza alejada. Contempla cómo los estandartes bordados con águilas, crismones rojos, laureles, ondean sobre las balaustradas de piedra.

—Buena política.

Apoya meditabundo su sarmiento sobre el hombro.

—Pero nunca es bueno fiarlo todo a la paz.

—¿Qué quieres decir con eso, viejo amigo?

—¿No te resulta obvio? Si los vascones guardan como pueblo memoria de que esas tierras fueron suyas, en ellos ha de seguir vivo el rencor, aunque sea en forma de ascuas. Así ocurre siempre con los vencidos y los exiliados.

»¿No dices que son un pueblo guerrero? ¿Que los gobiernan caudillos? Puedes apostar a que, no bien estalle la guerra entre la provincia y los godos, bandas armadas atacarán la zona oriental de la provincia. Hay que moverse antes de que eso suceda.

—¿Y qué sugieres que hagamos?

—Tenemos que conseguir que los vascones ataquen tanto Pompaelo como la cuenca media del Iberus. Ha de hacerse en primavera. Si ya están guerreando cuando estalle el conflicto con los godos, será difícil que ataquen a la provincia.

—Pero ¿cómo quieres lograr algo así?

Belisario se llega a la balaustrada. Se asoma al mar de nubes. Al verle ahí parado, con las vestimentas albas flotando en alas del viento, se le viene a Basilisco el significado de su nombre. Belisario. «El rey blanco.»

—Eso queda de tu cuenta, Basilisco. ¿Quién puede superarte en el arte de la intriga? Tienes todo un invierno por delante para ganarte a los caudillos vascones.

Basilisco, con sus ropajes también flameando en el aire fantasmal, sonríe.

—Sería necesario sobornar a unos cuantos personajes claves. Ellos arrastrarán a la acción al resto. Y no creo que me cueste convencer a Magno Abundancio para que aporte de sus riquezas. Tiene motivos de rencor contra los obispos de Pompaelo y de…

No llega a terminar la frase. Asintiendo con la cabeza, Belisario se ha apartado del borde. Basilisco observa cómo se aleja a lo largo de la avenida de estatuas de bronce. Lleva el sarmiento en la diestra y sus ropas aletean con una lentitud sobrenatural.

No le sorprende esa marcha brusca. Tampoco que le haya dejado con la palabra en la boca. Los fantasmas son así. Caprichosos, impredecibles. Al menos lo son los que habitan esta ciudad por encima del océano de nubes.

La provincia de Spania II (vídeo)

Saldania

El
comes
Mayorio se frota los ojos cansados y suspira. Toma el cuenco de madera como si fuese a dar un sorbo. Pero se queda con él entre las manos.

—Resumiendo,
semissalis

—Esa turba de godos y aliados se está deshaciendo.

—¿En qué te basas para decir eso?

Gregorio, ataviado con sago oscuro y gorro panonio, no mueve un músculo del rostro al responder.

—Un grupo de unos cuarenta se han marchado ya en plena noche, como te acabo de decir. Todo hace pensar que los demás seguirán su ejemplo. Y que no se irán juntos.

Ahora sí que Mayorio da un trago a la infusión humeante. Tuerce el gesto porque sabe amargo. Observa por encima del borde al veterano de pie.

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