—Eso solo indica que es más fuerte y hábil que los anteriores reyes.
Caddoc se encoge de hombros. No se lo toma el bardo como un desaire. Retoma la palabra Mailoc.
—Es más que eso. Ha instalado su corte en Toletum. Ha convertido a esa ciudad en la capital de su reino. Antes de él, los godos no tenían ninguna en Hispania.
»Él mismo se ha revestido con toda la pompa y los símbolos de los emperadores romanos. Hasta dicen que está acuñando moneda con su propia efigie.
»Dicen también que su intención es gobernar para godos e hispanos por igual. Ha tendido la mano a los obispos católicos, que son los que de verdad mandan en muchas ciudades. Les ha garantizado la libertad de culto y los bienes de la Iglesia.
»No sé, noble viajero, si con todo esto que te cuento entiendes lo que tratamos de explicarte.
Ahora es el bardo el que se toma unos instantes para pensar. Apoya las palmas de las manos sobre los muslos.
—Si de verdad Leovigildo ha garantizado el culto a los católicos, ¿qué más nos da quien gobierne? Godos o suevos, lo que importa es que estén dispuestos a respetarnos como pueblo y a nuestra fe…
—A Leovigildo le mueve el interés político, no el que su pecho se haya abierto a la Verdad. Mantiene en parte las viejas prohibiciones. Los visigodos pueden casarse con hispanos pero no convertirse al catolicismo.
»Es más. Leovigildo reprueba la conversión de los suevos. Ese es otro motivo de discordia entre ambos pueblos.
»No debemos quedarnos de brazos cruzados. Con los suevos estamos en paz. ¿Quién sabe cómo estaremos con los visigodos si triunfan? ¿Seguirá siendo igual de tolerante Leovigildo cuando ya no tenga enemigos a los que temer?
»No. No seré yo el que imite a Vortigern y cometa la locura de abrir las puertas de esta tierra, que es ahora la nuestra, a extranjeros bárbaros.
Sucede a su afirmación un largo silencio. ¿Estará en esa frase la explicación de por qué pidió ese canto concreto el obispo, esta noche en particular? Eso se le ocurre a Hafhwyfar. Eso alcanza a sospechar también el bardo, aunque nada dice sobre ese tema.
—¿Los romanos de Spania os han avisado de que Leovigildo planea nuevas campañas?
—A nosotros no. A la corte sueva. Si Leovigildo se apodera del norte, tendrá las manos libres para atacar luego con todas sus fuerzas contra la provincia de Spania.
—¿Es de fiar la información?
—Del todo. Los romanos tienen espías por todas partes. Han advertido a la corte sueva de que estas conquistas menores son parte de un plan mayor. Son los pasos previos a la conquista final del reino suevo.
—Comprendo que el rey Miro no desee un enfrentamiento abierto con Leovigildo, si este es tan poderoso. Pero ¿cómo es posible que no tome medidas? ¿No apresta a su ejército? ¿No refuerza fronteras y fortalezas?
—Los suevos son así. Ni siquiera la amenaza de perder su independencia es capaz de hacerles cesar en sus intrigas y luchas fratricidas.
—Y por su miseria moral han de ser los nuestros los que luchen por ellos, lejos de casa.
No responde el obispo. Es la señal para que responda Caddoc.
—Iremos a luchar por los nuestros. Por los nuestros y nadie más.
—Bien respondido,
dux bellorum
. ¿Puedo saber dónde volverán los britones a medirse con los godos? ¿O preferís guardar el secreto?
Caddoc consulta de mirada con el obispo. Hafhwyfar se tensa. ¿Qué tiene que ver todo esto con ella? ¿Por qué está aquí? A una señal del segundo, el primero habla.
—En un territorio interior. Uno que ahora se ve expuesto a ataques godos, tras la caída de la Sabaria. Sus habitantes se proclaman fieles a Roma y dicen no admitir más autoridad que la del emperador de Occidente y, en su defecto, del de Oriente.
—¿Tiene nombre esa isla de romanidad?
—Por supuesto, maestro de los caminos. Aunque no creo que lo hayas oído mencionar jamás. Sus habitantes llaman a esa tierra la Provincia de Cantabria.
Plano de Cartagena
—La «provincia» de Cantabria. Sí.
Flavio Basilisco ha recalcado adrede esa palabra.
Provincia
. No obtiene de momento más que silencio. Tampoco esperaba él otra cosa. Sabe que ha pillado a trasmano a su interlocutor y que, hasta que no se rehaga, no despegará los labios.
Casi puede oler su desconcierto. Es lo que buscaba, aunque sabe que durará mucho. Puede que Felicisimo,
magister militum spaniae
, tenga defectos notables, pero ser incapaz de encajar lo inesperado no es uno de ellos.
Están los dos sentados en un aparte. Al aire libre, en un esquinazo de la terraza de la casa de Basilisco. Media entre ambos una mesita de tres patas sobre la que hay una jarra de vino, otra de agua, dos copas y una bandeja con higos y dátiles.
Es de noche. Reina en esa esquina la penumbra. Se han instalado justo ahí, bajo la gran higuera, para alejarse del bullicio de la fiesta. Basilisco ha mandado que no enciendan luces para ellos. Están al resplandor que les llega de la fiesta. De esa forma, nadie podrá adivinar por sus gestos si hablan de banalidades o asuntos serios.
La fiesta en los jardines de Basilisco comenzó al ocaso y es ya noche cerrada. El anfitrión ha hecho una vez más honor a su fama de generoso. Corre el vino, circulan las fuentes de asados. Ha contratado a cantantes y acróbatas. Pululan alrededor de los invitados bailarinas y cortesanas. Suenan cítaras, laúdes, tibias. El rumor de conversaciones, voces y risas llega hasta su esquina como el batir del oleaje.
«Que corra el vino, que suene la música, que no falten mujeres.» Esa es la máxima del
magister
Basilisco cuando organiza una fiesta en su casa. Lo hace de forma periódica, lo que le hace muy popular entre militares y funcionarios. También le ha ganado más de una discusión con el obispo. Le da igual una cosa y otra. Para él esos dispendios son una herramienta más al servicio de sus fines. Y uno de tales fines era esta noche justo poder conversar de manera discreta con la máxima autoridad militar y administrativa de la provincia.
Nada de discutir sobre temas delicados en el palacio del
magister militum
. Entre esas paredes hay demasiadas orejas atentas. Por eso mandó que les pusieran mesa y sillas en esa esquina. Jarra grande de vino. Nada de luces. Y que no se les acerque nadie, sea cual sea su rango.
Solo les acompaña Magnesio, su
domesticus
. Su presencia se justifica por la ceguera del amo. Pretexta este que se siente más cómodo si sabe al alcance de la mano un brazo amigo en el que apoyarse. Mas es sabido que Basilisco no se fía ni de su sombra. Y Magnesio no solo es el factótum de su casa sino también el jefe de sus isauros y es temible con las armas en la mano.
Se alarga el silencio. El anfitrión oye cómo Felicisimo tantea las jarras. Sabe que se va a servir vino puro. La casa de Basilisco está surtida de buenos caldos. Él no se los escatima a sus invitados y Felicisimo tiene debilidad por la bebida. Otra razón más para abordarle aquí, en la fiesta. Solo hay que saber aguardar hasta que haya bebido lo bastante y esté con la guardia baja. Felicisimo suele ser más tratable entre ánforas que ante pergaminos.
Le oye beber. Sospecha que en parte se ha escanciado vino para prolongar el silencio. Es una forma de ganar tiempo y pensar en lo que acaba de decirle. No importa. Prisa no hay.
Ya que tiene que aguardar, Basilisco dirige su atención al jolgorio de la fiesta. Por un instante, le acomete la ilusión de que el silencio que guardan ellos dos en su esquina es un acantilado contra el que golpea una mar agitada de risas, gritos, cantos de borrachos, entrechocar de cerámicas.
Vuelve a beber el
magister militum
con la largueza del peregrino que llega de cruzar un amplio desierto. Aguarda Basilisco impertérrito. Se alza un golpe de brisa nocturna. Llena las fosas nasales del ciego con olores marinos. Susurran las hojas de la higuera sobre sus cabezas.
No se equivoca al suponer que el mutismo de su interlocutor se debe a que no sabe muy bien qué responder. Tampoco en que ha bebido para ganar tiempo.
El entendimiento del
magister militum
está un tanto nublado ya por la bebida. Él lo sabe. Y sospecha que este viejo artero ha esperado a tenerle algo borracho antes de hablarle. Se dice que debiera moderarse en ocasiones como esta. Más en las fiestas de Basilisco. Pero le es imposible. El maldito viejo sabe cómo proveerse de los mejores vinos.
Lleva los ojos al otro extremo de patio. Allí arden lámparas de todos los tamaños. Han dispuesto mesas corridas de manteles blancos bajo las higueras y las palmeras. Y vaya si está animada la fiesta. Desde luego, él no es el único que se ha rendido a las ánforas del anfitrión.
Desde su asiento, alcanza a ver cómo una mujer baila con frenesí sobre una mesa. Desnuda, luce un peinado tan alto como complejo y va cargada de bisutería dorada. Se remenea riendo al son de una canción de puerto que un círculo de borrachos corea a grito pelado, entre batir de palmas y aporrear de mesas.
Basilisco está prestando oídos a esa algarabía también. Intuye lo que ocurre. Cree oír incluso, a pesar de la escandalera, el taloneo de la que baila como enloquecida sobre la mesa. Por un instante, el interior de su cabeza se ilumina de fogonazo. Sufre la ilusión de poder ver ahí, en lo alto de una mesa de mantel blanco, a la mujer desnuda de piel aceitunada gracias a su sangre fenicia que se cimbrea entre tintineos y destellos de collares, ajorcas, tobilleras.
La visión le llena de nostalgia. Hay placeres que solo los ojos pueden dar. Y eso a él le ha sido ya negado para siempre. Deja que se desvanezca la ilusión. Que retorne la oscuridad.
Ajeno a eso, el
magister militum
sigue observando la escena. Los mejores vinos, las mejores mujeres. Basilisco se hace traer para estas fiestas incluso cantoras de Gadir. El gasto lo merece, desde luego, si es que se tiene el dinero. La antiquísima colonia fenicia habrá decaído en los últimos siglos, pero aún siguen abiertas algunas escuelas de cantoras. Y el arte de estas últimas, a la hora de encandilar a los hombres con sus danzas y canciones, todavía no conoce rival.
Recuerda el
magister militum
cómo, hará dos años, el obispo de Gadir quiso clausurar las escuelas. Basilisco se lo impidió. En agradecimiento, los propietarios de estas se cuidan de que al viejo nunca le falten en sus fiestas algunas de sus mejores pupilas. Y ese es un gran gesto, ya que suelen ser muy reacios a que sus chicas viajen por mar.
La que baila sobre la mesa no está borracha. Sí atrapada por el frenesí de la danza. Jaleada por palmas y cánticos, patalea sobre la mesa con tanta fuerza que la estructura entera retiembla. Temiéndose está el
magister militum
que la armazón ceda de un momento a otro y haga caer a la chica. Pero, si eso ocurre, no faltarán manos que la reciban.
¿Cómo arreglaría Basilisco aquel enredo del obispo y las escuelas de cantoras? Nunca llegó a enterarse Felicisimo. Él, por su parte, siempre ha sido muy consciente de hasta qué punto debe estar a buenas con los obispos locales. Son los verdaderos amos de muchas de las ciudades. De su amistad depende la buena disposición de sus feligreses.
Cuando saltó aquel asunto, lo que hizo fue inhibirse. Solo sabe que Basilisco envió a un par de agentes de confianza a una charla con el obispo. Y que, tras esa entrevista, este se olvidó por completo de sus pretensiones.
Vuelve los ojos al anfitrión, que espera paciente en la penumbra. Barba blanca. Túnica de hilo y dalmática de seda albas con listas y rosetones rojos. Hoy no lleva capucha, pero sí la venda sobre los ojos. Una banda de seda clara con dos ojos bordados en hilo de oro, como si fueran sustitutos de los suyos ciegos.
Suspira.
—La «provincia» de Cantabria. Te escucho.
Es ahora Flavio Basilisco el que se toma un instante antes de responder. Entrelaza los dedos como si estuviera meditando la contestación.
—Tenemos que descartar la conquista de Córduba. Al menos de momento.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿No eras tú el que se ha pasado todo un año insistiendo en que el control de Córduba es vital para nuestra supervivencia?
—Sí. Y sigo pensando lo mismo.
—¿Y por qué me sales ahora con que tenemos que olvidarnos de recuperarla?
—No,
clarissimus
[14]
. Con el mayor de los respetos, yo no he dicho tal cosa. He dicho «de momento». Hemos tenido una buena oportunidad. La hemos perdido por culpa de la tibieza de los
potentes
locales. Mala suerte. Ahora los visigodos van a estar alertas. Mis agentes me informan de que están reforzándose en la zona.
—¿Esperabas otra cosa?
—No. Pero es mi obligación advertirte que, en cuanto se aseguren de que no vamos a invadir el territorio cordubés, serán ellos los que pasen a la ofensiva. Cabe esperar que su caballería se lance a correrías por nuestro propio campo.
—Ya.
La respuesta es lacónica, pero el tono de voz suena hosco. Señal de que Felicisimo ya había pensado lo mismo. Es ahora el ciego el que alarga la mano hacia su vieja copa de estaño.
—A ti,
clarissimus
, no tengo que explicarte lo difícil de nuestra posición en esta costa.
El
magister militum
suspira. Toma de nuevo su copa. No exagera el maestro de espías, por desgracia.