Por eso se le acerca el
comes
, que cala ya el yelmo y empuña su arco huno con la cuerda montada.
—Ponte el casco. Me saca de quicio verte así.
Ella se echa a reír, pero la expresión de Mayorio, que no se ha colocado todavía el embozo de malla, indica que a él no le hace la más mínima gracia.
—Ponte el casco. Ya no es cuestión de que cojas frío. ¿No ves que te pueden herir?
—Ni han asomado todavía los vascones.
—Eso crees tú. Pero puede haber escaramuceros más cerca de lo que creemos.
—Ay, no seas tan gruñón. Aquí tengo el yelmo. —Golpetea sobre el bronce con los dedos cubiertos de guantelete—. Y ya sabes que es bueno que los vascones me vean.
Aprieta él los labios porque no puede refutar esa afirmación. Es verdad que les beneficia que la vean con esos cabellos tan rubios y la dragona de oro sobre verde del escudo.
—Te expones a un flechazo.
—¿Y para qué me iba a disparar un explorador?
—Tal vez para jactarse de haber matado a una mujer a la que creen tocada por la gran diosa de estas tierras.
—Qué rebuscado…
Observa sin embargo la línea de robles lejanos entre la nevada. A través de ese bosque de árboles antiguos se les acercan más de cien vascones en armas, según los exploradores. Por la fraga, porque no hay caminos en estas costas. Imposible encontrar sendas o aldeas hasta varias millas tierra adentro. La costa está deshabitada y no es de extrañar. Los vascones son un pueblo desunido sin figuras de autoridad o asambleas comunes. Ni siquiera forman algo parecido a aquella confederación várdula que agrupaba a esa tribu, a la de los caristios y a la de los autrigones externos.
Confederación que no pudo aguantar los ataques de los piratas bárbaros. Destruido el poder romano en las Galias, las naves de hérulos, francos, sajones habían caído sobre las costas de Hispania como aves de presa. Sus incursiones debilitaron a las viejas tribus costeñas y abrieron la puerta a la invasión de los vascones, que bajaron de sus montañas contra unos pueblos faltos de lanzas y en la ruina.
Las tribus de la confederación várdula ya son historia, pero los piratas siguen señoreando esas aguas. Y la costa continúa deshabitada. Tal vez por eso buscaron refugio en estos pagos los ladrones. O quizá solo fue que su huida les llevó cada vez más al norte. Al norte, al norte hasta no poder seguir más.
Más bien lo último, porque en estos despoblados solo les esperaba la muerte por hambre. Han dejado un rastro de cadáveres. Los perseguidores han encontrado hasta cinco cuerpos en las cunetas. Por eso se apresuraban, temerosos de que murieran hasta el último de inanición. Porque, de ser así, sería casi imposible recuperar las máscaras, ya que todos los cadáveres estaban desnudos. Despojados por los lugareños o por sus propios compañeros.
Hay movimiento entre los árboles. Entrevé, a través de la nevada, a figuras que corren por la linde misma, de tronco en tronco. Sin duda avanzadilla de ese gran grupo armado que se aproxima.
Está cesando de nevar. Solo caen copos sueltos y el aire sigue inmóvil. Se ha instalado una quietud extraña sobre el lugar. Hafhwyfar, bien asentada en su silla, se dice que es como si la naturaleza hubiese conjugado todos sus elementos para crear esta atmósfera. El frío, la luz gris, la nieve recién caída, los árboles deshojados, el estruendo lejano de las olas.
Cada vez hay más vascones entre los robles. Portan escudos y lanzas, y pocos se cubren con cascos, por lo que puede ver. Pero hay con ellos figuras de ropas talares. ¿Brujas? Tal vez matriarcas, ya que las mujeres tienen gran poder entre esas gentes.
Ellos aguardan sobre los caballos. No se oyen más que relinchos, resoplidos, piafares, tintineos. Las bocas humanas y los belfos animales humean con el vaho. Mayorio alza el arco, señal de que se apresten. Hafhwyfar se coloca por fin el yelmo.
De los robles salen varios hombres a pie, con escudos y lanzas. Y llevan a tres prisioneros maniatados. Los conducen tirando de correas al cuello, como a las bestias.
—¡Quietos en los sitios! —grita Mayorio.
Se están aproximando. Llegan a medio camino entre los robles y ellos y uno, tal vez el cabecilla, blande su lanza.
—¡Quietos!
Comprende Hafhwyfar que esos gritos son para evitar que a alguien, nervioso, se le escape una flecha. Y ha calibrado bien la situación el
comes
. Esos gestos no eran de desafío, porque los vascones golpean en las corvas a sus prisioneros para hacerlos caer de rodillas, antes de volverse a trancos largos al bosque.
Observan. Los tres prisioneros ni siquiera muestran intención de escapar al quedarse solos. Aun desde la distancia su aspecto es el de agotados y rotos. Mayorio se vuelve hacia el britón Elouan, que es el jefe de los diez de su raza en esa partida. Señala con su arco a los tres hombres de rodillas, pero el otro a su vez apunta con su dardo a Hafhwyfar. Ella es la custodia de las máscaras y le corresponde a ella.
Se destacan entonces el
comes
y la
ghaobela
. La segunda observa desde lo alto a esos tres que tanto daño les han causado. Otra vez caen copos sueltos. Esos tres son esqueletos peludos, harapientos y muertos de frío. Tan solo eso queda de la banda que mató al viejo Cipriano, robó las máscaras y trató de matarla a ella.
Mayorio está más atento a la línea de árboles. El bosque está vacío. Los vascones se han esfumado. Vuelve la mirada a Hafhwyfar, pero ella le cede el interrogatorio con un gesto. Él se dirige al que parece menos aturdido de los tres.
—¿Dónde están las máscaras?
El interpelado levanta la cabeza para observarle con ojos vacíos. El
comes
insiste:
—Las máscaras. ¿Dónde están?
—No lo sé.
—¿Quién las tiene?
—No lo sé.
Hafhwyfar siente un nudo en el estómago. El
comes
en cambio no muda de gesto ni de tono de voz. Está hecho a interrogar a hombres obnubilados por las heridas o las fatigas, o tan solo cortos de entendederas.
—Matasteis al venerable Cipriano y os llevasteis las máscaras. ¿No?
El otro ni reacciona esta vez, por lo que Mayorio cambia de táctica. Saca de las alforjas un mendrugo de pan y se lo muestra como a un perro. Los tres prisioneros se remueven a la vista de un alimento tan mísero.
—Las máscaras. ¿Qué pasó?
—Metrobio se las entregó a unos.
—¿Metrobio era vuestro jefe? ¿Murió en el hayedo?
A todo asiente el otro sin quitar ojo al mendrugo. Mayorio vuelve a agitarlo.
—¿A quiénes se las entregó? Negación de cabeza.
—¿Sabes qué planes tenían para ellas?
Otra negación. Hafhwyfar siente cómo la bola en el estómago se espesa. ¿Tanta persecución para esto? Estos gusanos no son más que esbirros ignorantes. Nada les contaron en su momento, nada pueden revelar ahora.
Lo mismo debe de pensar el
comes
. Deja caer el trozo de pan sobre la nieve y el otro, maniatado, se arroja sobre las rodillas para devorarlo como un animal atado. Mayorio llama con el arco a Gregorio, que se ha destacado del resto.
—Estos hombres están al borde de la muerte. Te hago responsable de que los curen y les den de comer.
Se vuelve a Hafhwyfar.
—Regresamos. Los vascones han comprado paz a cambio de estos tres. O tal vez es que no les gustan los sacrílegos, por miedo a que los contaminen. Sea como sea, hay que salir de aquí cuanto antes. Ya les interrogaremos más a fondo en Cantabria.
Observa el bosque a través de los copos. Se quita el yelmo para encasquetarse el gorro panonio.
—Además, seguro que el senador Abundancio tiene planes para ellos.
Pero Abundancio está en esos momentos a millas al este de su querida ciudad de Cantabria. Y, aunque no ha olvidado la muerte de su anciano preceptor, su cabeza está lejos del robo de las máscaras britonas.
Es algo que el
comes
Mayorio no puede saber. Pero, en su ausencia, en un gesto que tiene algo de temerario y mucho de riesgo asumido, el senador se ha decidido a viajar al corazón del temido Saltus Vasconum. Lleva semanas negociando con el caudillo Cala Bigur a través de mensajeros e intermediarios. Pero el acuerdo no acaba de concretarse y la primavera se acerca. Por eso se ha decidido a dar un paso que tiene mucho de golpe de efecto.
Ha logrado sorprender a su anfitrión, de eso no cabe duda. Si algo no esperaba el caudillo vascón era que el hombre más poderoso de la provincia de Cantabria, el que aspira a gobernar en nombre del emperador buena parte del norte de Hispania, tuviera la osadía de internarse en su territorio para hablar con él. En esas montañas fragosas que se han tragado a tantas expediciones militares visigodas.
Y Cala Bigur, como buen jefe de guerra, es hombre que sabe apreciar la audacia.
También Magnesio, que es uno de los que han acompañado al senador a las entrañas del país vascón. Y, aunque se puso en camino lleno de dudas, tiene ahora que admitir que ha funcionado.
El jefe vascón había salido a su encuentro. Les alojó en su propia casa, lo que es un gran honor aunque la morada no sea gran cosa. Cala Bigur es un caudillo que con su llamado a la guerra puede levantar en armas a cientos de hombres, pero vive con modestia de rústico. En mitad de un bosque denso, dueño de un puñado de casucas de piedra y madera. Y su propia vivienda resulta estrecha para lo numeroso de su prole.
Hasta donde ha podido observar el isauro, esa parentela subsiste, aparte de con las incursiones contra el valle del Iberus y las tierras de los aquitanos, gracias la fabricación de carbón. La de Cala Bigur es una casa de escudillas de madera, pan de bellota y sidra. Lo que no quita para que les haya recibido con dignidad de potentado.
Hoy, tras varios días de nevar, amaneció despejado. Los hijos más pequeños del caudillo han salido en tromba, locos por disfrutar de la tregua del invierno, luego de jornadas encerrados. Corretean por entre los árboles próximos al casar. Se pelean y se tiran bolas de nieve y les oyen reír, gritarse y berrear.
Se han ido apartando del conjunto de construcciones para dar un paseo por el bosque aledaño y conversar así con mayor comodidad. Cala Bigur —enorme, adornado con grandes barbas— camina con un hacha de leñador al hombro. No lleva más compañía que el senador Abundancio y el isauro Magnesio. De común acuerdo, han optado por no hacerse escoltar, para tener más libertad de palabra y como muestra de confianza mutua.
En un momento dado, el vascón patea un montón de nieve al borde de la senda. Echa un vistazo al cielo a través de las ramas peladas de los árboles. Reacomoda su hacha de mango largo y hoja ancha sobre el hombro derecho. Sentencia:
—Pronto vino este año el invierno. Igual de pronto se habrá de marchar.
Repara una vez más Magnesio en lo pulido del latín de este caudillo montañés. Puede que su acento haga difícil de entender lo que dice. Pero su sintaxis es perfecta. Este hombre grandote de barbazas y aparatosos adornos de cobre pasó su infancia y primera juventud a caballo entre las casas de su abuelo y la ciudad de Pompaelo, donde se habla latín. Por lo visto, está emparentado con uno de los curiales de la ciudad y en su casa pasó largas temporadas.
Es por eso que Magnesio no puede dejar de sentir una lejana afinidad con este personaje de modales rudos. Es como si se asomase a un espejo. Él también se crió lejos de las montañas de su estirpe, pese a ser isauro de pura cepa.
Sin embargo, el vascón eligió —o la vida eligió por él, ¿quién sabe?— retornar al solar de sus antepasados. No será cabeza de ninguna gens, pero en esta tierra se ha convertido en un jefe de guerra respetado. Magnesio en cambio optó por seguir su camino a través de las calzadas del imperio, cada vez más lejos del hogar ancestral.
A su vez, el isauro no puede ni sospechar que él mismo está siendo todo un descubrimiento para Magno Abundancio. Ahora comprende el senador ese título que le da Basilisco de
domesticus
de su casa. Hasta este viaje, había pensado que el tratamiento era una extravagancia del viejo. Un gesto pomposo y vacío con el que restregar a los demás su poder.
No es así. Magnesio es un hombre instruido. No mentía el ciego al afirmar que es su mano derecha en todos los sentidos. Tanto que si está aquí es para hablar en nombre del propio Basilisco. Y, en este caso, es tanto como decir lo hace en nombre del emperador de Constantinopla.
El vascón vuelve a patear el montón de nieve. Se aparta unos pasos del camino. Observa con los labios apretados los daños que el temporal de nieve ha causado en una caseta de madera. Gruñe.
—Grrr. Habrá que reparar esto y antes que tarde, no sea que se venga abajo del todo y dé luego el doble de trabajo.
Pone un pie sobre una piedra. Apea el hacha del hombro para apoyarse a dos manos sobre la contera.
—En fin. Aquí estamos tranquilos. Hablemos pues. Explicadme con más detalle vuestra propuesta.
Abundancio se toma su tiempo antes de contestar, ya que lo brusco de la interpelación le ha pillado por sorpresa.
—Cala Bigur. Eres un caudillo famoso. Respetado. Muchos guerreros están dispuestos a seguirte y un hombre como tú merece empresas dignas de su talla. Por eso he venido a invitarte a que, con la primavera, lances una gran incursión contra el curso medio del Iberus.
—Contra territorios enemigos de tu provincia, claro.
—Enemigos de tu gente también. Y muy ricos.
—Ya. Pero ¿qué sacaría yo llamando a la guerra?
—Botín, por supuesto.
—Ya. Pero para eso no necesito consejo de nadie. Puedo organizarlo por mi cuenta. También podría atacar el país de los aquitanos, que nos están presionando con dureza por el norte.
»Tanto me da una cosa como otra. Y ya puestos, los godos son duros de pelar en llano. Muy duros. Eso sin contar con que las murallas de las ciudades de esas tierras son fuertes, o que los
optimates
locales acudirán con sus ejércitos privados a dar batalla.
»Si esas tierras son ricas se debe, aparte de a los buenos campos, a que las ciudades son fuertes, a las guarniciones visigodas y a que los terratenientes tienen ejércitos privados de calidad. Mal negocio es meterse en ese avispero. Ya otros, tentados por los posibles beneficios, arriesgaron en aventuras parecidas. Todos salieron descalabrados.
—Lo que dices es cierto. Por eso hemos venido a ofrecerte un pacto de guerra. Si tú te animas a convocar para un gran ataque contra esa zona, yo me comprometo a suministrarte armas. Buenas armas de forja a la romana. Espadas, puntas de lanza, cascos…