Sí sueña con emular a algunos
magistri militum
de los últimos estertores del imperio. Hombres fuertes que, librados a sus propios medios, administraron territorios en nombre de Roma, aunque en la práctica gobernaban de forma independiente. Esos sí son espejos en los que reflejarse.
Ser como aquellos valientes de hace dos siglos. Elevarse por encima de los demás senadores de la provincia de Cantabria. Para lograrlo necesita algo más que ser el más rico, el que más campos tiene, el que mayor ejército privado puede reunir. Le es imprescindible una legitimidad que solo el emperador puede otorgarle.
Truena a lo lejos. Regresa del futuro para contemplar el presente. Sí. Por allá diluvia. Siente de nuevo el azote del viento. Otea sobre las llanuras de prados y encinares, batidas por el aire y el agua.
Dos hombres suben con un borrico por una de las sendas de la ladera. Se asoma curioso. Con precaución, porque es fácil resbalar y caer. ¿Serán carboneros?
Carboneros, sí. Rústicos que traen carbón de encina a la ciudad. A su ciudad. No les faltarán compradores para esa carga. Ha entrado el otoño y pronto las noches serán muy frías. La gente comienza a hacer acopio de combustible.
La visión de esos con su burro le ha llenado de orgullo. Es indicio de que su ciudad cobra cada vez más vida. A la vez se inquieta, es preciso tomar alguna medida defensiva con esos caminitos. Ese par de rústicos han tomado la senda para ahorrarse el rodeo que supone llegar al camino principal. Pero también podrían utilizarla en el futuro los enemigos…
Capta un movimiento con el rabillo del ojo. Muy consciente de que está sobre el borde resbaladizo de un barranco, retrocede dos pasos antes de girarse. La diestra la tiene ya sobre el puño de la espada, bajo el manto. El viento le agita los ropajes.
Se recrimina ahora por haber salido sin compañía. Ese maldito genio suyo. Nunca aprenderá. Dos veces han tratado de asesinarle y eso debiera haberle enseñado al menos a ser algo más prudente.
Enseguida aparta la mano del arma. El recién llegado no es ningún asesino dispuesto a aprovechar la oportunidad, sino un anciano de manto y capucha oscuros y sin adornos que se acerca a paso lento, con ayuda de un báculo recio.
No es más que un viejo. Pero un viejo que pesa mucho en esta región. El venerable Emiliano. ¿Emiliano aquí? Le mira desconcertado. ¿Qué está haciendo el hombre santo del Aidillo en la ciudad de Cantabria? Desde que discutieron en el Foro, ni él ni nadie de su congregación habían vuelto a pisar la población.
¿Y cómo ha venido sin que nadie le haya avisado?
Saca la mano de debajo del manto, la aleja de su espada. Nada hay que temer del venerable Emiliano en ese sentido. Se reprocha otra vez sin embargo la imprudencia de haber salido sin escolta. Un instante después se replica a sí mismo que más vale morir con el espíritu libre que vegetar preso de una jaula cuyos barrotes son los propios miedos.
Descarta después ese diálogo interior para acudir al encuentro del hombre santo. Emiliano es muy, muy anciano, y se mueve con dificultad. Magno Abundancio escudriña los alrededores en busca de posibles acompañantes. Pero parece que ha venido solo.
Le muestra las manos abiertas, en gesto de deferencia.
—Venerable…
El anciano menea la cabeza encapuchada a modo de rechazo.
—Sabes que no deseo tratamientos de esa clase.
—Disculpa.
Observa al recién llegado que, a su vez, le devuelve el escrutinio con ojos apagados. Se pregunta de nuevo cómo es posible que haya llegado hasta él de esa forma. No puede ser que haya entrado en la ciudad y que no le haya avisado nadie. Ni siquiera que haya venido desde las cuevas del Aidillo sin que le precediera la noticia de su viaje.
Emiliano es un personaje en la región. Eremita, hombre santo y milagrero. Está en boca de todos, aunque no prodigue su presencia. Dicen que ronda los cien años y que ya no sale de las cavernas que ocupa su congregación. Que desde hace meses permanece en su cámara subterránea, entregado a los rezos y la contemplación, en espera de reunirse con el Hacedor.
Mas aquí está ahora, ante sus propios ojos.
Se estremece Magno Abundancio bajo su manto. Emiliano es un hombre santo. Está tocado por el Señor. Sus manos sanan, su palabra expulsa a los demonios del cuerpo. Tiene el don de la profecía. ¿Habrá acudido a él de manera sobrenatural, invisible a ojos de todos?
—De haber sabido que venías, te hubiera preparado un recibimiento digno…
—No me quedaré más que lo necesario para hablar contigo. A eso vengo y a nada más.
Magno Abundancio reprime el gesto de acariciarse el mentón. Como la mayor parte de los senadores, lleva el rostro rasurado en señal de romanidad.
—¿Puedo interesarme por tu salud?
—Puedes, pero no es importante. Mi vida se apaga, Abundancio.
—Espero que todavía vivas muchos años.
—Gracias, pero creo que eso te sale de la boca sin pasar por el corazón.
Ahora Abundancio reprime un suspiro. El viejo será un hombre santo, pero es más que difícil de tratar.
—Creo que estás siendo injusto conmigo. Te respeto pese a las diferencias que hayamos podido tener. Y, desde luego, no te deseo mal alguno.
Una ráfaga les alborota los mantos. Abundancio esconde las manos en las mangas del suyo. Observa inquieto a su interlocutor. ¿Y si este que está delante de él no fuera más que una aparición? Habla con la boca seca.
—¿Qué te trae, Emiliano?
—Vengo a advertirte por segunda vez, ahora en privado. El dedo del Señor ha señalado a esta ciudad que te empeñas en levantar. Ha sido condenada a la destrucción. Y esa destrucción no tardará en llegar.
Magno Abundancio no contesta. No le ha dicho nada que no esperase oír y esa profecía le causa menos temor que la idea de que quien la pronuncia no sea un hombre de carne y hueso.
Meses atrás, el venerable Emiliano se presentó en la ciudad de Cantabria. Fue por Pascua, cuando sus calles estaban llenas. Ante el senado de la provincia casi en pleno, profetizó la aniquilación por el fuego y la espada. Unas palabras que sembraron el temor entre los senadores cántabros y que le llevaron a una disputa con Magno Abundancio, que no estaba dispuesto a consentir que una profecía convirtiese su sueño en humo.
Al ver que el senador no responde, Emiliano vuelve a menear la cabeza.
—Eres un hombre instruido, pero tu corazón es de pedernal. ¿No recuerdas cómo te burlaste de mí en público?
Magno Abundancio se remueve incómodo. Es cierto que en aquellos momentos le había llamado necio, viejo chocho, alucinado.
—Venerable…
—¿Cuántas veces voy a pedirte que me llames solo Emiliano?
—Disculpa.
Se agita incómodo ante ese viejecillo.
—Escucha, Emiliano. Tu profecía podía hacer dudar a hombres cuyo apoyo me es imprescindible. Me vi obligado a contrarrestar tus palabras con lo primero que se me vino a la cabeza. Y yo estaba muy alterado en esos momentos.
—Solo anuncié en público lo que el Señor me reveló. Lo hice ante el senado de Cantabria, tal como me fue ordenado. Pero tú, en lugar de escuchar mis advertencias, te obstinas en tus errores.
—¿Errores? ¿Más de uno? ¿Cuáles son además de atreverme a seguir construyendo esta ciudad en contra de tu opinión?
Magno Abundancio se está dejando llevar ahora por el enojo aunque no quisiera. Se impone la ira al temor que le causa esa figura. Pero el anciano no se arredra lo más mínimo.
—No es mi opinión, Abundancio.
Ahora sí que el senador se acaricia las mejillas rasuradas. Sostiene la mirada del eremita. ¿Qué hay en esos ojos apagados? El espíritu de ese hombre santo está ya más en el Otro Mundo que en este.
—¿Cuáles son mis errores, vene…, Emiliano?
—Permites que se establezcan en tu ciudad gentiles y herejes. Y no solo toleras su presencia. Se dice que les has prometido que podrán adorar a sus falsos dioses en la intimidad de sus casas. Niégalo ante mí.
—No lo niego.
—¿Es eso propio de un buen cristiano?
—Es propio de un gobernante. Y has sido tú, con tu profecía de Pascua, el que me ha obligado a recurrir a estos extremos.
No hay ninguna puya en eso. El anatema del eremita desató el miedo en la ciudad. No pocos la abandonaron en las semanas siguientes. Fueron días de gran amargura para Magno Abundancio. Pero nunca ha sido hombre que se arredre ante las adversidades. Ni de los que se quedan de brazos cruzados.
Había derogado la ley —por él antes instituida— que prohibía en su ciudad la práctica de cualquier culto distinto del cristiano católico. Envió mensajeros a los vascones del este y del norte. A los bardulos, a los berones, a los autrigones. A los cántabros, astures y astures cismontanos. Invitaba a paganos y a cristianos por igual. Hasta mandó emisarios a las comunidades priscilianistas y pelagianas que sobrevivían en los montes y bosques.
Para todos tenía solar sobre el que edificar su casa. A los artesanos les daría taller y herramientas, a los pastores cabezas de ganado, a los labradores tierra en arriendo y a los guerreros armas y regalos. A todo el mundo prometió respeto a sus costumbres y creencias.
Tal promesa no ayudó a mejorar sus relaciones con la Iglesia. Algunos obispos próximos no ven con buenos ojos su intención de crear obispados nuevos en la provincia. Llegó en su día a preguntarse si no habrían sido ellos los instigadores de la profecía de Emiliano. Pero lo descartó. Sabe que el eremita es un hombre santo, incapaz de prestarse a manejos de esa clase.
Algo que no quita para que entre los eremitas del Aidillo y él no haya aprecio alguno. El venerable sentencia:
—Tu ciudad es más de paganos que de cristianos e incluso entre estos últimos hay muchos herejes.
—Te repito que tu profecía tiene bastante culpa de eso.
—¿Y tú eras el que quería obispado propio para este lugar? ¿Cómo puedes considerarte un buen cristiano y a la vez permitir esto?
—¿Permitir? Eres un hombre santo, pero me temo que vives retirado y no puedes apreciar con claridad la situación.
»No tengo que decirte la cantidad de paganos que quedan por estas tierras. Y son todavía más entre las tribus del norte y los vascones. Eso sin contar con la gran cantidad de rústicos que, aun siendo cristianos, conservan muchas prácticas propias de gentiles…
—Razón de más para no darles alas.
—Son numerosos. Necesitamos su ayuda para enfrentarnos a nuestros enemigos. Enemigos que, te recuerdo, son sobre todo los godos. Arrianos.
—¿Y este empeño de construir la ciudad no va a despertar la ira de los godos?
—Es un riesgo. Pero si queremos una provincia fuerte, necesitamos una capital.
—La necesita tu vanidad. Y ya tenéis una capital. Amaya.
—Yo hablo de una como las que dieron lustre al imperio. Amaya es un lugar antiguo y dos veces sagrado. Pero no deja de ser una peña en cuya cima se reúne nuestro senado, en la que el obispo celebra misa y en la que nos juntamos con nuestros parientes de la montaña.
»La provincia necesita algo más. La ciudad será sede administrativa y religiosa. Y también un símbolo. El aglutinante que necesitamos.
»Ese es mi sueño, Emiliano. No he escatimado nada para hacerlo realidad. Por él me he enfrentado a los obispos del este y el sur, y también a ti, aunque no era mi deseo. También a no pocos senadores que desaprueban mis planes.
—Deja que los sueños sigan siendo sueños. Evacua este lugar. Si tú no lo haces, será la espada de Leovigildo la que lo despueble. Entregará los cadáveres de sus habitantes a los lobos, los buitres y los cuervos.
Siente Abundancio un escalofrío que le sube por el espinazo. No se deja sin embargo amilanar. Es ahora él quien menea la cabeza.
—¿De verdad esperas que renuncie a todo por tu profecía? ¿Que dé por perdido lo gastado? ¿Que despida a las familias que han acudido a mi llamado? ¿Que dé la espalda a mis sueños? ¿Qué pierda mi prestigio, mi buen nombre…?
—Yo no espero nada. El Señor acudió a mí. Por servir a Su Voluntad abandoné las cuevas y vine por Pascua. Pero créeme: no soy tu enemigo.
Abundancio asiente, las manos todavía dentro de las mangas del manto. Por dentro es un caldero en ebullición. Se mezclan en su interior el miedo a estar ante un aparecido, el respeto que le produce este santo tocado por la gracia divina, la ira al pensar hasta qué punto ha alentado su profecía a los que le odian y desean su caída.
Otro golpe de aire frío les agita las ropas. Una nube oculta al sol. El día se oscurece. Vuelve a estremecerse el senador. Pasa los ojos al río y a las llanuras. Se está poniendo muy negro por allá.
—Va a estallar una tormenta. Será mejor que nos vayamos.
—Me marcho. Sí. —El viejo asiente, la diestra cerrada con firmeza sobre el báculo—. Eres de corazón duro. Sabía que no ibas a cambiar de opinión.
—¿Entonces por qué has venido?
—Porque esa es la voluntad del Señor. Abundancio suspira.
—Venerable. ¿Aceptarías la hospitalidad de mi casa?
—Gracias, senador. Pero he de regresar cuanto antes a mi retiro. Me voy ya.
Relampaguea allá a lo lejos. Llega a sus oídos primero un restallar y después un trueno que hace temblar el cerro. Emiliano le da la espalda, ayudándose con su bastón.
—Vete a casa, senador. Vete, antes de que se desate la tormenta.
El nombre «hispanos» (vídeo)