—¿Quién es este que te acompaña?
—El
tiro
Cloutos.
El mencionado lleva ya lo suficiente en los
victores flavii
como para no mudar de expresión. Pero su cabeza se convierte en un caldero al fuego. ¿Cómo es posible que a estas alturas, luego de meses, el jefe del bandon pregunte por él, como si no le conociera?
Mayorio vuelve a dirigirse a Gregorio.
—¿Cuánto tiempo lleva con nosotros?
—Cerca de cuatro meses.
Otra vez siente un asomo de temblor de piernas. Cuando venían, creyó que les iban a amonestar por alguna falta. Pero ahora está claro que, sea cual sea el motivo por el que les han convocado, la cuestión se centra en él.
Está sudando bajo la túnica de lana basta. Siente los ojos de Balambor. Se obliga a reprimir un inicio de pánico. Pánico que es la erupción de ese temor que siempre estuvo ahí latente: el miedo a no superar el período de prueba. A verse licenciado sin honor. Y la forma en que discurre la conversación no ayuda a su tranquilidad.
—¿A qué decena está asignado?
Esa pregunta hace que el
vicarius
despegue por vez primera los labios.
—A la cuarta de la primera centena. La del decenario Sabiniano, aquí presente.
El
comes
pone los ojos en el aludido.
—¿Por qué está entonces aquí el
semissalis
Gregorio? ¿No pertenece él a la décima decena?
—Sí,
comes
. Pero este
tiro
ha participado en acciones de exploración y escaramuza, y en esos casos estaba a cargo del
semissalis
. Además, es él quien ha supervisado su entrenamiento.
Asiente Mayorio, con los ojos puestos en los tres
comites
, que aguardan impertérritos. La situación es incomprensible par Cloutos. Y no parece que vaya a mejorar. El
comes
se encara otra vez con Gregorio.
—¿Ha recibido este
tiro
un entrenamiento adecuado?
—Sí,
comes
. Con la lanza y la espada, con el arco y el escudo, a pie y a caballo, con armadura y a cuerpo descubierto.
—¿Consideras que ha mostrado diligencia en el cumplimiento de sus obligaciones?
—Sí,
comes
.
—¿Garantizas que sabe manejar con pericia todas esas armas mencionadas?
—Nadie es capaz de convertirse en arquero experto en solo cuatro meses,
comes
. Lo que sí puedo garantizar es que ha aprendido los rudimentos de todas ellas y que progresará con la práctica.
—Te tomo la palabra. ¿Ha sido instruido en las leyes del ejército romano?
—Sí. En nuestras leyes, así como en las tradiciones y usos del bandon.
Cloutos ha asistido con cara de piedra a este último intercambio de frases. Pero su pulso se ha ido acelerando. Le palpitan las sienes. Ha pasado del temor a la mezcla de intriga e inquietud. ¿A qué obedece esta esgrima verbal? Este cruce de preguntas y respuestas carece de sentido, a no ser que sea algún tipo de ritual. Y sigue.
—¿Consideras pues que ha desarrollado de manera suficiente las habilidades que necesita un soldado romano? ¿Que ha adquirido los conocimientos básicos e imprescindibles?
—Sí a ambas preguntas,
comes
.
—¿Puedes dar fe de su templanza de ánimo?
—Eso lo ha demostrado en varias acciones armadas en las que ha participado. Garantizo que tiene espíritu guerrero y que entiende y sabe respetar la disciplina.
—¿Garantizas también que podría ser un miembro digno de los
victores flavii?
—Lo garantizo. Sí.
Mayorio se vuelve al decenario Sabiniano.
—¿Y tú?
—También lo garantizo.
El jefe del bandon se dirige entonces a su segundo. En ese instante cae Cloutos en la cuenta —puede que por la ofuscación del momento— de que Balambor es, en virtud de su rango, quien de facto ostenta el mando de la primera centena de jinetes. Así que, en consecuencia, aquí están todos sus superiores jerárquicos en la unidad.
—
Vicarius
. ¿Qué dices tú?
—Que también garantizo que este
tiro
vale para
eques
en los
victores flavii
.
El corazón de Cloutos se pone a latir con más fuerza si cabe. Es como si le fueran a reventar las venas de las sienes, como si la sangre se le acumulase en la frente. Pero no tiene tiempo de pensar nada, porque Mayorio asiente por última vez, antes de anunciar en tono solemne:
—Acepto vuestra palabra. Vosotros tres sois garantes de este hombre.
Se vuelve por fin hacia él, pero todavía no le dirige la palabra. Con un ademán, llama su atención sobre el paño rojo de la mesa. Luego toma una de sus esquinas con dos dedos y retira la tela. Expone a la vista una bolsita de tela, una espada dentro de su vaina y unas telas rojas enrolladas.
—Cloutos. Ya eres un
eques
de los
comites victores flavii
. Tres veteranos de reputación intachable te han garantizado como digno de la admisión.
Toma la espada con las dos manos para mostrársela. Siente Cloutos como si el corazón fuese a salírsele por la boca. Meses atrás, no habría podido suponer que este momento pudiera llegar a convertirse en algo tan importante para él. Que sus antepasados le perdonen, pero lo es tanto como su iniciación como adulto de su pueblo, los
sappi
.
—Esta es tu espada reglamentaria. Tuya es. Devolverás a los armeros la que te entregamos de manera provisional. Esta te pertenece, es de tu propiedad. Su precio, así como el del resto de tu equipo, te lo iremos descontando de tu paga hasta que hayas satisfecho la suma completa.
Cloutos recibe la espada con reverencia, a dos manos también. Pero el
comes
no le da respiro, porque ya ha recogido la bolsita de tela.
—Aquí está tu paga. A partir de ahora la recibirás completa, de la misma forma que tendrás todos los derechos y todas las obligaciones de un jinete del bandon.
Por último, le entrega las telas rojas enrolladas. Ahora se da cuenta Cloutos de que son la franja y los rosetones rojos que lucen los soldados de la unidad sobre sus túnicas albas. Ya está autorizado a coserlos en su uniforme.
A una indicación de Mayorio, Balambor sirve vino en cuatro copas. Él mismo entrega una a cada uno de los presentes, por orden de rango, dejando para el final a Cloutos.
El
comes
se bebe su copa de un trago y los demás le imitan. Cloutos intuye que es un gesto ritual, otro más, sin duda propio de esta unidad de caballería. Mayorio le señala con su copa vacía.
—Ahora eres uno de los
comites victores flavii
, porque tenemos derecho a usar el título colectivo de
comites
desde la campaña de Cartago. Procura estar a la altura de los que ganaron para este bandon un honor tan grande.
* * *
Cuando los tres abandonan el barracón, Gregorio palmea en la espalda de un Cloutos todavía abrumado por lo inesperado. Ha salido con la cabeza bullendo y una espada, su espada, en la mano.
—Ya está. Estás dentro, chico. Dentro de verdad. Ahora todo será muy distinto.
—Sí, claro.
—No. No tan claro. Creo que no lo has entendido todavía. Para empezar, ahora irás a la tercera decena.
A Cloutos le cambia el paso. Se gira turbado hacia Sabiniano.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Es que no me quieres en tu decena?
El decenario le observa a su vez entre perplejo e incómodo, antes de volverse con gesto de reproche a Gregorio.
—¡Pero bueno! No me digas que eso no se lo has explicado.
—Pues ahora que sale el tema…, parece que no. Se me olvidó. —El
semissalis
se echa a reír, a la par que se gira hacia Cloutos—. Es una norma inflexible en el ejército romano,
tiro
… Bueno, tendré que irme acostumbrando a que ya no seas
tiro
.
—Al grano, Gregorio —bufa el decenario.
—Bien. Mira, Cloutos. Cuando uno asciende de rango, cambia de unidad. No puedes servir como
eques
en la misma decena en la que fuiste
tiro
. Y si alguna vez llegas a decenario, no podrás mandar en la decena en la que serviste. ¿Entiendes?
—Claro. Otra tradición.
—No se trata de tradiciones, cabeza dura. Es una medida de orden práctico. No es bueno que nadie mande sobre los que fueron sus compañeros, sus iguales. Es mejor que al ascender deje atrás amistades y enemistades. Mejor para él, para ellos y para el bandon.
Cloutos asiente. Se le va apaciguando el ánimo. También la cabeza. Se está haciendo poco a poco a la idea de que ya es un
eques
. Que ha superado la prueba. Y comienza a arraigar dentro de él la sensación de que está concluyendo un ciclo vital.
Siente el peso de la espada en la mano. Se dice que todo en esta vida tiene su precio. Luego se le ocurre que a veces ese precio acaba siendo mucho más alto de lo que uno creyó en un principio.
Los personajes en la novela (vídeo)
Dice el saber popular que el Fin del Mundo vendrá precedido de señales y prodigios. Que se anunciará con llamas y estruendo en los cielos. Pero ¿y si tuviera lugar sin previo aviso? ¿Y si se desencadenase de un momento a otro, sin transición, en un destello, con un suspiro?
Clarea. Gregorio y Cloutos son los únicos del destacamento que siguen despiertos. Los demás duermen sobre las mesas o caídos sobre el piso. Las velas de sebo chisporrotean a punto de extinguirse. Hay jarros volcados, charcos oscuros. Apesta a vino picado, a cuerpos humanos, a sexo, a vómitos.
La luz del alba se cuela por las rendijas de las contraventanas y se oye silbar al viento. Es un aire muy frío, propio de esa primera hora.
Cloutos toma con dedos torpes una de las ánforas y se sirve un fondo que resta de vino. Cuando la vuelve a dejar sobre la mesa se le escapa de la mano. Rueda y cae, pero Gregorio consigue pescarla en el aire por los pelos.
Con el recipiente en la mano, se ríe el
semissalis
de la torpeza de borracho del nuevo
eques
, aunque él no está más sobrio.
¿Cómo no van a estar borrachos si llevan bebiendo toda la noche? La partida de soldados romanos cerró esta taberna para ellos solos al caer el sol; algo a lo que el dueño accedió en cuanto le mostraron el brillo de los sólidos bizantinos. Nada que perder y todo que ganar, porque en estas fechas no hay todavía muchos viajeros. Es cien veces mejor un establecimiento cerrado por unos juerguistas con dinero que abierto y con la sala vacía.
Había que celebrar que Cloutos obtuvo su ansiado rango de
eques
no hace ni una semana. Y lo han festejado a la manera mugrienta del ejército. En una taberna de mala muerte, extramuros a Segisama Julia, con wapa de calidad ínfima y putas astrosas. Pero para Cloutos esta noche que acaba ha sido tan plena como debe resultarle a un rey la de su coronación.
Han venido a esta ciudad fronteriza a comprar caballerías adecuadas para el bandon. Necesitan monturas de la mayor alzada posible y lo bastante robustas como para cargar con un jinete acorazado. Y no son fáciles de conseguir. El
comes
les ha encargado que procuren adquirir yeguas aptas para cruzarlas con sus caballos partos, para así obtener de ellas potros grandes. Los
victores flavii
son caballería pesada y valen lo que valen sus monturas.
Y han aprovechado el viaje para festejar el ingreso en firme del chico en el bandon. Fue una cabezonería de Gregorio hacerlo en este establecimiento cochambroso. No ha sido por dinero. El
semissalis
insistía e insistía en que algo así había que celebrarlo de esta manera, según las viejas usanzas. ¿Qué mejor lugar que una taberna diversoria
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a la vera del camino, con vino barato y putas más baratas aún? El veterano porfiaba en que respetar las viejas tradiciones asegura la suerte de los novatos.
Así que han estado toda la noche bebiendo, riendo, charlando por los codos y follando con las putas. Ha habido caídas, rotura de cerámicas, vomitonas y algún conato de disputa de borrachos aplacado siempre por los demás.
Cloutos paga todo, desde luego. Esa es la costumbre. Los demás han tenido que prestarle dinero y va a estar devolviendo el préstamo a lo largo de los dos próximos años. Pero no le importa. Aunque hubiera tenido que empeñarse por una década no se habría privado de una celebración así.
Gregorio le ha dicho en más de una ocasión que, cuando uno ingresa de forma definitiva en el bandon, sus integrantes se convierten en su familia. No sabía el
semissalis
hasta qué punto esa afirmación resulta cierta en el caso de Cloutos. Al fin y al cabo, antes de eso, ¿qué era? Un exiliado, un errante sin parentela ni suelo.
Gregorio sopesa con gesto de duda el ánfora. Descarta el levantarse para colocarla en un cantarero junto a la pared. Así que la deposita con cuidado sobre la misma mesa, asegurándose de que no ruede. Cuando Cloutos, que sigue rumiando la misma idea, le recuerda sus aseveraciones de hace meses, se reafirma en ellas con voz pastosa:
—Familia. Sí. ¿De qué otra forma podríamos llamarlo? Es nuestra familia en más de un sentido. Nos enrolamos por veinte años, chico. Veinte. Acabamos no teniéndonos más que los unos a los otros. Nuestros lazos son tan fuertes como los de la sangre.
Arrastra tanto las palabras que a su interlocutor le cuesta entender el sentido de algunas frases. Porque además, sin duda por efecto del vino, está recuperando vocablos y giros propios del latín del lugar que le viera nacer, que no sabe Cloutos cuál pueda ser.