La ciudad de Cantabria (Wpedia)
El bardo Maelogan alimenta a los sentidos con placeres. Por eso paladea ese vino que el ciego Basilisco se ha traído en barrica desde el lejano sur. A punto está de chasquear la lengua. Se contiene por temor a que el anfitrión se tome esa demostración de aprecio como descortesía o tosquedad.
Un isauro rellena su copa y él contempla el licor oscuro antes de hablar con mesura:
—Sí,
illustris
. Las
ghaobelas
solo existen entre los britones hispanos. No hay nada parecido ni entre los de las Islas ni en la Pequeña Bretaña, ni los enclaves de la costa aquitana.
—Me gustaría saber qué son con exactitud. ¿Una herencia del viejo paganismo? ¿Una casta? ¿Una especie de sacerdotisas?
—No, no. ¿Lo dices porque Hafhwyfar custodia máscaras? No. Es herencia de madres a hijas, y no por ser
ghaobela
.
—¿Entonces?
—Entre los míos hay sociedades guerreras, ya lo sabes. Son semejantes a las de otros pueblos. Bravos que se vinculan entre ellos. Prestan juramentos, adquieren obligaciones mutuas. Los britones además se tatúan para que el paso sea irrevocable y de por vida.
Basilisco asiente. Escucha atento y con ese gesto se lo quiere transmitir a su anfitrión. Este sigue:
—Las
ghaobelas
son una sociedad guerrera. Una femenina. Se pertenece a ella por sangre o por adopción. Portan armas. Se tatúan.
—Fascinante.
El viejo bebe con mesura, como para digerir a sorbos la información. Deja su copa de estaño sobre la mesa. Ya ha visto el bardo que se orienta a la perfección en esa casa de muebles escasos. Porque están en la vivienda del
magister
en la ciudad de Cantabria. Charlan y beben vino al amor de un brasero. Les atienden los isauros del viejo.
Basilisco se echa atrás en su silla de respaldo. Entrelaza los dedos.
—Soy un hombre muy curioso, honorable viajero. Mi hambre de saber no se sacia jamás. Espero que no te ofenda mi curiosidad.
Se ha dirigido al bardo no como
spectabilis
, al que por su rango tendría derecho, sino con uno de los títulos que le dan los suyos. Tal vez sea por deferencia. O puede que le advierta así que sabe de mucho, y entre ello de los usos entre britones.
—¿Cómo va a ser ofensa la sed de conocimiento? Eso es virtud y no defecto.
Sonríe el ciego e indica que rellenen las copas. El visitante declina porque la suya está llena. Habla Basilisco:
—Opino igual. El saber es aire, alimento. Me intrigan en grado sumo las
ghaobelas
. Mucho. ¿Podrías…?
—A mí también me asombraron cuando llegué a la Britannia Gallaecica. Había oído rumores pero nunca había visto nada parecido. Y, créeme, he viajado por todos los enclaves de la raza.
Vuelve Basilisco el rostro. A la luz de los carbones y las velas provoca la ilusión de que le escruta con esos ojos bordados en hilo de oro sobre seda.
—¿Serán una institución tomada de los galaicos?
—Es lo primero que pensé. Pero no. Se desarrollaron de forma independiente entre estos britones de Hispania.
—Pero ¿cómo…?
Basilisco no acaba la pregunta, no es necesario. No en vano su interlocutor es un contador de historias y sabe que las palabras valen tanto como las pausas y las ausencias. Oye crujir telas, señal de que se ha acomodado, antes de que responda a su pregunta a medio formular.
—El emperador Magno Clemente Máximo fue responsable del primer asentamiento britón en la Gallaecia. Máximo era un general victorioso, amado en Britania por sus triunfos sobre los bárbaros. Gracias a eso pudo enviar colonos a su tierra natal, con la intención de asegurar la fe de la región frente a herejías entonces muy populares en esas tierras.
Asiente el ciego al tiempo que toma su copa de estaño. Observa el visitante lo vieja y maltratada que está. Aguarda a que beba y se seque la barba blanca, antes de proseguir:
—Años más tarde, Máximo cruzó el canal para reclamar el trono imperial y se llevó con él a parte de las tropas de Britania. Por desgracia, esa circunstancia fue aprovechada por los bárbaros pictos para atacar la frontera.
»Las guarniciones no pudieron contenerlos. Cayeron como cuervos sobre nuestras tierras y mataron, violaron, destruyeron. Fue tal el desastre, que provocó una emigración. Y muchos se embarcaron rumbo a la Britannia Gallaecica, buscando refugio entre sus parientes. Esa fue la segunda oleada.
Otra pausa. El anfitrión asiente y, con la copa, le invita a proseguir.
—En esa segunda oleada iban muchas mujeres solas. Habían perdido a sus hombres, a todas sus familias. Habían visto cómo los pictos degollaban a sus hijos y ellas mismas habían sufrido toda clase de violencia. Muchas estaban llenas de ira. Culpaban a sus hombres de lo sucedido. Les acusaban de haberse ido con Máximo a la conquista de Roma al precio de dejarlas desamparadas.
Basilisco se inclina hacia delante. No deja de agradarle a Maelogan esa muestra de interés. Continúa:
—Aquellas mujeres juraron que jamás volverían a depender de sus hombres para defenderse. Se refugiaron en lugares deshabitados y fundaron aldeas en las que no dejaban entrar a los varones. Aprendieron el uso de las armas. Se ligaron mediante juramentos e incluso se tatuaron como los guerreros.
—Fascinante. Reinaba entonces en Oriente el Gran Teodosio y a la vista salta que la institución ha pervivido. ¿Acuden a la llamada a la guerra como los varones?
—No. Solo luchan para defender sus casas. Que Hafhwyfar esté en la expedición tiene que ver con su condición de custodia de las máscaras, no de
ghaobela
. Las
ghaobelas
abominan de las guerras de conquista. Fueron las ansias de poder y de gloria las que sacaron a las tropas de Máximo de Britania, no lo olvides.
—Fascinante.
—Pues esa es la historia.
—Te quedo muy reconocido por habérmela contado. Ha sido muy instructivo.
—A lo mejor tú puedes satisfacer a tu vez cierta curiosidad. Basilisco alza la cabeza, muy a la manera de los ciegos.
—Si está en mi mano.
—Justo en tu mano está. Se trata de esa copa de estaño de la que siempre bebes.
—Ah. —La levanta—. ¿Esta? ¿Qué pasa con ella?
—Que es famosa. La gente se hace lenguas de ella y se pregunta.
—¿Y qué dicen? ¿También piensan que es demasiado humilde para un hombre de posición?
—Eso no lo sé. He oído que es mágica. Que solo bebes en ella porque neutraliza cualquier veneno que puedan servirte.
Sonríe el ciego. Sonríe también el isauro Magnesio, situado unos pasos más atrás.
—No estaría mal. Viviría más tranquilo si dispusiera de una copa así. Pero no. Aunque no me disgusta que la gente piense eso. Tal vez así no se les ocurra intentar envenenarme. Pero es más sencillo que eso. Esta copa es el primer botín que obtuve en mi vida.
—¿Botín?
—Sí, botín. Ahora me ves viejo y ciego, pero en un tiempo fui
eques
de Roma. Un clibanario, como Mayorio y sus hombres. Entré en acción apenas al mes de haberme incorporado a mi bandon.
Sonríe.
—¡Qué tiempos! ¡Qué mal lo pasé ese día! Pero vencimos. Y esta copa me tocó en el reparto de los despojos enemigos. Por eso la conservo.
—¿Es una especie de amuleto para ti?
—Solo es un recuerdo. Esta copa me recuerda lo que fui. Es lo que me queda de una época en la que era un hombre fuerte, con ojos de águila y toda una vida por delante.
Vuelve a alzar la copa.
—La gente mira y solo ve un trasto viejo y abollado. Ciegos. Son ellos los ciegos. Esta copa vale más que todo el oro que guardo en mi casa de Constantinopla.
Le observa Maelogan. Ve al isauro un poco más atrás y, por su cara, juraría que todo esto acaba de saberlo él también. No responde nada. Es un bardo y sabe qué contar y como contarlo. Y también sabe cuándo callar. Se frota las manos con fuerza, para que el ciego oiga el sonido de fricción. Las alarga luego al brasero, más que nada para dar por cerrada la conversación, ya que ahí dentro no hace frío.
La diosa Mari (Wpedia)
Se le ocurre a Hafhwyfar que la vida es tan sinuosa como el camino de las culebras. Da continuas vueltas y nunca sabes a dónde te llevará. ¿Quién le iba a decir a ella que la expedición a la provincia de Cantabria le iba a conducir de regreso a orillas del océano?
Pero aquí está. A pie de mar. La persecución de las máscaras les ha traído hasta la costa. Los ladrones han seguido hacia el norte hasta llegar a orillas mismas del Mar Externo. Y hasta esas orillas remotas les han seguido tenaces ellos.
Ahora está sola. Pasea cerca del borde de los acantilados con su caballo de guerra de las riendas y la cabeza descubierta pese a que está nevando. Contempla maravillada el revoloteo de los copos, tan blancos. Los ve caer despacio en el aire inmóvil. La nevada está cuajando en lo alto de las rocas y sobre las ramas de los árboles.
¿Nevará también en casa, en Britonia? ¿Se habrán vestido aquellas costas tan familiares con la apariencia tan distinta que da la nieve? Tal vez. ¿Debiera lamentar no estar allí para poder verlo con sus propios ojos?
Se debate entre la alegría que le causa reunirse con el océano y el del prodigio de ver nevar a pie de playa por un lado y la melancolía por otro.
Melancolía difícil de ahuyentar, pues no obedece a causa determinada. Es un estado del alma en el que se sume a veces. Ya está acostumbrada. Por eso se ha alejado de sus compañeros, aunque solo unos cientos de pasos y armada. Su yelmo cuelga de la silla de montar. Lleva encima espada, dardos, escudo. Sobre todo el escudo con la dragona dorada sobre campo verde que tantos beneficios les está dando.
Eso, sumado a sus cabellos sueltos y rubios, les ha abierto más caminos que las gestiones de los guías, los sobornos o el temor que puedan infundir sus armas.
Cree oír cascos de caballos a sus espaldas. Se gira a la par que lleva la diestra a la aljaba de los dardos. Aparta enseguida la mano. No se equivocaba: alguien se acerca. Pero es Mayorio, que viene en su búsqueda.
Observa cómo se aproxima a lomos de su enorme caballo parto, entre los copos blancos que caen revoloteando. Trae a la montura al paso. El sago oscuro ondea, se toca con gorro panonio y lleva además la capucha echada. Al verle cabalgar hacia ella, recuerda por primera vez en semanas aquel sueño recurrente del jinete.
Sí. Su jinete cabalga otra vez hacia ella. Pero en esta ocasión lo hace en la vigilia y por un paisaje de prados, bosques, acantilados ahora coronados de blanco. Llega a través de una nevada copiosa. Envuelta en su melancolía, se pregunta si eso último no será un presagio de algún tipo.
Hace un esfuerzo para ahuyentar esas ideas. ¿Qué motivo tiene para estar triste? Ninguno. Ninguno. Está junto a su hombre. Ha regresado junto al gran océano.
Mayorio refrena su caballería a unos pasos para no salpicarla de pellas de barro, nieve y briznas de hierba. La contempla por un instante desde lo alto de la silla.
—Hafhwyfar. ¿Todo bien? ¿Qué haces a cabeza descubierta? ¿No ves que está nevando?
Ella le sonríe.
—Todo está bien, no te preocupes. Quería estar un rato sola. Y es que me dejé la capucha con los bagajes. Eso es todo.
—Te estás mojando. Vas a coger frío así. Cúbrete con el manto.
Ella niega sin palabras, al tiempo que trata de que él no se percate de que acaba de estremecerse. Es como si una ola negra la hubiese sumergido de golpe. Mayorio no puede saber que los britones solo se echan el manto por encima de la cabeza durante los funerales. Sin poderlo evitar, vuelve a preguntarse si todo esto que está ocurriendo no será el presagio de algo que habrá de llegar.
Hace un esfuerzo por librarse de todas estas aprensiones. Y es sobre todo por esto por lo que pregunta:
—¿Ocurre algo?
—Se acercan vascones, por eso he venido a buscarte. Tienes que volver.
Asiente ella y el
comes
la observa desde lo alto de la silla. También está él haciéndose sensible a su vez a los estados de ánimo de esa mujer, y de alguna forma sabe que necesita soledad. ¿Tendrá eso que ver con las aguas grises que golpean las piedras de abajo? Recuerda las veces que la ha oído mencionar el mar. Tira de las riendas.
—Regreso. No tardes. Puede ser peligroso estar aquí sola.
—No tardaré. Y descuida. Estaré vigilante.
Se aparta sin más y Hafhwyfar, envuelta en su manto de rombos, le sigue con la mirada mientras se aleja a través de la nevada al trote. Vuelve los ojos al océano. Desde ahí arriba no es posible ver el oleaje en la orilla. Pasea la mirada a su alrededor. Contempla los árboles pelados, las rocas coronadas de blanco, los copos que caen. Presta oídos al oleaje y al susurro hipnótico de la nevada. Entorna los párpados y se le ocurre que podría quedarse toda una vida ahí así. Que en esas condiciones, toda una eternidad pasaría en un suspiro.
* * *
Una Hafhwyfar muy distinta se alinea sobre su caballo junto al resto, no mucho después, cuando por fin asoman los vascones. Ahora está alerta, con los ojos atentos y las manos prestas. Aguardan desplegados en la pradera, con espacio por delante y lo bastante lejos de la costa como para no verse arrinconados en caso de tener que ceder campo. Nieva aunque más débil y, pese a ello, Hafhwyfar sigue a cabeza descubierta.