Última Roma (26 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Uno de ellos es cultivar cierto distanciamiento respecto de sus súbditos. Eso aureola de grandeza. Es buen escudo también contra los puñales y el veneno.

Otro ha sido la creación de un
officium
de agentes confidenciales. Pero él, a diferencia del emperador, no ha dejado ese asunto en manos de nadie. Los espías son una herramienta demasiado peligrosa y la Gothia no es el Imperio de Oriente.

—Me dices que también llegaron britones. ¿Hay alguna relación entre eso y la presencia de los romanos?

—En apariencia no,
gloriossisimus
. Pero nunca se sabe.

Hace una pausa, sin duda calculada para atizar el interés de su interlocutor. Ya se ha dado cuenta Leovigildo de que no ha dudado en la respuesta. No cabe duda de que se hizo la pregunta él mismo antes. Y eso, la capacidad de anticiparse, es una cualidad valiosa en un agente confidencial.

Este Bartolomei es uno de sus mejores espías. Un mercader avispado que comercia con telas finas. Acude a la fortaleza en lo alto de forma periódica. Ofrece al rey géneros excelentes, lo que le da excusa para también venderle información.

—Los britones han acudido desde sus costas a presentar sus respetos al venerable Emiliano, un hombre santo de los católicos que…

—Sé de sobra quién es Emiliano.

—Por supuesto,
gloriossisimus
. Te pido disculpas.

—Eres libre de contarme todo aquello que creas procedente. Prefiero oír algo que ya sé, que quedarme sin conocer algo que ignoro.

—Gracias. Como he dicho, parece que no hay relación entre ambos sucesos. Pero yo tengo mis dudas.

—¿Por qué?

—Porque, como te he dicho, la caballería romana es la escolta de una especie de embajador que ha enviado el
magister militum spaniae
al senado de Cantabria.

—Ya. Háblame de esa embajada.

—Ignoro cuál pueda ser su misión. Pero sí puedo decirte que la dirige un alto funcionario de la provincia de Spania. Un ciego. Muy anciano.

Aunque tiene los ojos gachos, no por eso deja de sentir que el rey se agita en su asiento. Se da cuenta este a su vez de que el otro lo nota y se dedica una mueca leve de disgusto contra sí mismo. No es bueno dejar que nadie vea que te sorprendes.

Vuelve a entrelazar los dedos sobre el regazo. Anciano y ciego. ¿Flavio Basilisco? ¿Flavio Basilisco en Cantabria? ¿Será posible? ¿Qué puede hacer que ese demonio salga de su madriguera para viajar tan lejos?

—Es preciso averiguar más. Hay que saber qué se traen entre manos. Si los soldados son solo escolta y si, terminada su misión, sea la que sea, se volverán a Spania.

Ahora es él quien hace una pausa.

—¿Puedes averiguarlo?

—Haré lo imposible por servirte,
gloriossisimus
.

—Bien. Pues ya está todo hablado. Vete en paz y con mi gratitud. Pon tú mismo el precio a las telas que me has traído. Y hazme llegar tu relación en la forma acostumbrada.

Esas son las remuneraciones por el servicio. Una compra generosa y, sobre todo, la «relación». Y esa es la parte de veras sustanciosa. Bartolomei no cobra al rey en oro sino en favores que detalla en un documento. La retirada de multas a correligionarios. La exoneración de un impuesto especial a determinada comunidad. El permiso para construir una sinagoga nueva.

Bartolomei se inclina como si estuviese ante el mismo emperador de Constantinopla, antes de retirarse. Quedan a solas en esa estancia de piedras desnudas el rey, sus dos hijos y el guardia, al resplandor de los velones y el brasero.

Hay más soldados, gardingos
[33]
, al otro lado de la puerta. Pero aquí solo está este, que es mudo y analfabeto. Leovigildo y sus hijos suelen estar más protegidos. Pero no es nada prudente el discutir ciertos negocios ante demasiados testigos. Hay que temer a la imprudencia todavía más que a la traición. Siempre hay una lengua que se suelta. Y siempre hay orejas abiertas a escuchar.

En este caso, la reserva se impone a la defensa. Un solo guardia. Un ostrogodo. Exiliado sin tierra. Fugitivo del desastre de su reino en Italia. Esta es otra de las lecciones que ha aprendido el gran rey. Si quiere morir en su lecho, más le vale prescindir de las tradicionales guardias de honor formadas por hijos de la nobleza visigoda.

Se incorpora para acercarse al brasero. Tiende las manos hacia el fuego. Escucha como sus hijos se agitan en las sillas. Con los ojos puestos en los carbones encendidos, indica:

—Venid a calentaros. Una vez que se retiran los súbditos, no hay necesidad de guardar las formas.

Los dos chicos no se hacen de rogar y, casi tiritando, se juntan con él alrededor del brasero de hierro.

—¿Tenéis algo que preguntarme?

—Yo sí, padre. —Ese es Hermenegildo, el mayor.

—Dime.

—¿Por qué pagas tanto por las sedas?

A punto está de echarse a reír. Son normales esas preguntas en un niño de apenas diez años. No se carcajea porque, aunque en realidad sería una manifestación de amor de padre, su hijo podría tomárselo como una burla. Y eso no sería bueno para su educación como futuro gobernante.

—Pago de más a Bartolomei a cambio de las cosas que me cuenta en secreto.

—Siempre pagas mucho por las sedas. A Bartolomei y a los demás.

—Ah. —Se frota las palmas, las tiende de nuevo hacia los carbones rojos—. La seda bien lo vale. Y no me refiero a su calidad como tejido. La seda, hijos, es uno de los atributos del emperador.

»Si queréis que la gente os mire con los mismos ojos que al emperador, es preciso que os vistáis y comportéis como él…

—¡Pero nosotros somos visigodos! —Le interrumpe brioso el menor, Recaredo.

Como padre casi hubiera sonreído. Como rey que se siente obligado a instruir a sus hijos, se frota las manos, severo.

—Lo primero de todo, no interrumpas a tu padre. Y seremos visigodos. Pero esto es ahora la Gothia: la forman parte de Hispania y parte de las Galias. Esto es ahora el solar de los nuestros. Si no conseguimos unir en un solo pueblo a los godos y a los ciudadanos romanos, antes o después nuestro reino perecerá. Hemos de transformarnos o desaparecer.

»Y yo no deseo que el reino visigodo siga el mismo camino que el de los vándalos de Cartago o el de nuestros primos ostrogodos en Italia. Haré lo imposible para que eso no ocurra.

Hace una pausa y decide no seguir por esos derroteros. Son muy pequeños aún y no se les debe sobrecargar con incertidumbres respecto al futuro de su pueblo.

—¿Qué opináis de lo que acabáis de oír?

De reojo los observa. Recaredo, el menor, se está frotando el rostro confuso. El gesto indica reflexión y le agrada. Pero no cree que responda nada. Se gira una pizca hacia el mayor, Hermenegildo, que sí parece tener algo en la punta de la lengua.

—¿Sí?

—Padre. ¿Tan importante es que unos pocos soldados romanos hayan llegado a ese lugar?

—Buena pregunta. Es lo que tenemos que averiguar. Eso es vital. Tan desastroso puede ser no dar a algo la importancia que tiene como darle demasiada.

Sonríe con los ojos puestos en el fuego.

—Y yo no llamaría a cien clibanarios romanos «unos pocos».

—Los romanos son débiles. Lo dice todo el mundo.

—Ya. Eso mismo pensaba ese iluso de Widhi
[34]
. Apostó a que los romanos estaban exhaustos. A que por culpa de sus guerras con los persas no podrían movilizar recursos contra él en Italia. ¿Y qué pasó? Que el reino ostrogodo ya no existe.

El chico se enfurruña. Su padre advierte su mueca al brillo rojo de los carbones.

—¡Nosotros tenemos muchas
thiufas
[35]
…!

Suspira Leovigildo. Se aparta del brasero para pasear por la estancia en penumbras con las manos a la espalda.

—El número no lo es todo. No lo es todo… Hay adversarios temibles que, sin embargo, no acaudillan ejército alguno.

Sus hijos le miran sin entender. Él prefiere de nuevo no liarles ahora con explicaciones complicadas. Está pensando en Bartolomei y en lo paradójico que resulta que algunos de sus mejores informadores sean judíos.

Paradójico porque los jefes judíos y el episcopado católico son los dos contrapoderes a los que más le vale vigilar. Se podría decir que ambos forman estados dentro del estado. Por eso son peligrosos, más que los grandes nobles godos o los magnates hispanos. Por eso también se puede confiar más en ellos para ciertos negocios.

Ni unos ni otros son amigos de apuestas temerarias. Prefieren jugar sobre seguro y desarrollar estrategias a largo plazo. Con personajes así se puede negociar con ciertas garantías.

Y en el caso de los judíos, lo que les hace tan valiosos como agentes confidenciales es que sus comunidades han desarrollado de forma espontánea redes de información. Sometidos por los reyes godos a trabas y leyes desfavorables, eso es para ellos una herramienta de supervivencia. Entre los judíos corren con rapidez las noticias sobre todo aquello que pueda interesarles. En qué lugares hay demanda y de qué productos. En qué otros lo que hay son excedentes que se pueden comprar baratos.

—No, el número no lo es todo —gruñe—. Tampoco la fuerza aparente.

Dice eso pensando en Basilisco. Ha de ser él. No hay en Spania otro funcionario, al menos de alto rango, que coincida con la descripción que le acaban de dar. Y no es hombre que deje que la edad y la ceguera le estorben si la ganancia merece la pena. ¿No estuvo, con audacia impropia de su rango y años, presente en la misma Córduba, tramando una conjura que casi le cuesta el control de la zona?

Flavio Basilisco sí que es de temer. No importa que esté ciego y tenga un pie en la tumba. Spania, Cantabria, Britonia… Si todos sus enemigos se uniesen… Así como él sueña con forjar una Gothia fuerte, hay hombres visionarios que todavía alientan el sueño de resucitar al Imperio de Occidente… Le saca de esas cavilaciones cada vez más sombrías su hijo mayor.

—Pero nosotros somos más fuertes. ¿No, padre? Sonríe él.

—Claro, hijo. Pero ser fuerte es también saber estar siempre atento.

Reino visigodo de Toledo (Wpedia)

Ciudad de Cantabria

Podría haber sido el tamborileo de lluvia sobre las tejas. Pero sabe Magno Abundancio que no. Que lo que le acaba de sacar del sueño ha sido una pesadilla. Una de la que no consigue recordar nada, aparte de que ha sido horrenda.

Y se ha despertado en plena noche. Gira la cabeza y, bajo párpados todavía pesados, echa una ojeada al velón que arde sobre un vasar de piedra. Por lo que resta del vástago de cera, queda aún bastante hasta la alborada.

¿Qué es lo que ha soñado?

Oye la respiración profunda de su esposa. Escucha los pasos de los guardas al otro lado de la puerta. Pasean por la antesala para ahuyentar a la somnolencia y al frío. Arriba y abajo, abajo y arriba. Pero no ha sido el sonido de suelas sobre las losas de terracota lo que le despertó. Ese caminar es parte de sus noches. Al contrario: se despertaría si de repente dejasen de sonar, porque sería aviso de que algo podría no ir como debiera.

Está bañado en sudor. Siente el pulso todavía acelerado. ¿Qué será lo que ha soñado? No consigue acordarse. Se desvaneció el recuerdo de ese sueño con lo brusco del despertar. Solo sabe que ha sido una pesadilla muy negra.

Vuelve a prestar oídos a las pisadas al otro lado de la puerta. ¿No habrá soñado que lo asesinaban? Es posible. No sería la primera vez.

El corazón se le va apaciguando. Sin embargo, ahora tiene tanto frío que le reduele en los huesos. Es como si durante el sueño le hubiese visitado un espectro de hielo. Sale de la cama con suma precaución. No quiere despertar a su esposa. El sudor se le está enfriando. Tirita.

Se lava en una palangana pese a lo aterido que está. Procura no chapotear, aunque su esposa ha sido bendecida con el don del sueño profundo. Se pregunta si no debiera dejar un brasero encendido durante las noches frías.

Descarta esa idea, tal como ha hecho mil veces a lo largo de toda su vida. El brasero de noche es cosa de viejos. Conlleva además un riesgo de incendio. Y no por nada dicen que los braseros encendidos durante el sueño son una puerta abierta a los Infiernos. Una grieta por la que se cuelan los demonios para robar el aliento a los que duermen. Son muchos los que, por dormir con braseros encendidos, han amanecido muertos sin heridas ni causa aparente.

Se viste al resplandor de la vela. Nunca ha querido tampoco tener criados que le ayuden a eso. Sus preceptores le inculcaron que un exceso de comodidades conduce a la molicie. Y esta a su vez lleva a que los días de un hombre transcurran sin provecho. A que su vida pase en un suspiro. A que las huellas de su existencia sean como las de pasos en la arena.

Sale del dormitorio. Se frota las manos y cambia miradas con sus guardias nocturnos, que han dejado de pasear cuando le han oído abrir la puerta. Son dos de sus
fideles
de máxima confianza. Parientes lejanos suyos. Jóvenes, recios, barbudos, bravos, vestidos de lana y cuero y bien armados a sus expensas.

Uno enarca una ceja. Magno Abundancio le indica con un gesto que todo está bien. Pocas formalidades hay entre sus
fideles
y él.

En esa antesala sí que arden carbones de encina en un brasero para entibiar la estancia. El senador se frota las manos. Se llega luego junto al hornillo y alarga las palmas. El calor le conforta. Con un nuevo gesto indica a sus hombres que permanezcan aquí, guardando el sueño de su esposa. Luego toma su manto de pieles, agarra una lucerna de barro y sale al peristilo.

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