Última Roma (2 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Justo lo contrario podría haber ocurrido en la llamada provincia de Cantabria, que en realidad pertenece más al mito que a lo histórico, dados la escasez de documentación y la falta de restos arqueológicos. A pesar de su nombre, esta «provincia» habría estado situada en lo que ahora es la Rioja y sur de Burgos, y debería su nombre a que ahí obligó el emperador Augusto a asentarse a cántabros derrotados durante sus campañas al norte.

Las referencias a ese territorio misterioso son escasas y las hipótesis varias. Una de ellas es que en esa zona la oligarquía rural habría sobrevivido al derrumbe del orden imperial. Y no solo eso, sino que habrían creado un senado para gobernar. Así pues, organizados en provincia —que era una unidad administrativa romana—, habrían constituido una suerte de enclave tardorromano que perduró durante más de un siglo.

Como he señalado, es una teoría. Una entre varias. Es la que he adoptado yo para esta novela. No lo he hecho porque piense que sea o deje de ser la verdad, sino porque esa idea de una isla de romanidad antigua en un mundo que pertenece ya a los reyes y señores bárbaros es de lo más sugestiva. Y esto no deja de ser lo dicho: una novela.

En cambio, nada de hipotética tiene la existencia de Britonia, que es un rincón de nuestra historia tan encantador como poco conocido. Britonia fue un territorio que ocupaba las costas orientales de Galicia y las occidentales de Asturias. Su peculiaridad reside en que estaba habitado por britanos, llegados de las Islas Británicas. Tenían obispado propio, sito en Mendunieto, el actual San Martiño de Mondoñedo, y se puede decir que su obispo era su gobernante, al menos durante las primeras épocas.

Estos britones arribaron a España en oleadas. La primera de ellas llegó en el siglo
IV
, enviada por el emperador Magno Clemente Máximo, que era oriundo de Galicia. La última fue una migración en el siglo
VI
, de refugiados que huían del avance sajón por su isla natal. Conservaron largo tiempo su idioma, que dejó su huella en una de las variantes del gallego. Se mantuvieron como población diferenciada del resto al menos hasta el siglo
XIII
, según se desprende de una cita escrita en el Tumbo de Santa María de Meira.

Al hilo de esa misma cita me tomé una licencia literaria para crear la institución de las
ghaobelas
, que son pura invención. También lo son las máscaras britonas que aparecen a lo largo de la novela. Y esto nos lleva ya al terreno de las aclaraciones.

Cuando se escribe novela histórica hay que manejar no solo datos sino también un marco histórico, un contexto social, las ideologías de la época. Hemos de procurar ceñirnos a lo conocido y, cuando se juega con lo que no se conoce, procurar que el resultado al menos no sea inverosímil. Y eso vale también con las licencias literarias o, si se quiere llamar por otro nombre, con las inexactitudes voluntarias.

Una licencia es la dicotomía que se presenta en la novela entre «hispanos» y «visigodos». En realidad los primeros se definían frente a los segundos como «romanos». Pero el uso de ese gentilicio en ese contexto hubiese causado no poca confusión. Así que opté por lo primero para hacer más fácil la lectura, sabiendo que no era así.

No licencia y sí elección es dejar bastantes vocablos en latín. El uso de «latinajos» puede servir para dar atmósfera, ambientación. No ha sido en este caso el motivo y sí que muchos de esos términos se siguen usando en nuestros días, pero con significados o connotaciones bien distintas.

He optado por
vicarius
,
domesticus
,
comes
,
magister
porque
vicario
,
doméstico
,
conde
,
maestro
, tienen para nosotros asociaciones que nada tienen que ver con lo que esos cargos o títulos implicaban en su época. Es por eso que los he dejado en latín, a riesgo de ser a veces algo pesado.

Son solo ejemplos. No ha lugar a que enumere aquí todas las licencias y elecciones que he tomado a lo largo de la novela, por razones que van de lo práctico a lo literario. Creo que las indicadas bastan para avisar de ello. También para ilustrar el hecho —que el lector no debiera olvidar— de que esto es una novela, no un ensayo histórico. No todo lo que se encontrará en las páginas que siguen obedece al rigor histórico, aunque sí siempre a algún motivo literario.

Presentación (vídeo)

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Britannia Gallaecica,
573 A.D., a finales del verano

Esta tarde, Claudia Aurelia Hafhwyfar volvió a soñar con su jinete. Se quedó dormida mientras tejía a la puerta de su casa. Debió de amodorrarse poco a poco, sin darse cuenta por culpa de lo monótono de la labor. Se despertó hace un momento de golpe, sobresaltada por el bramido de un cierzo desatado sin previo aviso sobre la costa.

Se quedó un rato inmóvil en su asiento. Las manos sobre el regazo, casi aterida. Desorientada por el rugir del viento, el estruendo de las copas agitadas de los árboles, el batir de la puerta de su casa.

Tuvo que inspirar a fondo para calmarse. El corazón le latía con fuerza. Cuando despertó de forma tan brusca, su primer impulso fue entrar en busca de los dardos y la espada. Confundida por el ruido del temporal, creyó por un instante que los piratas hérulos atacaban la ría.

Pero no. Es solo el viento del norte. Y dicen que ya no quedan piratas hérulos en estas aguas.

Siente frío. Se ha quedado helada a la intemperie. Le entró modorra a la caricia de un sol cálido de último verano. Ahora la tarde es oscura. Sopla un aire bravo, la atmósfera es muy húmeda y nubes negras cubren el cielo.

Se incorpora. Se abraza a sí misma como para darse calor. Por algo dicen las viejas que no hay que tejer en solitario. Es una actividad tediosa que es mejor realizar en compañía y con mucha charla intrascendente.

Entra en casa. Se abriga en su manto de rombos de colores para volver al exterior. Cuando sale, el viento le alborota los cabellos rubios sueltos.

Hafhwyfar ama los días tempestuosos. Las nubes y los claros. Los bosques agitados por el temporal. El mar revuelto, las olas que baten espumando contra las rocas costeras.

Echa a andar por la senda litoral, con el manto ceñido al cuerpo y los cabellos agitados por las ráfagas. Rebasa el mojón que indica dónde deben detenerse los varones.

No bien dobla el recodo, el cierzo la golpea. No creyó ella que soplase con tanta fuerza. Pero es ventarrón que viene de alta mar. ¿Quién sabe de cuán lejos? Tal vez desde las cataratas por las que desagua el Mar Externo al llegar al Fin del Mundo.

Se sujeta con firmeza el manto. Es como si el vendaval quisiera arrebatárselo. Los picos sueltos chasquean. Huele a tierra mojada, a bosque, a mar. Las ramas de robles y hayas entrechocan sobre su cabeza y llega hasta sus oídos el batir de las olas. El cielo hierve de nubarrones. Abajo, en la ría, las aguas se han vuelto de un azul muy oscuro, sembrado del blanco de la espuma.

Hafhwyfar conoce bien al viento noroeste. Se levanta sin previo aviso. Encrespa aguas en un pestañeo. Ha hecho naufragar a quién sabe cuántas barcas. El manto siempre sujeto al cuerpo, sigue por el caminillo en busca de una visión más amplia de la ría.

Fue en un día así cuando se ahogó Gower. Su embarcación se perdió en el mar abierto, lejos de casa, y no volvió nadie para contar lo ocurrido. Ese recuerdo le hace sentirse triste. Más todavía al percatarse de que antes nunca pensaba en él como «Gower». Entonces era «su hombre».

Hace ya dos años que Gower se hizo a la mar en la nave de su hermano mayor, con cinco hombres más. Iban a comerciar con las aldeas costeras de oriente y con los puertos astures más próximos. Se levantó este mismo viento del noroeste. Se picó la mar. El temporal castigó durante días la costa. Desparecieron varias embarcaciones. Una de ellas fue la del hermano de Gower.

Nunca aparecieron restos ni cuerpos. Y sucedió todo en esta misma época. A finales del verano, cuando las aguas azules y soleadas pueden convertirse casi de golpe en mar tempestuosa que lo engulle todo.

Tal vez el pensar en Gower sea lo que le recuerda que esta tarde soñó con el jinete. Su jinete. Sí. Ha vuelto a tener ese sueño, luego de tanto tiempo.

Abandona el sendero para llegar al borde del acantilado, pisando con cautela. Se queda asomada con los ojos puestos en la mar y la cabeza muy lejos.

Había olvidado que tuvo ese sueño por culpa de lo brusco del despertar. Sin embargo, ahora recuerda.

Los extremos de su manto de rombos azules, rojos, púrpuras, flamean. Se aparta con la mano izquierda los cabellos del rostro. Observa con esos ojos azules suyos cómo las olas golpean con estruendo contra rocas negras cubiertas de algas y moluscos. Siente el frío del aire en el rostro y aspira con fruición los olores marinos.

¿No es curioso? Lleva casi toda la vida soñando con el jinete. Soñaba con él cuando solo era una niña. Siguió soñándole al crecer y hacerse mujer. No dejó de hacerlo ni siquiera mientras compartía su vida con Gower. Una circunstancia que en aquellos días —ahora tan lejanos— la llenaba de desazón.

Sus mayores le enseñaron que hay señales que una no debe desdeñar. Los britones, su pueblo, siempre dieron gran importancia a los sueños. Y lo siguen haciendo, no importa que los clérigos truenen contra esa superstición de gentiles. Hay que hacer caso a los sueños porque los sueños enseñan.

Hafhwyfar sabe que entre ese jinete del sueño recurrente y ella hay un vínculo real. Siempre lo supo, con esa certeza que nace de las entrañas y no de la razón.

Por eso sentía en otro tiempo desasosiego. Al soñar con el jinete, no importa que no estuviese en su voluntad hacerlo, sentía como si estuviese siendo infiel a Gower.

Lo más irónico fue que, cuando Gower desapareció en el mar, desaparecieron los sueños. Fue algo atroz, comparable a una herida abierta en hueso. Fue como quedarse sola por completo. Como perder a la vez a sus dos hombres: a su pareja en el mundo tangible y a ese otro del onírico.

Así ha estado dos años. Dos. Sola. Hasta hoy.

Golpea el oleaje contra la costa. Arrecia el viento y se agitan enloquecidas las fragas a sus espaldas. Asomada al borde del precipicio, recuerda lo que soñó hace un rato. El sueño no ha cambiado ni un ápice tras dos años de ausencia.

Un paisaje árido que ella intuye de tierras muy lejanas. Planicies castigadas por el sol. Una atmósfera polvorienta e inmóvil. Nada se mueve en esa inmensidad llana y el aire riela por efecto del calor.

A través de esa extensión, como si llegase desde una distancia infinita, se acerca a ella un jinete. Uno solo, a lomos de un caballo de guerra enorme. Hombre y cabalgadura se cubren con armaduras pesadas bajo vestes coloridas. Sabe ella que son de colores vivos y de ricas telas con esa certeza irracional que da lo onírico, porque a la vista se ven cubiertas del polvo del viaje.

El jinete cala un yelmo rematado en plumas rojas. Se cubre el rostro con una máscara de hierro lisa, con una ranura para los ojos. Cruzada sobre la silla de montar lleva una lanza que ella sabe que se empuña a dos manos en las batallas.

Siempre ha soñado lo mismo. Solo cambian las distancias. En ocasiones ha columbrado al jinete de muy lejos, a una distancia enorme, poco más que una mota que atraviesa las inmensidades requemadas por el sol. Otras, en cambio, le tenía casi al alcance de la mano.

Pero nunca ha conseguido ver de su rostro otra cosa que esos ojos tras la ranura de la máscara de hierro.

Ojos oscuros. Ojos ardientes. Le fascinan esos ojos. De nuevo con esa certeza de los sueños, sabe Hafhwyfar que cabalga lleno de fatiga, rebosante de cólera. Se lo revelan sus ojos. Cada vez que sueña con él, no importa a qué distancia le divise, siente su ira. Podría palparla casi.

No sabe a qué obedece tanta rabia. Tampoco contra quién o qué se dirige.

Incontables veces ha especulado sobre el jinete. ¿Quién será? ¿De dónde viene? ¿Por qué cabalga en solitario por esas llanuras polvorientas?

¿Qué hace que esté tan agotado como furioso? ¿Será un exiliado? ¿El superviviente de algún ejército derrotado? ¿Por qué siente en las entrañas que cabalga por lejanas llanuras de Asia?

Hafhwyfar tiene ahora veintidós años, aunque a veces siente haber vivido un siglo entero. No consigue recordar cuándo fue la primera vez que soñó con el jinete. Siempre ha estado con ella, desde la misma infancia. Y nunca, en todo ese tiempo, ha cambiado ni en un detalle.

Está convencida de que existe. De que cabalga de verdad hacia ella. Ahora, asomada al borde, con el viento frío agitando su manto, mientras observa el oleaje, vuelve a ella esa seguridad de que se acerca desde una gran distancia. De que acude a su encuentro cruzando desiertos casi interminables.

Aparta los ojos de las rompientes para ponerlos en esas nubes negras que vuelan por el cielo azul. Los lleva luego al centro de la ría. Contempla esa mar gris, turbulenta, llena de espuma.

La mar que no fue capaz ni de devolverle el cuerpo de Gower. La que le negó hasta saber qué le ocurrió.

La puerta de los sueños ha vuelto a abrirse tras dos años cerrada. Y por ella ha regresado su jinete. Ese guerrero solitario, airado. Mientras el cierzo le agita su manto tradicional de rombos de colores, siente que ahora sí. Que el tiempo está a punto de cumplirse. Que el jinete, su jinete, ha cruzado casi del todo esa inmensidad que los separaba.

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