—¿Y qué sacan ellos con todo esto?
—Si el ejército real y varias fuerzas nobiliarias invaden la región, tal vez todo acabe en una anexión a la fuerza. Y si eso ocurre, ellos podrán reclamar su recompensa. Tierras,
clarissimus
. El rey tendrá que reconocerlos como
domini
de unos buenos predios.
—Tal como me lo cuentas, me está pareciendo cada vez más arriesgado. Quizás el resultado final sea que sus cabezas acaben adornando encrucijadas en el país astur.
—Siempre habrá hombres dispuestos a apostar lo que tienen para conseguir lo que anhelan. ¿Qué desean? Tierras. ¿Qué tienen? Sus propias vidas.
—Arriesgan también la existencia del reino visigodo. Si todo esto acaba en una gran guerra, si todos los enemigos de los godos se lanzan a la vez contra ellos…
—Por eso Leovigildo nunca daría un paso así, si puede evitarlo.
Abundancio resopla. Vuelve a sus paseos.
—En fin. Aplaudo el arrojo de esos jóvenes. Pero no voy a desearles suerte. ¿Son muchos?
—Seis o siete hijos de la nobleza, como te he dicho. Cada uno con su comitiva de hombres armados. Ninguna muy numerosa. Todos juntos forman un pequeño ejército.
—¿Tantos como para que un golpe de mano contra Saldania pueda tener éxito?
—E incluso para asediarla si la sorpresa fracasa. Tengo entendido que la guarnición de Saldania no es gran cosa.
—De nuevo te felicito por lo bien informado que estás. Es cierto. Saldania cuenta para su defensa con un número bastante exiguo de burgarios al servicio de Ursicino, que supongo que sabes que es el
senior loci
[38]
. A ello puedes sumar una milicia ciudadana. Nada más.
»Pero podrá bastar. La sorpresa ya no va a serlo. Y si tú has logrado conocer cuáles son los planes de esos…
No termina la frase. Al resplandor de las velas, el viejo Basilisco está sonriendo con dureza. Sonrisa que, unida a la capucha y a esa banda de seda con los ojos bordados en oro, todo en la penumbra movediza en la que ahora está sumido el
scriptorium
, le dan un aspecto de lo más inquietante.
—No me he enterado de todo esto que estoy contando gracias al azar,
clarissimus
. La información que he venido a traerte es la recompensa de la previsión y el esfuerzo. Apuesto a que Ursicino de Saldania duerme confiado, sin soñar la que se le avecina.
Aunque mantiene la sonrisa, no añade más. Nada de explicaciones excesivas. Es bueno cultivar el misterio. Por eso se cuida de admitir que, aunque es cierto que envió a algunos espías a esa zona hace unos meses, se ha enterado de todo esto por una suma afortunada de sucesos.
La conjunción de lo imprudentes que son algunos hombres, de que les gusta beber y entonces fanfarronean. De que se les sueltan las lenguas delante de prostitutas que, aunque ellos lo ignoren, entienden el godo.
—Ocurra lo que ocurra, no están dispuestos a volverse con las manos vacías. Si les falla la intentona contra Saldania, piensan retirarse hacia el sur saqueando. Apoderarse durante el retroceso de cuanto grano, ganado y esclavos puedan.
Ahora es Magno Abundancio el que sonríe. Se deja caer sobre la silla. Acaba de recordar esa ansia de cabalgar que le asaltó antes del alba.
¿Sería tal deseo un presagio? ¿El aviso de que se acercan la hora de escaramuzas y batallas? Por un parpadeo, se le viene a los ojos la imagen de él mismo galopando por llanuras escarchadas, lanza en mano, bajo el flamear del
cantabrum
y a la cabeza de sus
fideles
en armas.
—Son ambiciosos esos jóvenes. Pero casi nunca la ganancia es fácil. El botín hay que disputarlo. ¿Qué tal si alertamos a los de Saldania? Yo reuniré a los míos y les enseñaré a esos cachorros de godo unas cuantas lecciones.
Sin embargo, Basilisco menea la cabeza encapuchada.
—Con el máximo respeto a tu rango y experiencia guerrera, no te lo aconsejo.
—¿Temes por mi vida? No te preocupes. Estoy hecho a campear. Y, por estas tierras, un jefe solo puede ganarse y conservar el respeto de sus seguidores luchando en primera línea de la batalla.
—No me inquieta eso. Yo mismo fui hombre de armas. Ojalá conservase la vista y el vigor para ir yo también a guerrear.
»Mi preocupación es otra. Aspiras a gobernar en nombre del emperador de Oriente. Ser el
magister militum cantabriae
. No debes pensar como un simple caudillo, sino desarrollar una visión más estratégica de las situaciones.
El senador se inclina otra vez adelante para apoyar el mentón sobre las manos enlazadas.
—Te escucho,
illustris
.
—Podrías convocar al senado. Acudir a los Campos Palentinos a combatir a esos aventureros. No dudo que lograseis expulsarlos…, pero con tal acción tal vez conseguiríais alarmar a Leovigildo.
»Leovigildo no es como los reyes que le precedieron. Es calculador. Es metódico. Y si llega a temer que vuestra intención sea apoderaros de la región, obrará en consecuencia.
—Pero no lo es.
—¿Y cómo podrá él saberlo? Si todo un ejército de los vuestros invade los Campos Palentinos, ¿qué crees que pensará?
—Tarde o temprano tendremos guerra con los godos.
—Ya. Pero mejor tarde que temprano.
—¿No me estarás aconsejando que deje el campo libre a esos imberbes, no?
—No. Te estoy sugiriendo que tal vez sea mejor que sean otros los que les corten las alas.
Se echa Abundancio hacia atrás. Oye Basilisco recrujir la madera del asiento.
—¿Qué otros?
—Deja que se ocupe de ello el
comes
Mayorio y sus
victores flavii
.
Ahora, un largo silencio indica al visitante que el senador está reflexionando. O tal vez solo masticando una sugerencia tan inesperada.
—¿Lo consideras prudente?
—¿Lo dices por si pudieran ser derrotados? No te preocupes. Son caballería de primera línea, no guardias de parada. Les vendrá bien un poco de acción. Sobre todo porque, ahora que están incorporando reclutas provinciales, necesitan crear unidad entre los veteranos y los nuevos.
Sonríe como un ídolo en la penumbra.
—Las victorias y el botín siempre elevan la moral de los soldados. Y si hay de lo segundo, tanto a ti como a los senadores que aportan dinero al bandon os corresponderá vuestra parte. Servirá sin duda para aliviar la carga económica que suponen los nuevos jinetes.
Magno Abundancio cruza ojos con su
cantabrarius
, que no se ha movido de junto a la silla durante todo este tiempo. Una mirada fugaz, un instante. No por eso le pasa desapercibida a Magnesio, que más tarde se lo comentará a su patrón.
—Si enviamos al
comes
, ¿no alarmará eso incluso más a Leovigildo?
—No, porque no serán fuerzas que él identifique como de la provincia, sino soldados de Roma. No subestimemos al gran rey. Él ya sabe que estamos aquí. Y una vez que los
victores flavii
hayan batido a los incursores, se retirarán sin demora.
Un silencio. Luego el senador suspira.
—Me alegra contar con tus consejos,
illustris
.
—Mi experiencia está a tu disposición. Hazme caso y no vayas tú. Deja que se ocupe Mayorio.
—Te haré caso.
—Invita a los britones a sumarse. Sería bueno que sus jinetes participasen. También ellos han venido a guerrear, no a sentarse ante el fuego, mano sobre mano. Así se acostumbrarán los unos a los otros.
—Entonces tal vez algún senador…
—No y no. Insisto en lo dicho. Vuestra simple presencia en los campos palentinos podría llamar a engaño a Leovigildo. Sería paradójico que eso desencadenase una guerra que ni él ni nosotros queremos.
Vuelve a suspirar Abundancio. Muy a su pesar, deja que esa imagen de él mismo cabalgando impetuoso por llanuras de charcos helados y escarcha se desvanezca en el limbo.
—Se hará como aconsejas. Ningún senador de Cantabria les acompañará.
—Ni ninguno de vuestros
fideles
, más allá de alguno que haga de garante ante Ursicino.
—Sea.
—En cuanto a lo de avisar con antelación a Ursicino…
Clarissimus
. Creo que es mejor que la noticia llegue junto con nuestros hombres. Nos presentaremos como salvadores, con el enemigo en puertas, y nos deberá más gratitud. Que alguien esté en deuda contigo nunca es malo.
Sonríe con dureza.
—A condición, claro, de que esa deuda no sea excesiva.
Renovatio Imperii (vídeo)
San Millán (Wpedia)
Percibe el
comes
Mayorio la fascinación de Claudia Hafhwyfar por la máscara, aunque no acierta a adivinar el motivo. Sí el bardo Maelogan. Lo entiende a la perfección, de la misma forma que intuye la atracción entre esos dos. No dan señales de ello, pero es como si él lo oliese. O más bien como si lo oyese, porque es como si les uniera una cuerda de arpa. Una bien afinada que vibra apenas se ven, no importa que se hallen a cien pasos el uno de la otra.
Y unos cien pasos son los que los separan de los jinetes romanos que se entrenan sobre sus monturas con lanzas sin punta. Galopan por un solar embarrado y el estruendo de cascos, de lanzadas contra escudos, resulta ensordecedor. Combaten hombres sobre monturas con armaduras completas y divididos en dos bandos, atacándose con las lanzas a dos manos.
Las hojas de esas lanzas rematan en bolas para evitar heridas. También por ese motivo los combatientes se han encajado en los yelmos unas máscaras metálicas de rasgos clásicos. Caretas bien distintas de esas otras lisas y de inhumanidad casi aterradora que son parte de su equipo de batalla.
Esa circunstancia le intriga. Las máscaras de combate romanas están diseñadas para aguantar a armas de verdad, con filo y punta. ¿Por qué usar estas otras en los entrenamientos?
Eso le ha llevado a acercarse hoy al campo de maniobras de los romanos, próximo a su campamento. Ha invitado a Hafhwyfar a acompañarle, consecuente con su propio consejo acerca de lo valiosa que podía resultar para conocer las tácticas romanas. También porque quisiera averiguar si esa sensación que tiene de que hay como una cuerda invisible entre ella y el
comes
romano se refuerza al verlos juntos. Sensación que se hace cada vez más fuerte y que, a su pesar, le causa por otro lado comezón.
Eso sin olvidar que ella custodia otras máscaras de guerra bastante más extrañas, sin parangón entre las demás ramas de los britones. Una circunstancia que por sí sola bastaba para justificar la visita de Hafhwyfar.
El propio
comes
Mayorio les recibió con deferencia. Hoy no participa en las justas, sino que sigue con ojos de halcón las evoluciones y los lances. Supone el bardo que esa abstención es lógica, ya que acaba de enrolar a nuevos reclutas y es preciso que evalúe las capacidades de cada uno.
Estos jinetes romanos le resultan hombres admirables. Su oficio es la guerra y para ella se entrenan sin pausa. Al menos en este bandon de caballería pesada, el descanso consiste en alternar los ejercicios con los trabajos de campamento. Unos se ocupan de acondicionar defensas y alojamientos: acarrean leña, cuecen ladrillos, apuntalan fosos entre la lluvia y el frío. Otros se entrenan a pie y a caballo, con lanza a dos manos, espada o esos arcos tan extraños que llaman hunos.
Hafhwyfar no hace otra cosa que dar vueltas a la máscara entre sus manos. Pasa sus dedos por las facciones cinceladas. Acaricia esos dorados que resaltan los rasgos.
El
comes
carraspea.
—Nuestras máscaras retratan a grandes hombres de este bandon.
Ella le mira con esos ojos tan azules suyos. Hay ahora en ellos un resplandor muy especial que el romano no alcanza a entender. Sabe en cambio Maelogan que acaba de toparse con lo que puede ser el origen último de las máscaras que custodia. Mayorio, tal vez porque no sabe muy bien a qué atenerse, prosigue con orgullo.
—Los
victores flavii
son una unidad antigua. Hemos participado en muchas campañas y batallas. Y los más grandes de nuestros hombres, por tradición, siguen con nosotros a través de sus máscaras.
—¿A quién representa esta? —Se interesa el bardo.
—Al
comes
Constantino. Uno de los que me precedieron en el mando del bandon.