Última Roma (56 page)

Read Última Roma Online

Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Gregorio prorrumpe en risotadas. Son tan estruendosas que causan agujas de dolor en la cabeza de Cloutos y hacen que tema que les oigan los godos. Se le ocurre luego que tal temor es algo estúpido, porque ya han debido avistarlos ahí arriba parados, en lo alto de los caballos. Lo que no deben saber es quiénes son, o ya habrían destacado jinetes a atacarlos.

Y Gregorio sigue riéndose.

—Todo el mundo tiene un solo bando, chico: el suyo propio. Cada uno mira solo por su propio interés excepto tal vez hombres como nosotros, que servimos a un imperio. Por eso el mundo será siempre de gente como Leovigildo o los curiales, y no de los de nuestra condición.

»Los curiales de Segisama Julia son prudentes, como casi todos los ricos. Hacen lo que haga falta para conservar sus bienes. Se doblegan al más fuerte, que hoy es Leovigildo. Pero mañana puede cambiar el viento y ser Leovigildo el que esté en desventaja. Por si eso ocurriera, les conviene poder decirnos entonces que jamás nos perjudicaron. Que obraron obligados por las circunstancias y la coacción de las armas.

—Gregorio. ¿Habrá guerra?

—Claro. Y a no mucho tardar. ¿Qué pasa, chico? ¿Tan ansioso estás de combatir? No te apures, que te vas a hartar de hacerlo.

—¿Seguro?

—Y tan seguro. En realidad, la guerra ya ha empezado. Esta ocupación es el primer movimiento. —Ríe de nuevo con carcajadas broncas—. Mejor. Que no hemos venido a este lugar remoto para comer y beber a costa del senado local, ni para entrenar a la romana a sus bucelarios.

—¿Venceremos?

—¿Quién sabe? La victoria depende del valor de los hombres y del capricho de los dioses.

No se le pasa por alto a Cloutos que Gregorio ha dicho «dioses». Un desliz de borracho del que el otro no se ha dado ni cuenta. El
semissalis
palmea el cuello de su caballo, al tiempo que observa con ojos velados a los que avanzan.

—La suerte es fundamental en la guerra. Y no debiéramos tentarla en exceso. Los godos no se han dado todavía cuenta de quienes somos. Pero si seguimos aquí, no van a tardar en enviar exploradores a identificarnos. Y no me apetece tener que combatir ni huir al galope. No hemos venido a buscar pelea ni a hacer carreras con nadie.

»Vinimos a comprar caballos. Ya los tenemos, ¿no? Pues vamos ahora a llevarlos a Cantabria.

Observa a la columna en marcha por la carretera de piedra, a través de un océano de hierbas muy verdes, salpicadas de flores de todos los colores.

—Además, visto lo visto, está más que claro que vamos a necesitar hasta el último de estos caballos que hemos comprado.

Ensayo sobre catafractos y clibanarios (PDF)

Campiña de la ciudad de Cantabria

Claudia Hafhwyfar se entera de la anexión de Segisama Julia por Mayorio. El
comes
ha cabalgado en su búsqueda para contárselo. La ha buscado en la ciudad, ha ido hasta el hayedo en el que tiene su cabaña. La encuentra por fin con los jinetes britones, entrenándose en una campa próxima al río.

Justo cuando llega el
comes,
están librando duelos singulares. Se miden con los caballos al galope, uno contra uno, cubiertos de yelmos y armaduras, y se arrojan dardos sin punta, de forma que el vencedor es el que consigue alcanzar al otro.

Mayorio refrena a su caballo para observar las justas desde el borde de los pastizales. Esto de disparar dardos al galope parece la forma preferida de lucha de los jinetes britones. Evitar el choque directo, procurar herir a sus enemigos a distancia con esos proyectiles emplumados.

Son sin duda un espectáculo vistoso. Cabalgando sobre esos corceles grandes, con los mantos de rombos coloridos flameando, cubriéndose con los escudos de leones dorados sobre campo verde, lanzando gritos de guerra en su idioma natal que resuenan por encima del golpeteo de los cascos.

No son sin embargo más que una veintena y no le cuesta localizar a Hafhwyfar. Las cotas de malla y los yelmos igualan, pero ese escudo de la dragona dorada le hace inconfundible ya de lejos.

Además, ella a su vez, no bien advierte al borde de los pastos a esa figura de ropas blancas y capa roja, para ella inconfundible, aparta a su montura de las justas para acercarse hasta él. ¿Ha venido solo? ¿Sin escoltas? Siente un salto del corazón, sin motivo aparente, y por primera vez en semanas recuerda su sueño recurrente del jinete.

Mayorio descabalga para aguardarla a pie, con las riendas en la mano. Eso le da a entender a ella que ha cabalgado largo trecho y que quiere dejar descansar a la bestia. Se le aproxima al trote, con un reproche a flor de labios. ¿Cómo se le ocurre a este hombre salir en solitario a despoblado?

Pero él no le da tiempo a recriminación alguna. Y ella, en cuanto oye lo que él ha venido a contarle, deja de lado esa cuestión. No la olvida del todo, porque le da miedo que algún día algún asesino aproveche la oportunidad que le brindan estas imprudencias del romano.

Echan a andar por el límite de los pastos, guiando a sus monturas. Botas y herraduras chapotean en los herbazales encharcados, porque anoche llovió de forma torrencial.

—¿Crees que va a haber guerra?

—Sin duda alguna.

La respuesta impresiona a la britona. No por la afirmación en sí, sino porque el tono de voz de Mayorio trasluce casi alegría. Da a entender que está contento de que el curso de los acontecimientos les conduzca a un conflicto armado con los visigodos. Con un esfuerzo, Hafhwyfar aparta esa circunstancia, en un intento de centrarse en la cuestión.

—¿Tan seguro estás?

—Nada puede impedir ya la guerra. Leovigildo la ha hecho inevitable al anexionarse Segisama Julia.

—¿Inevitable por qué? Segisama Julia no es tan grande, ni tan rica.

Mayorio se quita la capa roja, tan distinta del sago oscuro, para doblarla y echársela sobre el hombro. Se destoca luego del gorro panonio.

—Es una plaza estratégica. Segisama Julia está junto a la calzada que va de Asturica Augusta a Tarraco. Ha sido una ciudad libre porque, dado que controla el paso de viajeros entre el este y el oeste, nadie se ha atrevido a apoderarse de ella. Una acción así habría provocado la reacción armada de los territorios vecinos.

—¿Y si ahora queda en manos de los godos?

—Será un problema grave para Cantabria. Estorbará y mucho su comercio; le causará pérdidas incalculables.

Hafhwyfar suspira. Se aparta los cabellos rubios del rostro.

—Si Leovigildo es tan astuto como dicen, tiene que haber hecho esto con esa intención. Para obligar a la provincia a ir a la guerra.

—O para forzarla a negociar…, pero sí: es poner al senado entre la espada y la pared.

Caminan un trecho. Hafhwyfar escucha el suspiro del aire, el murmullo de las frondas, el canto de los pájaros, los sonidos de succión de las botas en el barro. En esos instantes de mutismo, vuelve a fijarse ella en que él no parece inquieto ante la idea de la guerra inminente.

—Mayorio. ¿Te alegra saber que habrá guerra dentro de poco? Él gira la cabeza para encararse con ella. Le ha pillado por sorpresa. Lo puede leer ella en sus ojos oscuros.

—Sí. ¿Para qué lo voy a negar?

—¿Pero por qué? ¿No te da miedo la muerte?

—No pienso mucho en la muerte, Hafhwyfar. Y no. No me da miedo. Miedo me da el pensar en quedarme inválido o mutilado. He visto a grandes soldados convertirse en sombras de lo que fueron tras perder algún miembro o quedar tullidos por una caída del caballo.

—¿Y aun así te comportas como si con esto de la guerra te hubieran dado una buena noticia?

Mayorio se encoge de hombros. Agita el gorro panonio para espantar a una mosca.

—La guerra es mi oficio y el ejército mi casa. Ya lo sabes. La guerra lleva meses gestándose. Ahora va a eclosionar, eso es todo. Y creo que tengo motivos para estar contento. En esta región, en este conflicto, se puede decidir el futuro de las provincias de Occidente.

Cambian de nuevo miradas. Ahora es Mayorio el que advierte la perplejidad en esas pupilas azules.

—Sí, Hafhwyfar. Se nos presenta una oportunidad de quebrar al reino godo. Es el momento. Ahora, antes de que Leovigildo se haga fuerte.

—Ya es fuerte.

—No tanto como parece. La situación en Híspalis y Córduba es inestable. La Septimania está amenazada por los reinos francos. Los suevos acechan al noroeste… y los nobles godos no son nada de fiar. Más de uno se nos uniría sin dudar si viese que somos poderosos y que tiene más que ganar con nosotros que con Leovigildo. En eso, la gran nobleza goda no se diferencia nada de los
optimates
hispanos.

Ella, pasada la sorpresa inicial, está sonriendo.

—Así que no te conformas con defender la provincia. Quieres romper al reino godo. Supongo que lo siguiente será reincorporar al imperio a buena parte de Hispania.

—O a toda. —Sonríe él a su vez—. El plan no es mío, aunque tengo que admitir que me gusta y lo comparto. Pero esto es idea de Basilisco.

—¿Basilisco?

—Sí. No me mires con esa cara. Él también es partidario ferviente de la restauración del imperio occidental. Es más, ha consagrado su vida a esa causa.

Parece titubear gorro en mano. Luego sonríe. Es una sonrisa que por algún motivo llena de calidez a Hafhwyfar.

—Quiero ser sincero contigo, pero te ruego que me guardes el secreto. Los planes de Basilisco eran al principio muy distintos. Vino hasta aquí para sacar partido de las ambiciones de Magno Abundancio.

»Esperaba que, al verse los godos obligados a vigilar esta zona, aliviasen la presión sobre nuestras fronteras en Spania. Lo que quería Basilisco era ganar algo de tiempo para el imperio. Eso era todo.

Como ya le ha ocurrido en otras ocasiones a lo largo de esta relación —relación que ella está convencida de que no es más que un eslabón de una cadena muy larga—, Hafhwyfar siente una sensación peculiar, un calor agradable. ¿Acaso no está él confiando en ella hasta el punto de violar las normas de discreción propias de su cargo?

—¿Y ahora ha cambiado de opinión?

—Por completo. Ahora cree que es posible convertir todo esto en una verdadera provincia imperial. Y, dada la situación política y estratégica, cree que con suerte y habilidad es posible reconquistar todo esto para el imperio.

—Y a ti te ha contagiado ese sueño.

—No hizo falta mucho. ¿Para qué engañarnos?

Tal afirmación tiene más de candidez que de arrogancia o cinismo. Casi se sonríe ella. La causa de la
restauratio imperii
. Esa que él mismo tilda en sus momentos bajos de espejismo. Reniega de ella pero, llegado el momento, le arrastra como una corriente irresistible.

Se encasqueta Mayorio el gorro de piel. Y de golpe se abre todavía más.

—No sabes lo mucho que todo esto supone para el bandon y para mí mismo. Si hay guerra, por fin podré dirigir a los
victores flavii
en una batalla de verdad.

—¿Una batalla de verdad? ¿Pero qué dices? Yo creía que…

—Espera. Escucha. Soy
comes
del bandon desde hace un par de años. Me dieron el mando justo antes de embarcarnos rumbo a Spania. Pero en todo este tiempo no hemos librado ni una batalla digna de ese nombre. No para una unidad de arqueros clibanarios como la nuestra.

»Lo más parecido fue un combate que tuvimos cuando veníamos hacia aquí. Pero eso no se puede registrar en los anales de la unidad como una verdadera batalla.

Se quita otra vez el gorro. Curioso gesto. Tal vez le sirva para tener la diestra ocupada —en la zurda lleva las riendas— y dar así salida a la inseguridad que le causa el estar sincerándose.

—Si batallamos contra el ejército visigodo, yo me ganaré de verdad mi rango de
comes
. Y nuestro bandon recuperará por fin su honor.

Cesa de hablar en ese punto. Caminan otros pocos pasos en silencio, con los caballos de las riendas. Cuando él retoma la palabra, lo hace con tono pausado y lento, como si eso le ayudase a tomar distancia respecto a lo que está contando.

—Los
victores flavii
somos una unidad prestigiosa. Clibanarios. Tropas de élite con derecho al tratamiento de
comites
. Nos ganamos ese privilegio en Cartago, luchando contra los vándalos en el ejército de Belisario.

»Siempre hemos estado en los lugares más duros. África, Dalmacia, la frontera persa, Italia. Hace un par de años, estuvimos en el cerco de Nisibis… Supongo que ese nombre no te dice nada en absoluto.

—No. Nada.

—Es una ciudad de Mesopotamia. Ha estado en disputa entre Persia y Roma durante siglos. Ahora está en su poder. El emperador Justino ordenó reconquistarla a toda costa y nuestro ejército la sitió.

Agita el gorro.

—No fue un asedio afortunado. Vamos a definirlo así. Hubo maniobras torpes, órdenes y contraórdenes que nos costaron muchas pérdidas. Nosotros mismos dejamos a buenos hombres en el campo por culpa de planes mal hechos y decisiones absurdas.

»En mitad del asedio, Justino ordenó la sustitución de nuestro
magister militum
Marciano. Y buena parte del ejército se amotinó ante esa decisión.

Otra pausa acompañada de aspavientos con el gorro. Parece que le está costando verbalizar esta parte.

—La nuestra fue una de las muchas unidades que se sumaron al motín. No voy a darte detalles sobre lo que ocurrió en aquellos días ni sobre nuestra participación en los sucesos. Los supervivientes nos juramentamos a no hablar nunca de ello, ni siquiera entre nosotros.

Other books

Finding Margo by Susanne O'Leary
Strum Your Heart Out by Crystal Kaswell
The Burying Beetle by Ann Kelley
The Serpent's Shadow by Mercedes Lackey
New Lands by Charles Fort
Parallax View by Keith Brooke, Eric Brown
The Map of Love by Ahdaf Soueif
The Mysterious Maid-Servant by Barbara Cartland