Que no tardará, al cabo de tantos años de viaje, en reunirse por fin con ella.
Los britones (Wpedia)
Es ya la hora quinta cuando Flavio Basilisco despide con reverencias al último comprador. Luego manda que lo recojan todo. Que metan los rollos de telas que exponen bajo los soportales, que cierren las puertas del comercio. Ya no volverán a abrir hasta la caída de la tarde, cuando remita algo ese calor sofocante que atenaza hoy a la urbe.
Se retira a la intimidad del
domus
. Le tienen ya dispuesto un almuerzo a su gusto. Basilisco, tan pagado siempre de su romanidad, es sin embargo amigo de comidas sólidas y cenas frugales. En esta ocasión se conforma con un puñado de aceitunas negras, pan de trigo y una copa de vino con agua.
Mejor no atiborrarse. El día es húmedo y pesado. Una comida copiosa le haría pasar tarde de modorra. Y no se permite jamás olvidar que es muy anciano. Cuando se suman ya tantos años, las comidas pesadas son una buena forma de jugar a dados con la Muerte.
Pese a alimento tan parco, le entra el sueño. Tal vez sea por la hora y el clima. O por la edad. Se acerca a tientas al reclinatorio de la esquina y se acuesta un rato a dormitar, que no a dormir. Se está a gusto en este cuarto. La atmósfera es tibia y huele a incienso, como a él le gusta.
Sabe que la habitación está en penumbra. Tiene toda la estancia en la cabeza y conoce dónde está hasta el último de los enseres, desde la mesa grande hasta la más pequeña lucerna. Es esa una habilidad que asombra incluso a hombres que le conocen desde hace años.
Eso es porque a su manera están más ciegos que él. Tienen ojos, pero no son capaces de ver más allá de lo evidente.
Basilisco no nació ciego ni perdió la vista de golpe. Su ceguera fue un declive que duró casi una década. Por eso procuró no solo afinar los demás sentidos sino también desarrollar la capacidad de trazarse planos en la cabeza.
Sus servidores le describen las formas y los colores, las disposiciones de los objetos y los rasgos físicos de las personas. Saben también que no deben cambiar nada de lugar sin avisarle. Basilisco tropieza en raras ocasiones. Es excepcional que su mano falle al buscar algo en la estancia que ocupa.
Ahora, amodorrado, oye los ruidos de la calle. También el vuelo de una mosca por la habitación. Pero en realidad su mente ya no está entre esas cuatro paredes. Ha salido de esa casa que ha alquilado por unos días en Córduba Secunda.
Su imaginación es ahora un águila poderosa que ha despegado del cuerpo mortal que la acoge. Intangible, ha atravesado el techo del
domus
para salir a cielos abiertos, diáfanos, llenos de la luz de últimos del verano.
Hace años, cuando asumió que se estaba quedando ciego sin remedio, Basilisco convirtió su cabeza en una cueva de tesoros. Almacenó en ella todos los colores del mundo, todas las formas de la naturaleza. Por eso ahora es capaz de recrear sin esfuerzo paisajes, ciudades, tipos humanos.
Esa águila que es ahora su mente sobrevuela la vieja ciudad romana de Córduba. Planea sobre esa urbe siete veces centenaria, edificada sobre las terrazas fluviales próximas al ancho río Betis, justo en el punto en el que este deja de ser navegable.
Pasa sobre murallas, islotes fluviales, riberas verdes, barcazas que navegan las aguas. Traza círculos amplios por encima del puente de Augusto. Se aleja luego del casco urbano para cruzar como una flecha sobre las grandes construcciones extramuros de siglos pasados. Ruinas ahora abandonadas, destruidas por los ataques de los bárbaros y las bagaudas
[1]
en siglos pasados.
Se remonta muy arriba, casi hasta las nubes, para después picar sobre el río. Cruza orillas e islotes. Vuela paralela a las murallas de la ciudad, sobre cuyas torres ondean lánguidos los estandartes visigodos.
Pasa por encima de ese puente de diecisiete ojos que mandó construir el gran emperador Augusto hace ya cinco siglos. Atraviesa Secunda, el barrio extramuros de la margen derecha. Es ahí donde tiene su casa. Pero no se detiene. Se aleja volando a lo largo de la vía Augusta. Y, mientras agita las alas sobre la calzada, se le ocurre que por esa misma carretera de piedra —la real, no la que él sobrevuela con la imaginación— debe de estar acercándose en este preciso momento el joven Mayorio, si es que no ha sufrido ningún contratiempo.
* * *
En la corte de Constantinopla apodaban a Flavio Basilisco «el ciego que todo lo ve». Suele hacer honor al mote, pero en esta ocasión se ha equivocado. Mayorio llegó hace ya rato a Secunda y vaga ocioso por la barriada. Camina sin rumbo para matar el tiempo, en espera de que sea hora de llamar a la puerta de Basilisco. Porque él se equivoca a su vez y cree que el ciego está todavía atendiendo a compradores.
No le disgusta el paseo porque Secunda es un lugar animado, siempre con mucho que ver. Una urbe en miniatura al otro lado del río, con un casco de calles rectas rodeado de casas dispersas. Por eso la llaman Córduba Secunda. Carece de murallas y cada cierto tiempo sufre riadas, ya que se alza justo en el recodo del río. Es más sucia que Córduba y sus calles son peligrosas de noche. A cambio es el área más viva de una ciudad que conoció tiempos mucho mejores.
Deambula entre el gentío. Un hombre joven, alto y agraciado. Pelo negro, ojos oscuros. Barba muy negra, ahora larga e inculta. Viste túnica áspera ceñida con cordel. Lleva las pantorrillas desnudas y carga al hombro una esportilla repleta de productos agrícolas.
Esa esportilla de paja estaba vacía cuando se puso en camino antes del alba, con un bastón recio por única compañía. Su destino era una de las grandes villas fortificadas del sur. La residencia de Oticiano, un
potente
cordubés, dueño de campos, rebaños, minas, y
patronus
de multitud de colonos. También buen comprador para las telas que ha traído a la ciudad el ciego Basilisco, disfrazado mercader oriental.
Ha regresado con el serón repleto de hortalizas, huevos, volátiles, conejos. Obsequio todo del
potente
Oticiano para el viejo.
Llegó Basilisco con una caravana a Córduba hará ya una semana. Se hace pasar por un mercader sirio que desembarcó hace poco en
Carthago Spartaria
[2]
con un cargamento de linos y sedas de Oriente. Se supone que vendió parte de los géneros en esa ciudad. Que ha acudido a Córduba con el restante y que piensa despachar lo que aquí no logre vender hacia Híspalis, por el río o por la calzada.
La tapadera es buena. Hay mucho tráfico entre los puertos de la provincia de Spania y el resto del Imperio de Oriente. Y los
potentes
hispanos saben apreciar los buenos paños. Están ávidos sobre todo de sedas, ya que en estas tierras son poco menos que un símbolo del perdido esplendor de los viejos tiempos imperiales.
Por su parte, Mayorio lleva más de dos meses en la ciudad. Se camufla como un casi indigente. Desde luego, nadie reconocería en este infeliz de túnica raída y barba enmarañada al
comes
de los
comites victores flavii
, también llamados
los gallos rojos
.
Simula ser un labriego arruinado por la guerra. Un pobre hombre que ha perdido casa y familia, y que ha visto caer a su
patronus
bajo las armas visigodas. Un refugiado del campo sin amo ni bienes.
Es también buen disfraz. Cuando los godos invadieron el año pasado este territorio, la ciudad cayó sin apenas lucha, ya que les abrieron las puertas en mitad de la noche. Pero en el campo la resistencia ha sido y sigue siendo dura. Las tropas de Leovigildo han tenido que tomar villas, aldeas, castros. Los muertos se cuentan por centenares y aun así la región dista de estar pacificada.
En un panorama semejante, alguien como quien finge ser Mayorio no llama la atención. No es más que uno de tantos desplazados.
La vida en Córduba es dura para hombres de su condición. Lo ha podido comprobar muchas ocasiones en carne propia. No hay trabajo de ninguna clase. Ni siquiera ha podido emplearse en la carga y descarga de barcazas. Hasta ese negocio está en manos de grupos organizados. Cualquiera que trate de inmiscuirse recibe un buen escarmiento a pie de muelle.
Al hombre que simula ser solo le ha quedado el trabajo de mandadero. Ha ido subsistiendo a duras penas gracias a recados como el que esta misma mañana ha hecho para la casa de Basilisco.
El ciego es un hombre muy viejo. Está lleno de manías y algunas de ellas son harto extravagantes. Por ejemplo, los escrúpulos que muestra respecto a los alimentos. Se niega a comer verduras cultivadas río abajo de una gran población. Aduce que, ya que esas aguas bajan sucias de deshechos y excrementos, las plantas que se rieguen con ellas han de contaminarse por fuerza. Y que comer esos alimentos impuros es malo para la salud.
Lo dicho. Absurdos de viejo. Pero es lógico que tenga manías. Dicen algunos que pasa de los cien años. Mayorio lo duda. En todo caso y a pesar de los achaques, Basilisco muestra por otro lado una lucidez envidiable. Y tiene coraje, hay que reconocérselo. No ha dudado en meterse en la boca del lobo, en Córduba, para supervisar el golpe de mano romano contra la ciudad.
El viaje de Mayorio a la villa de Oticiano ha sido idea suya. Porque, claro, todo ese paseo ha servido para algo más que para conseguir buenos alimentos.
Oticiano es uno de los terratenientes más poderosos de la región. Puede levantar un ejército de casi mil hombres entre bucelarios y colonos. Como la mayor parte de los
optimates
[3]
locales, no opuso resistencia a la anexión visigoda del año pasado. Sin embargo, ahora, gracias a las intrigas de Basilisco y sus agentes, es uno de los que se ha conjurado para expulsarlos y devolver Córduba a la soberanía romana.
Ocurre que Mayorio y Oticiano son primos. El primero es nativo también de Córduba, aunque salió de estas tierras siendo solo un niño. No obstante, fue suficiente ese parentesco para que Basilisco requiriera sus servicios y le enviase disfrazado a la zona.
Hoy, gracias a su camuflaje, ha tenido ocasión de hablar en privado con su pariente. Oticiano pretextó ante sus servidores que quería escoger por sí mismo los productos con los que iba a rellenar la esportilla. Y con esa excusa se quedaron solos un tiempo razonable.
«Lo mejor para Septimio Malalas. Que el Señor le conserve en salud muchos años. Y que regrese pronto a Córduba, porque no hay sedas como las que él nos trae», había comentado riendo el
potente
ante algunos de sus hombres.
Septimio Malalas. Ese es el nombre que ha adoptado Basilisco para entrar en la ciudad. Según le confió a Mayorio, decidió hacerse pasar por mercader de telas y no de cualquier otro producto de lujo porque aquellas tardan más en venderse al por menor. Y esa circunstancia es básica para permanecer en Córduba un par de semanas sin despertar sospechas.
Yendo de un lado a otro, Mayorio ha llegado a la puerta trasera de la casa del falso mercader de telas. Ya es la segunda vez que pasa por delante. Es mejor que también él procure no despertar curiosidades o recelos. Habrá que entrar, esté o no todavía ocupado el viejo.
Con la espuerta de paja sujeta a las espaldas con la zurda, golpea con su bastón de viaje sobre la puerta de tablones.
* * *
Le abre la puerta Magnesio,
domesticus
de Basilisco, quien para su sorpresa le informa de que cerraron la tienda hace rato. El amo ya comió y está echando una cabezada. Mayorio se va a la cocina, entrega la esportilla a los pinches y se sienta a descansar en un rebanco mientras avisan al viejo.
Se comporta aquí sin disimulos. No hay en esta casa esclavos lenguaraces ni criados de lealtad dudosa. Son todos
isauros
[4]
a sueldo del ciego y el visitante puede abandonar sus modales de hombre humilde.
Pero poco tiempo le dejan para el descanso. Antes de que pueda pedir siquiera un poco de agua, Magnesio regresa para conducirle al aposento del anciano.
No le sorprende encontrar el cuarto casi a oscuras. Constató hace ya tiempo que así le gusta a Basilisco recibir a sus visitas. Más de una vez se ha preguntado si no lo hará adrede. Si no buscará sacar ventaja sobre sus interlocutores, ya que él no necesita luz.
Le aguarda el viejo sentado en el reclinatorio. Viste túnica inmaculada hasta los pies, llena de volantes. Se toca con un gorro cilíndrico del que cuelgan flecos con borlas que le ocultan los ojos ciegos. Los enseres de la sala son pocos pero de calidad. Esa es otra constante en Basilisco. No sabe su visitante si es austeridad o que odia las habitaciones atestadas en las que tan fácil resulta tropezar.
—No te esperaba tan pronto.
A un gesto del anfitrión, Mayorio va a sentarse en una de las dos sillas de la estancia.
—Pues estuve dando vueltas por el barrio para hacer tiempo.
El viejo alza la cabeza y la gira hacia la izquierda, como si tratase de escuchar mejor.
—¿Cómo es eso? ¿Has ido y vuelto a la carrera?
—Me puse en camino antes del alba.
Basilisco ladea todavía un poco más la cabeza.
—¿Por algún motivo en particular?
Mayorio se encoge de hombros. Reprime acto seguido un gesto de contrariedad. Suele olvidar que no puede comunicarse con el viejo mediante gestos.
—Quise hacer camino con la fresca. Al menos el de ida. Hace un calor espantoso para viajar. Además, tú mismo me has enseñado que hay que ser imprevisibles. Que hay que evitar las rutinas como al veneno.