El hayedo no es grande. No hay que caminar mucho para llegar hasta la cabaña. Se tarda poco si se sabe qué camino seguir. Van escabulléndose por entre los árboles como fantasmas nocturnos, con los aceros en claro, a la luz enloquecida de las antorchas. El viento sopla y brama como si quisiera arrancarles las ropas. El estruendo de las ramas es anonadador.
Ahí está la cabaña, en una zona donde los árboles clarean sin llegar a formar calvero. El hombre de la máscara de tela va a mandar a los suyos que se detengan, cuando le interrumpe un grito de dolor a su derecha. Un alarido que consigue imponerse a los aullidos del viento. Se gira como el rayo, al tiempo que los portadores de antorchas alargan estas hacia donde ha sonado la voz.
A la luz, consiguen ver uno en el suelo. No está muerto. Patalea como un loco y chilla como un becerro. Está herido, tal vez de gravedad. ¿Qué le ha dañado? ¿Cómo?
No importa. Tras el primer desconcierto, al jefe de la partida se le ocurre que habrá caído en alguna trampa. De qué tipo, no lo sabe. Tampoco importa ahora. Sí que está berreando como un cochino en la matanza. Sus gritos van a alertar a los de la cabaña. No saben si el
comes
romano estará esta noche con su amante britona y él contaba con pillarles en pleno sueño. Grita:
—¡Adelante! ¡A la cabaña!
Como ve que algunos titubean y que otros pretenden acudir en auxilio de su compañero herido, vocifera agitando el escudo y la espada.
—¡Dejadle! ¡Dejadle! ¡Ya le recogeremos luego!
Para dar ejemplo, se abalanza a la carrera, dejando atrás incluso a los portadores de teas. Galvanizados por su acción, todos le imitan. Corren desplegados en abanico por entre los árboles. Olvidado cualquier sigilo, agitan armas y dan voces de guerra, tanto para envalentonarse como para amedrentar a los que puedan estar dentro.
Un hombre sale volando, como arrebatado hacia lo alto. El de la máscara de tela lo capta de soslayo. Se para en seco, gira atónito la cabeza. Le da tiempo de ver cómo el otro sube hacia la oscuridad pataleando entre un gran estrépito de cencerros. Otra trampa. Los alrededores de la cabaña deben de estar sembrados de ellas.
Pero ya no es tiempo de pensar ni de recriminarse por nada. Tampoco de retroceder. Su objetivo está ya ahí, a quince pasos como mucho.
Convergen en tromba ante la puerta. El de la máscara de tela agita el escudo para indicar a los de las teas que alumbren mientras los demás atacan con hachas y mazas los tablones. Si pensaban que esa parte del ataque sería fácil, también se equivocaban. La puerta es recia y deben de haber echado no una sino dos o tres trancas.
El líder enseña los dientes bajo su máscara de tela. Da igual también. Lo único que conseguirá así la britona es retrasar unos instantes el desenlace. Eso es todo.
Los cencerros siguen repicando con escándalo. Sin duda los agitan el viento y el pataleo en el aire del ahorcado. Tampoco eso importa ya. Habrán servido para avisar a los de dentro, pero su campaneo no va a llegar a oídos de nadie más. No, estando el hayedo tan apartado y en una noche de gran viento como esta.
Pero la maldita puerta aguanta. Tres hombres fuertes la atacan con sus armas con denuedo. Resuellan y maldicen. La puerta retiembla, retumban los tablones, crujen los goznes, vuelan astillas por los aires. Pero resiste los embates.
Cede por fin por la esquina de arriba. Y otros tres sustituyen a los que están golpeando. A cada golpazo, la puerta resuena como un tambor de madera. Se viene por fin abajo con un gran estruendo.
El hombre de la máscara de tela hace un aspaviento con su escudo y espada. El más ágil se arroja de cabeza al interior, puñal en mano. Le sigue luego uno con antorcha. Después entra el de la máscara de tela. Ha envainado la espada para echar mano del cuchillo, idóneo para luchar en lugares estrechos.
Pero no hay nadie a quien herir ahí dentro. Se detiene atónito. El interior de la choza está vacío. Sus dos hombres le observan al resplandor de la antorcha. Las caretas de cuero le impiden ver las expresiones, pero casi puede oler su asombro. Un desconcierto que se está trocando con rapidez en miedo.
—Brujería…
Eso le oye murmurar a uno y esta vez no tiene valor para desdecirle. Está sudando él mismo a pesar del frío. Siente como le corren hilillos bajo sus ropas de cuero y lana. La britona estaba aquí dentro. Seguro. Pero se ha esfumado por arte de magia.
Agita como un toro la cabeza, como para sacudirse el miedo. Se santigua. Al menos han cumplido con la primera parte de su misión. Escucha a través de la puerta abierta el bramido del viento, el repicar de cencerros. Piensa en el ahorcado, que se estará ahogando al extremo de la cuerda si es que el tirón no le ha roto el cuello. No hay tiempo de descolgarle. Tienen que marcharse.
Sale de la cabaña aparentando una seguridad que no tiene. Sus seguidores le aguardan en semicírculo, al fulgor de las otras teas, con las armas en las manos y las ropas agitadas por el ventarrón.
El sudor se le hiela al roce del viento nocturno. Va a gritar la orden de marcharse. Pero no le da tiempo más que a abrir la boca, porque un proyectil llega invisible en las sombras. Un dardo emplumado que, a diferencia de las flechas romanas, no está pensado para silbar o aullar. No lo diseñaron para causar espanto, sino para ser un asesino silencioso.
El hombre de la máscara de tela nota un choque en el pecho. Va a bajar los ojos para mirar qué pueda haberle golpeado. Ni tiempo tiene de completar esa acción. Se le escapan de las manos el puñal y el escudo. Le fallan las piernas.
Sus seguidores primero ven cómo cae de rodillas para quedarse sentado sobre los talones. Solo después advierten, a la luz de las antorchas, que en su pecho vibra un asta de emplumada de cuatro palmos.
No dan opción al tirador oculto a disparar más proyectiles, si esa era su intención. No hacen intento de protegerse ni de tratar de localizarlo. Tampoco de comprobar si su cabecilla todavía sigue vivo.
Como un solo hombre se dan la vuelta. Arrojan las teas para no ofrecer blanco a la luz y echan a correr en desbandada para salir de este bosque maldito del Señor. Al resplandor de las antorchas caídas queda el cadáver sentado sobre los talones, con la vara emplumada todavía oscilando en su pecho.
Rebasan desperdigados y a toda velocidad a ese compañero que, a varios pies sobre el suelo, oscila como un badajo, pataleando y gorgoteando al extremo de una soga, entre resonar de cencerros. Tampoco se paran a recoger a aquel herido que cayó primero.
Huyen. Lo propio hace el herido, muy rezagado porque va saltando a la pata coja. Pero hasta él deja por último el lugar. Queda entonces el bosque solo, abandonado a la oscuridad y al soplo del cierzo.
La caída del imperio romano (Wpedia)
Magno Abundancio ha ido a sentarse en una piedra. Se frota las manos. Echa el aliento y observa el vaho. Presta oídos al canto de las aguas de la fuente, que saltan entre rocas y hielo. Pone los ojos sobre los dos cuerpos yertos sobre la nieve. Piensa con tristeza en el tercer cadáver que yace en el interior de la cueva, a solo unos pasos a sus espaldas.
Se dice que en último término debe culparse a sí mismo de la mala muerte que ha sufrido el anciano. ¿No fue él quien sugirió que depositasen en la gruta, a su cuidado, las máscaras, ya que el presbítero, su propio hermano, se negaba a guardarlas en la basílica? Murmura entre dientes:
—Perdóname, Cipriano. ¿Quién podía imaginarse que podía suceder algo así?
Se incorpora con brusquedad. Se envuelve bien en su capa de pieles, antes de aproximarse a los dos cadáveres para examinarlos con el ceño fruncido. Dos mozos jóvenes y fuertes. Los abatieron a hachazos. Por lo revuelta que está la nieve, es de suponer que los infelices trataron de proteger el oratorio y al retirado con sus bastones.
Magro número de defensores y armamento mísero. Los atacantes debían de ser alrededor de una decena, a juzgar por las pisadas. Los dos jóvenes muertos eran hijos de colonos suyos. Él en persona les escogió para servir a su viejo preceptor Cipriano en este retiro religioso. Y ahora los tres están muertos.
Rezonga muy por lo bajo.
—Perdón. Sabes que si hubiera tenido la más mínima sospecha de que podía ocurrir algo así, habría enviado a cincuenta hombres armados hasta los dientes. Pero vivías en la pobreza de Cristo. Este lugar es santo para cristianos de toda iglesia y también para los gentiles. ¿Cómo podría haber nadie supuesto que…?
Deja de mascullar. Se le acaba de ocurrir que alguno de sus hombres podría observar que habla solo. Y eso no es beneficioso. Vuelve los ojos para ver si hay alguien mirándole. Pero los
fideles
que le acompañaron hasta aquí guardan las distancia para respetar su dolor.
Además, justo ahora todos le dan la espalda. Observan la senda que llega hasta la fuente y la gruta. Por el caminillo, entre los árboles dispersos, vienen varios hombres, unos a pie y otros a caballo. Entre los segundos está un hombre de barba majestuosa y manto azul. El bardo britón; Maelogan. Del resto, un par son servidores de este último y todos los demás son
fideles
de Abundancio.
Pero lo que de inmediato llama la atención del senador es que los hombres de a pie vienen arreando a dos borricos cargados con un cadáver cada uno.
Acude a su encuentro atajando por entre los árboles. Los jinetes desmontan. Algunos de los peones sueltan las sogas para dejar caer los cadáveres al suelo sin miramientos. Abundancio sale a la trocha y, tras saludar de forma sobria a sus bucelarios, pone la mirada en los muertos.
Voltea con el pie al más cercano. Viste como un rústico. ¿Le suena ese rostro? Pudiera ser, pero es incapaz de darle nombre o ubicarlo. Observa la herida en el pecho por la que debió de escapársele la vida.
—¿Espada? ¿Puñal?
—Dardo —rezonga Graciano, el
fidel
que encabeza esa partida.
Se le vienen a la cabeza a Abundancio los dardos emplumados de los britones. Se llega hasta el segundo de los muertos. Igual de anodinas son sus vestiduras, solo que en este caso esa cara no le suena de nada. Le examina con los labios fruncidos. No está manchado de sangre ni parece haber sufrido heridas.
Tarda unos instantes en caer en la cuenta de que ese rostro amoratado no se debe al frío. Repara entonces en las abrasiones del cuello. Vuelve la mirada hacia Graciano, al tiempo que enarca una ceja.
—Ahorcado —le aclara el otro.
—¿Quién lo colgó?
—Él mismo. Cayó en una trampa de lazo con contrapeso. Metió la cabeza y… ¡zas! —con el pulgar levantado, hace un gesto significativo hacia arriba.
Abundancio mira a su
fidel
, luego al cadáver. Enarca una ceja.
—Desde luego, Claudia Hafhwyfar sabe cuidar de sí misma.
—Puedes jurarlo, senador. No por nada es una
ghaobela
. Abundancio se gira, aunque por la voz ya ha reconocido al bardo Maelogan.
—He oído en un par de ocasiones esa palabra.
Ghaobela
. Pero no sé qué significa.
El bardo se ajusta el manto azul, en un gesto muy suyo, antes de responder.
—Hafhwyfar es una
ghaobela
. Tendré mucho gusto en explicarte qué es si así lo deseas.
—Te tomo la palabra.
—Cuando gustes. Pero ahora me gustaría saber qué ha ocurrido aquí.
Está señalando con la cabeza a los dos cuerpos caídos junto a las patas de los burros. Abundancio asiente.
—Supongo que sabes que esta noche han tratado de matar a Hafhwyfar.
—Sí, claro. Acudí al hayedo y me encontré con que estaba lleno de hombres tuyos. Ellos me informaron.
—Parece que esos mismos asesinos, antes de visitar el hayedo, vinieron hasta este lugar. Por desgracia, aquí lo hicieron mejor. Han matado a mi antiguo preceptor Cipriano y a los dos mozos que cuidaban de él.
—Lamento oír eso. Sé el gran afecto que tenías a Cipriano.
—Gracias.
De repente, le acomete una congoja que no puede contener, no importa que sea contraria a la dignidad. Añade con voz ahogada:
—Le estrangularon. Pobre. Pobre…
—Te reitero mi pesar, senador.
Abundancio inspira con fuerza. Consigue serenarse. Hay un lapso de silencio que agradece. De sobra sabe que el britón debiera haberle preguntado por las máscaras y que por respeto a su dolor no ha sacado el tema.
—Maelogan. Me pesa mucho comunicarte que esos miserables, además de asesinar a Cipriano, robaron las máscaras que tu gente dejó aquí en custodia.
El bardo acoge la noticia con serenidad.
—No cabía esperar otra cosa. Sin duda vinieron ex profeso a ello. Por eso mataron a tu preceptor.
—Sin duda. Mi pobre maestro no tenía aquí más bienes materiales que los imprescindibles. Un jarro de barro, una escudilla de madera. Vivía en la pobreza de Cristo.
Por la agitación bajo la capa, se advierte que se está frotando las manos.
—En cuanto a las máscaras… Lamento darte una noticia así. Me considero responsable de su pérdida y no sé cómo podré repararos por ello.
El bardo se ajusta otra vez el manto azul. Observa ceñudo los cadáveres, antes de hablar.
—No creo que haya culpa por tu parte ni nada que reparar. Obraste de buena fe y con sentido común. Esta fuente es un lugar sagrado. Tu pobre preceptor era un hombre santo. Los que han hecho esto, además de asesinos son unos sacrílegos. Que caiga sobre ellos la Cólera Divina además de la justicia humana.