Apoyado a dos manos sobre la borda, Mayorio,
comes
de los
victores flavii
, contempla cómo pasa la costa. La flotilla navega tan próxima a tierra que distingue los matorrales. Puede ver cómo el viento arrastra cortinas de arena a lo largo de las playas. Sería capaz de contar el número de pinos que crecen al borde mismo de los arenales.
Lleva ahí, junto a la borda, casi todo el viaje. Con los ojos puestos en los acantilados, las peñas oscuras, las playas de arenas blancas, las sierras que se divisan en la distancia. Y con la cabeza bien lejos de todo eso.
No es que no disfrute de la singladura. Lo hace y mucho. Es bueno estar de nuevo al aire, al sol. Es bueno vestir prendas blancas de soldado; los pantalones, la túnica con la lista y los rosetones rojos. Cubrirse con el
gorro panonio
[20]
. Ceñir espada de jinete y puñal. Mandar de nuevo a su bandon al completo.
Los hombres están alegres, casi eufóricos. Llevan así desde que corrió entre ellos el rumor de que embarcaban hacia las Baleares. Sabe Mayorio que alimentan la esperanza de ser enviados de regreso a Oriente. De haber sido por fin perdonados.
Él está convencido de que no es el caso. Pero al menos les van a dar una oportunidad. Esta misión va a ser algo más que labores de descubierta y escaramuzas. Duda empero de que vayan no ya a Asia, sino ni siquiera a las Baleares.
En cuanto vio lo pequeños que eran esos cargueros, protestó con firmeza. Naves de tan pequeño tonelaje se mueven de forma endiablada no bien se pica un poco la mar. Y eso no es nada bueno para los caballos partos. Les altera y hace enfermar.
El ciego Basilisco, con esa sonrisa tan dura suya, le replicó que no tenía por qué preocuparse. Que el viaje no iba a durar lo suficiente como para que eso llegase a ocurrir.
Espera el
comes
que sea cierto. Aunque navegan con buena mar, los barcos cabecean, se balancean, bandean. Los caballos están inquietos y los
comites
están más que atareados tratando de calmarlos.
Ese comentario sobre la brevedad del viaje tal vez haya sido un desliz. O no. Nadie puede estar seguro de nada con Basilisco. En todo caso, es el único dato de valor que ha conseguido arrancarle Mayorio. No sabe a dónde se dirigen. Tampoco cuál es su misión. Solo puede especular a partir de la composición de ese grupo. Porque si hay algo que se sabe de cierto es que Basilisco no deja nada al azar.
Han embarcado a su bandon completo. Los jinetes y el personal auxiliar: médico, veterinario, mozos. Que vaya con ellos el propio Basilisco indica que el asunto no es baladí. El maestro de espías es muy viejo y no se desplaza por cualquier minucia. Le acompañan nada menos que una veintena de sus isauros. Y también un puñado de funcionarios provinciales.
El convoy va escoltado por una liburna. Una embarcación de guerra de líneas afinadas y dos filas de remos, veloz como una saeta. Es protección más que suficiente. Hace ya décadas que las armadas del imperio limpiaron esas aguas de piratas vándalos, godos y francos.
Basilisco viaja a bordo de la liburna. Ofreció a Mayorio un puesto a bordo, pero este rehusó para poder estar junto a sus subordinados. Eso es lo que debe hacer un
comes
. No le duele privarse de las comodidades de navegar en la nave de guerra. Sí de la información que sin duda habrá compartido ya el ciego con el capitán de la embarcación.
Sospecha Mayorio que el rumor de que su destino es las Baleares lo han hecho correr los agentes del propio Basilisco. Sería una maniobra astuta. Hay un ir y venir constante de soldados y funcionarios entre las islas y la península. Nada tiene de raro que retiren a una unidad de caballería pesada ahora que fracasó la reconquista de Córduba. Es difícil que algo así llame la atención de los espías que los visigodos puedan tener en Carthago Spartaria.
La liburna surca las aguas. Adelanta al convoy para luego virar y dirigirse a popa. Aprovecha su mayor velocidad para ir y venir de continuo, como si pastorease a los cargueros. Cuando pasa a la altura de su embarcación, Mayorio alcanza a ver a Basilisco sentado en cubierta, con túnica, dalmática y capucha, y esa venda sobre los ojos que aspecto tan inquietante le da. Está a proa, con el báculo entre las manos, sin que parezcan que le incomoden los rociones de agua salada.
Ignora que esa es la costumbre inveterada del viejo cuando navega. Sentarse en cubierta, a ser posible a proa. Sentir el sol, notar los balanceos del buque. Escuchar cómo rompen las olas contra la proa y el espolón de bronce. Recibir las salpicaduras de espuma.
Y recordar gracias a todo eso mares muy azules, aguas deslumbrantes por un millón de reflejos del sol. Nubes blancas. Costas lejanas contra las que rompe el oleaje. Playas de arenas blancas. Aves que sobrevuelan la faz de las aguas. Velas latinas en la lejanía.
Ver de nuevo todo eso gracias a los ojos del recuerdo. Esos ojos que son suyos para siempre por derecho de los años que ha vivido. Ojos que solo podrá cerrar la muerte cuando llegue por fin la hora.
Ensayo sobre los britones (PDF)
Claudia Hafhwyfar camina a lo largo de la playa. Lleva a su montura de las riendas. Es un
meir embryse
de pura raza; un caballo sármata, del linaje de aquellos que tantas victorias dieron al gran Ambrosio Aureliano contra los sajones.
Va por el mismo borde del agua. El ir y venir de las olas le salpica las botas con espuma.
Había niebla a la alborada, pero ya levantó. Da ella gracias al Señor por ello. Se ha llegado hasta este paraje solitario de arenas, rocas y oleaje para despedirse del mar. De haber estado cubierta la costa de nieblas, se habría visto obligada a ponerse en camino sin saber cuándo volverá a verlo. Si es que vuelve a verlo algún día.
Pero por suerte el viento ha dispersado los vapores. Sopla hoy con fuerza. Ruge.
El cielo está encapotado. Las aguas grises y embravecidas. Su hijo Gower corretea por delante de ella, a unos veinte pasos. Es solo un niño y no tiene reparos en dejar que el oleaje le bañe los pies descalzos. Sus cabellos negros y largos vuelan en el viento. Heredó ese pelo del padre. Ella al verlo ahora no puede sino recordarlo. Tampoco es capaz de evitar un punto de nostalgia.
El chico no se cubre más que con una túnica interior de color crudo. Ya se ocupó ella de desvestirlo. Sabía que no iba a resistir la tentación de jugar junto al agua y es mejor que pase frío un rato a que luego ande con la ropa mojada.
Gower va ahora de acá para allá recogiendo conchas. El mar y lo que contiene ejercen sobre él una fascinación poderosa. Es lógico, habida cuenta de que vive algunas millas al interior con unos parientes de su padre. A ellos se lo envió Hafhwyfar cuando a él se lo tragó la mar. Fue como si así quisiera protegerle de correr igual destino.
Los cascos del caballo se hunden en la arena mojada. Disfruta ella con ese paseo a lo largo de la playa, envuelta en su manto de rombos coloridos, aspirando olor a mar, oyendo el oleaje y el resonar de las armas que cuelgan de la silla de montar.
Se detiene en el centro de la ensenada, en el punto desde donde mejor se divisa la mar abierta. Sí que está alborotada. Olas grandes y coronadas de espuma. Se avecina temporal.
Siempre sujetando con mano firme las riendas, vigilando de reojo a su hijo, contempla la gran extensión del océano. El
mare externo
de los romanos. Hay un vínculo intangible entre ese mar salvaje y ella. Será que lo lleva en la sangre. Que los de su raza, a fuerza de exilios, algo de sal tienen en las venas. No puede odiar al océano pese a que le arrebató a Gower.
No quita ojo al niño. Gower el Joven. Hubo un tiempo en el que Gower padre y ella se reían al pensar que algún día así sería conocido, en tanto que a él lo llamarían Gower el Viejo. Pero ese día nunca tuvo oportunidad de llegar. Ya se encargó el mar de ello.
El chico sigue recogiendo conchas. Las esconderá al regreso con el resto de su «tesoro». Hace un rato lloró, luego estuvo mohíno. Todo porque ella le explicó que esta vez iba a tardar más en volver a visitarle. Que le ha traído junto al océano para despedirse de él por una temporada. Tal vez por varias estaciones.
Ya ha dicho adiós a los bosques, a las fuentes y a los acantilados. También a su propio hijo. Y ahora se retiene frente al océano gris y agitado. El viento alza torbellinos efímeros de arenas blancas. Le alborota los cabellos. Las olas atruenan al golpear contra las rocas.
Echa una ojeada al sol, que hoy es solo un área más brillante tras las nubes. Se aproxima el momento de marcharse. ¿Y cómo explicar eso a un niño de cuatro años?
Le devolverá a la aldea del interior, a los parientes de su padre. Luego recogerá su armadura y las máscaras de los héroes. Ya las ha sacado de su escondrijo; ese que las
ghaobelas
de su sangre guardan con tanto celo.
Por eso el obispo Mailoc la invitó a su hoguera del Guel Micael. Tendrá que ir con la expedición del
dux bellorum
Caddoc. Será ella la que custodie las tres máscaras ancestrales hasta que llegue el momento de la batalla. Ella, la hija de Galieno Mortwyl y de Placidia Arwyd.
Una ola más fuerte envuelve en espuma sus botas y los cascos del caballo. La bestia recula y con su tirón de las riendas consigue romper el hechizo que la retiene al borde de las aguas. Aparta los ojos de ese mar cada vez más tempestuoso. Es tiempo de marcharse. Agita la mano, da una voz para llamar a su hijo.
No bien comprueba que viene hacia ella a la carrera, tira de las riendas. Gira y vuelve así por fin la espalda al océano.
Los suevos (Wpedia)
El
comes
Mayorio ha subido a la ciudad muerta. Solo y sin más armas que la espada y el puñal. Sin otra intención que vagar sin rumbo fijo por las ruinas, entregado a sus pensamientos.
Cae el sol a plomo. Susurra la brisa cálida. Nada se mueve entre las viejas piedras. Solo a veces algún pájaro alza el vuelo o una lagartija se escabulle a través de los empedrados y rompen por un instante la quietud entre las ruinas.
Deambula por calles desiertas. Contempla los pórticos, las columnatas, las estatuas sobre sus pedestales. No hay señales visibles de violencia. Esa ciudad no cayó bajo un asalto. Puede que las casas más humildes no sean ya más que escombros; pero las piedras aguantan y no se observan en ellas signos de demolición ni manchas de humo o fuego.
Oye sus propios pasos sobre las losas, el suspiro del aire entre las columnas y arcos, el rumor del mar cercano. Pone los ojos sobre una estatua sin cabeza. Se detiene un instante a estudiarla con más detalle y le acomete cierta melancolía. Esa urbe silenciosa de piedras muertas debió de ser en su día una población próspera. ¿Por qué cayó en el abandono? Tal vez hubo que evacuarla ante la amenaza de los bagaudas o los piratas.
Se acerca al borde del cerro. Desde ahí arriba, los centinelas podían otear a gran distancia. Se divisa el mar, hoy destellante de sol. Los campos de labor abandonados desde hace décadas o siglos a la maleza. Una albufera como un espejo. También la calzada costera que une las ciudades de Ilici y Dianium
[21]
.
Contempla el camino de losas. Luego la bahía. Esta ciudad contaba no solo con buena posición defensiva sino también con una situación excelente para el comercio. Disponían de puerto de abrigo, estaba bien comunicada. Se pregunta de nuevo el porqué de su abandono. Sin duda, debió ser terrible la amenaza que obligó a que sus ciudadanos la evacuasen para siempre.
Los pórticos y las estatuas le gritan a los ojos que fue populosa, activa. Debía de estar llena de talleres y de tiendas. Y sin duda en los buenos tiempos debía estar rodeada de aldeas de labradores y villas de
potentes
.
Pero ahora todo lo que se divisa desde ahí arriba son despoblados incultos. Pinos y matorrales. Dunas costeras. Torbellinos de arena que el viento arrastra entre los carrizos. Aguas costeras al sol. Cañaverales que el aire doblega a cada ráfaga.
Varias embarcaciones de la flotilla están varadas en los arenales de la bahía. Las demás han fondeado a poca distancia. Hombres y caballerías desembarcaron a la arribada y ahora permanecen ocultos como a una milla tierra adentro, para no llamar la atención de los posibles viajeros que puedan pasar por la calzada.