Última Roma (9 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

—Tal vez debieras haber comentado todo esto conmigo antes.

—Te pido disculpas una vez más. Esperé a hoy porque las paredes tienen orejas.

Se incomoda ahora el
magister militum
.

—¿Espías de los godos? ¿En mi propio
officium
?

—Más bien escribanos venales. De esos que corren a informar a alguna de las facciones cortesanas de Constantinopla a cambio de dinero o favores. A esos es a los que más temo. Si ciertos personajes próximos al trono supieran lo que estoy tramando, seguro que harían cuanto estuviera en su mano para ponernos trabas.

»Más de uno lo haría porque tiene viejas cuentas pendientes conmigo. Pero otros…

»Los dos sabemos que son muchos los que quisieran que esta provincia desapareciese. Si esos conocieran este plan…, ya sabes que el criterio del emperador no es muy firme en ciertos temas.

No responde el
magister militum
. Es lo más prudente. Es un secreto a voces que Justino II no es un hombre equilibrado. Y que los partidarios de replegarse son cada día más. Los que piden que se evacúe casi toda la costa. Que se concentre a las pocas tropas disponibles en Gadir y Septa
[17]
para controlar el estrecho, además de mantener las Baleares.


Clarissimus
, escucha. Será suficiente con que enviemos una embajada. Un emisario investido con la pompa y la dignidad precisa. Se presentaría como encargado de estudiar la incorporación de Cantabria como provincia del imperio. Con eso sería suficiente.

—¿Solo eso?

—Los hombres ven lo que desean ver. Te lo dice un ciego que tuvo ojos. Mandemos una embajada a la «provincia» de Cantabria. Ante la simple posibilidad de elevarse sobre sus pares, de ser legitimado por el emperador, Magno Abundancia pondrá sus hombres y recursos a nuestro servicio.

Nueva pausa. Otra más. Esa conversación ha estado hecha tanto de frases como de silencios. Felicisimo toma una decisión.

—De acuerdo,
illustris
. ¿Cuánto tiempo te llevará ponerlo todo en marcha? Habrá que enviar un mensaje a Magno Abundancio…

—Me tomé la libertad de enviar ese mensaje apenas regresé de Córduba. En él le informaba de que un funcionario imperial de alto rango no tardaría en acudir a la «provincia» para levantar un informe sobre su posible unión formal al imperio.

Sonríe ahora con placidez, como si hubiera podido ver cómo su invitado frunce el ceño ante tal revelación.


Clarissimus
. Puse todo mi empeño en recuperar Córduba. No escatimé recursos ni esfuerzos. Lo hice porque consideré que teníamos una buena oportunidad de recuperarla para la causa romana.

»Pero los años me han enseñado que es bueno estar preparado por si lo que parece seguro resulta no serlo tanto. Por eso creí que sería bueno que tuviésemos un plan alternativo.

—¿Y si todo hubiese salido bien? ¿Y si hubiéramos recuperado Córduba?

—Habría mandado un nuevo mensaje a Magno Abundancio. Me habría excusado por la lentitud y complejidad de la burocracia imperial. Y le habría rogado paciencia.

Sonríe sin alegría el
magister militum
. Piensa de nuevo en aquello de «los anillos de la cola de serpiente».

—Me has convencido,
illustris
. Como casi siempre. Cuentas con mi aprobación. Quiero que mañana mismo nos encontremos para afinar los detalles. Si tanto desconfías de mi
officium
, di tú mismo dónde y cómo.

»Ahora voy a abusar de tu confianza para regresar a la fiesta. Magnífica, por cierto, como todas las que organizas.

* * *

Sigue la juerga. El escándalo es todavía mayor si cabe, ya que los asistentes están cada vez más borrachos. El anfitrión los oye desde sus habitaciones privadas. Se retiró hace rato pretextando sus muchos años. Sigue empero despierto, ya que tiene muchos asuntos en los que pensar.

Está ahora solo. Decide que, ya que remata por fin esta jornada tan larga, puede permitirse una copa de vino puro. Se sirve de la jarra y ese gesto tantas veces repetido le da motivo para la reflexión. Cuando conservaba la vista, eran sus criados los que le llenaban la copa. Y ahora que le falta procura hacerlo él mismo. Es consciente de que no es más que una forma que tiene de desafiar a la ceguera. Una de tantas.

Se aproxima a la ventana con su copa de estaño en la mano. Lleva la mano izquierda adelantada por simple precaución. Sabe dónde está hasta el último objeto de ese cuarto. También el número de pasos que separan su silla del muro.

Parado junto al alféizar, aspira la brisa. Siente su soplo en el dorso de las manos y en las mejillas. Oye el escándalo de la bacanal y sonríe con dureza. Que corra el vino, que rompan la vajilla entera, que se diviertan con las mujeres que ha alquilado para ellos esta noche. Al final, tanto dispendio acaba siendo una de las formas más baratas de ganarse y atar voluntades.

Inspira con fuerza. Su nariz se llena de olores a mar y brea. Se emborracha de esos aromas. Se olvida de lo que ocurre en sus jardines. Su mente se trasmuta una vez más en un águila de alas poderosas. Águila que despega de su cuerpo mortal para lanzarse a un vuelo nocturno sobre Carthago Spartaria.

Águila que con alas desplegadas planea muy por encima de la ciudad. Que observa con ojos agudos los restos de grandes edificios de la época imperial, las barriadas a oscuras, las mansiones en las terrazas escalonadas de las colinas.

Dicen que los viejos cartagineses supieron elegir bien su cabeza de puente para penetrar en Hispania. Él es de la misma opinión.

Desciende en círculos amplios sobre esa península de varias colinas, rodeada de agua por tres partes. Atraviesa las aguas someras de la albufera del norte, que esta noche espejean a la luz de la luna. Pasa por encima del Mar Pequeño, a poniente de la ciudad. Aletea luego en dirección al islote de Hércules, que protege la bahía de los embates del mar abierto.

Vuela y a los ojos de su imaginación se hace de día. Vuelve a ver las aguas de esa bahía tal y como las vio hace muchos años, desde la cubierta de un buque atestado de soldados. Aguas azules, llenas de sol, punteadas por botes de proas con ojos pintados y velas triangulares…

Alguien golpea recio con un bastón sobre las baldosas de la entrada. El águila se disuelve. Se esfuma la escena de mar soleada. Vuelve Basilisco a su oscuridad.

—Pasa.

No ha hecho falta que su visitante diga palabra. Por su forma de pegar sobre las losas de terracota sabe que es Magnesio, su
domesticus
. Nada de rodeos. Magnesio no le va a molestar a esas horas por una nimiedad.

—¿Qué traes?

—Está aquí Mayorio.

—¿Qué dices? ¿Sigue vivo?

—Juraría yo que sí,
illustris
.

No se incomoda el amo por la sorna. Hay confianza entre ellos y su
domesticus
es mordaz, como muchos hombres bravos.

—Cuéntame.

—Se ha presentado de improviso, solo. Exige verte. Le he pedido que esperase un momento y he venido corriendo a avisarte.

—Has hecho bien. Tráelo aquí.

Da un paso hacia la derecha. Alarga la mano, encuentra una silla, la arrastra hasta la ventana para sentarse con la copa entre las manos.

Apenas tiene que aguardar. Oye pasos y susurro de ropas. Por la tufarada a sudor que le asalta, deduce que su visitante lleva días sin asearse. Por algún detalle pequeño —tal vez el sonido de sus pisadas— intuye que viene enojado.

—Me alegro de que hayas salvado la vida,
spectabilis
.

—También me alegro yo,
illustris
. Veo que lograste regresar sin contratiempo. Como puedes comprobar, a mí me ha costado un poco más.

—Estás aquí. Eso es lo importante. Magnesio: vino para el
comes
.

—Gracias. Preferiría informarte sin demora y después, de paso, hacer lo propio con el
magister militum
.

Basilisco sonríe como un ídolo.

—Ya te dije en Córduba que cuidases tus oídos, no sea que te estés quedando sordo. Me reafirmo esta noche en ese consejo.

Señala con su copa hacia el exterior, a través de la ventana abierta.

—No me digas que no oyes el ruido. La fiesta comenzó antes de que cayese el sol. A estas horas, el bueno de Felicisimo debe de estar borracho como un tracio. Eso si no se ha ido a algún rincón oscuro con alguna de las bailarinas. En el primero de los casos, no creo que consigas entablar con él una conversación coherente. Y en el segundo, no creo que le haga mucha gracia la interrupción.

Aguarda unos instantes hasta cerciorarse de que su interlocutor no va a contestar. Repite.

—Vino para el
comes
.

—No quiero parecer descortés, pero estoy muy cansado. Si no es posible ver ahora al
magister militum
, prefiero ir a mi casa.

—No te vendría mal un baño, no. Hueles bastante mal.

—Me he pasado una semana entera huyendo por los montes, viviendo como las alimañas. Te pido perdón por mi olor. He estado tan ocupado en salvar el pellejo que no tuve tiempo de pensar en asearme.

Se sonríe esta vez el ciego para sus adentros. Es casi palpable la cólera contenida de su visitante.

—Me alegro de encontrarte sano y salvo, Flavio Mayorio.

—Te agradecería que me ahorrases ese título de
Flavio
[18]
. No sé cuantas veces te lo he pedido.

—Perdona. Es un hábito y me cuesta abandonarlo. Soy viejo y de costumbres anticuadas.

—Te juro que me caigo de cansancio,
illustris
. Si me disculpas…

Basilisco asiente. Se está preguntando cómo habrá logrado entrar el
comes
de noche en la ciudad. Ha sobrevivido a la matanza del puente de Augusto. Ha regresado entero a Carthago Spartaria. No cabe duda de que es un hombre con más recursos de los que él pensaba.

—No quiero entretenerte,
spectabilis
. Bastantes fatigas has pasado. Pero, antes de que te retires, me gustaría plantearte una cuestión importante.

—¿Sí?

—Me gustaría contar contigo para una nueva misión.

Sucede a esa afirmación silencio espeso. Basilisco casi puede sentir cómo la ira de su visitante crece, tal como la vejiga de un borracho que se hincha con la bebida. Sonríe.

—No será otra labor de espía. Eso quiero que quede claro. No es momento de entrar en detalles porque te estás durmiendo de pie. Pero tengo que saber lo antes posible si aceptas. Se trata de una misión militar para tu
bandon
[19]
. Por supuesto, tú estarás al mando.

Esa imaginaria vejiga llena de ira se vacía. Lo nota Basilisco. El
comes
Mayorio responde con lentitud, en un tono bien distinto.

—Sabes que no hay cosa que más desee que dirigir a mis hombres. Pero el
magister militum

El anfitrión le interrumpe alzando su copa de estaño.

—Ya te he dicho que no es momento de detalles. Pero necesito saber sin dilación si cuento contigo.

—Sabes que sí,
illustris
.

—De momento no necesito más. Vete a casa. Duerme y mañana ven a visitarme. Discutiremos entonces los pormenores.

Sonríe con dureza.

—En cuanto al
magister militum
, no te preocupes. Ya hablaré yo con él.

Ciudad de Cantabria

A lo largo de su paseo, Flavio Magno Abundancio llega al borde de la colina. A una de esas zonas en las que las laderas se escarpan y convierten en barrancos. No sabe por qué se ha acercado hasta allí. Abandonó su casa hace un rato para deambular sin rumbo. Salió porque se ahogaba, porque necesitaba del aire libre, de la luz, de la brisa en el rostro.

Se ha pasado el día entero en su
officium
, entre secretarios y contables, revisando, discutiendo, dictando cartas. Pero su cabeza estaba muy lejos de esos asuntos administrativos.

Hoy mismo le ha llegado un mensaje secreto de Flavio Basilisco, el maestro de espías de la provincia de Spania. En pocas frases le confirma que acudirá en persona a Cantabria para levantar un informe. Un documento que enviará de forma confidencial al emperador y que será clave para sus aspiraciones de convertir esta tierra en provincia del Imperio de Oriente.

Basilisco no es un burócrata cualquiera. No es un
scriniario
ni un
offici
cuyo informe pueda perderse así como así por los vericuetos de la corte constantinopolitana. No. Sabe Magno Abundancio que es un hombre poderoso. Se moverá en las sombras, pero justo por eso es la mano izquierda del
magister militum spaniae
. Y su palabra pesa en la capital.

La clave está en el peso de ese personaje que va a viajar cientos de millas para visitarles. Magno Abundancio no ha hecho más que dar vueltas al asunto todo el día. Por eso al final, sintiendo que se ahogaba encerrado, harto de perder el tiempo, ha dejado el
officium
. Ha cogido el manto y su espada. Ha salido con tanta precipitación que ninguno de sus
fideles
ha podido seguirle.

Se ha marchado a vagabundear en solitario, como en otros tiempos.

Por eso está ahora al borde del barranco y sin compañía. Los bajos y las bocamangas de su manto flamean al viento. Hace frío. Nubes de tormenta vuelan por el cielo de otoño. Le hace bien estar a solas ahí al borde. Sentir el azote del viento en el rostro. Es como si esas ráfagas liberasen su cráneo. Como si dispersasen el exceso de ideas que han estado bullendo en su interior toda la mañana.

Desde ahí arriba contempla el río Iberus y, más allá de sus riberas cubiertas de chopos y álamos, los llanos. Planicies hasta donde la vista alcanza. Pasan los nubarrones y convierten la tierra en un damero de luces y sombras. Se escapan ráfagas de lluvia. Hace poco cayó un gran chaparrón. El agua gorgotea cuesta abajo. Allá donde se abren las nubes, las gotas sobre la hierba centellean al sol.

No obstante, Magno Abundancio, aunque tiene los ojos puestos en la llanura, las ve en realidad con la imaginación. Y esta le muestra un paisaje distinto, hecho de campos roturados, rebaños, aldeas y villas. Las tierras a ambos lados del río son feraces y podrían dar grandes cosechas. Ser el alma de una provincia fuerte y poblada.

Una provincia que fuese desde los Campos Palentinos al Saltus Vasconum. Ahí él y sus descendientes podrían ser como reyes en todo excepto de nombre. ¿Por qué no? Es hombre instruido y conoce las historias de los audaces del pasado. Hombres como Egidio y su hijo Siagrio, que gobernaron sobre parte de la Galia. Admira a personajes de su talla, aunque el suyo no sea un modelo que aspire a repetir.

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