—¿Fue tu antecesor?
—No. Ni siquiera llegué a conocerle. Murió luchando en la campaña de Dalmacia, en tiempos del emperador Justiniano.
—¿Solo representan a los
comes
?
—No. En absoluto. Semblan a los que los propios
comites
consideran merecedores de ello. Se decide por consenso. No todos los que han sido
comes
han logrado tal honor.
Asiente el bardo. Está observando que el
comes
no quita ojo a las manos de ella. Juraría que es eso, las manos en sí y no sus manejos, lo que tanto le llama la atención. A saber qué encuentra de mágico en esos dedos ágiles que corren por los rasgos de la máscara.
—Nunca oí que los soldados romanos usasen estas máscaras.
—Es una práctica que está desapareciendo. En tiempos estaba más extendida. Pero me temo que a los sacerdotes les parece propia de gentiles y presionan para que se abandone.
—¿Y tú qué opinas?
Se acaricia Mayorio la barba negra. Observa los cielos cargados de lluvia.
—No pretendo discutir con los sacerdotes. Pero no creo que haga mal a nadie. Es como tener con nosotros a los que nos precedieron y nos llenaron de honor. Conforta la esperanza de que quizás una vez que nos hayamos ido, podamos seguir en el bandon en forma de máscara.
Ella mira en dirección a los hombres que combaten a rienda suelta, alanceándose con ganas. Pregunta, máscara en mano.
—¿De dónde procede esta costumbre?
¿Cómo no habría de preguntar eso? El bardo aprovecha y, con los ojos puestos en los lances, se aparta para ver mejor y de paso dejarles solos. Siente que ya ha cumplido lo que le exigía el Destino. Ese que le reveló el fuego. Ellos ni advierten su marcha. Escucha que el
comes
responde.
—Nadie lo sabe. Dicen algunos de que las tomamos de bárbaros de las estepas. De los sármatas, que también nos legaron los
draconi
y…
Maelogan se pierde el resto de la explicación y lo lamenta. Justo eso le hubiera interesado saberlo. Pero ya sus pasos le han ido alejando y, con el estruendo de las armas y los cascos, le es imposible oír más.
Magno Abundancio abandona el
scriptorium
a media mañana. Está harto de cartas y de cuentas, y además sería buena cosa que hiciera acto de presencia en el Foro.
Hace rato dejó de llover. Pero al salir al peristilo y alzar los ojos, ve que el cielo bulle de nubes de tormenta. Sopla el viento y hace frío. Se envuelve en su capa de pieles. La vieja. La que se prende a la romana con una fíbula sobre el hombro derecho. Cómoda, caliente, la que resguarda de la lluvia.
Sale acompañado de Durato y dos
fideles
. Sí que hace hoy viento. Un cierzo que corre aullando por las calles, agita las ropas de los viandantes, sacude y hace chasquear los toldos de las tiendas. La luz del día es mortecina. Levanta otra vez la mirada hacia el dosel de nubes y recuerda el frío con que se despertó esta madrugada.
Aquellos que se cruzan con él le ceden el paso por respeto. Le saludan también sin grandes alharacas. Su
cantabrarius
camina a su izquierda y los
fideles
detrás, estos con espadas desnudas al hombro.
Spatharios
. Se decidió a utilizar ese tipo de escolta inspirado por las enseñanzas de sus preceptores. Son algo más que guardaespaldas. Los aceros en claro recuerdan a los antiguos lictores, aquellos que escoltaban a los magistrados de Roma, proclamando así su dignidad.
El Foro está abarrotado. Esa visión de gente apiñada le llena de orgullo. El Foro. El corazón de las urbes romanas. Él mismo lo diseñó. Cuadrado, con pórticos para que los artesanos y comerciantes puedan exhibir sus géneros a salvo de las inclemencias del tiempo.
—Demasiada gente —comenta con hosquedad Durato.
Es día de mercado mayor. Todos los artesanos han sacado sus productos. Y han venido hoy buhoneros, mercaderes y compradores desde lejos.
—Es una suerte que haya dejado de llover. Si no, no habría venido tanta gente.
—Ya. ¿Te parece prudente meterte ahí?
Ni muda de gesto Abundancio ante el comentario. Sin embargo, hace solo un instante sintió un escalofrío al poner los ojos en ese espacio lleno. Las apreturas son lugares óptimos para cometer asesinatos. Recuerda otra vez la sensación de esta madrugada al despertar.
—No querrás que me dé media vuelta. ¿Qué diría la gente?
—Nada. No se darían cuenta.
—Seguro que sí. ¿Y qué me diría yo a mí mismo? Porque yo sí me daría cuenta.
—¿No eras tú el que nos has estado poniendo estos días la cabeza como un odre inflado con tanto hablar de prudencia?
Abundancio contiene un resoplido. Tiene que estar hoy aquí. No le queda otra. Han venido de toda la provincia e incluso de más lejos. El mercado congrega en este día a siervos y clientes de los senadores, berones, autrigones, bardulos…, incluso puede ver a algunos vascones curioseando por los puestos.
Eso está bien. Los vascones son un elemento clave para sus planes de futuro. Planes que pasan por colonizar las tierras a oriente del Iberus. Suelos que fueron hasta hace nada parte del
Vasconum Ager
, hasta que los godos les desalojaron con sus campañas militares.
Necesita estar en paz esas gens. Es más: es preciso que cierre alianzas con sus jefes. De hecho, sabe que uno de los más poderosos, Cala Bigur, está hoy aquí de visita. Sería beneficioso cruzarse con él en el Foro y poder cambiar unas pocas palabras.
Pero no consigue verle. Sí a varios senadores, algunos de ellos acompañados por sus esposas. Recorren los puestos mezclados con el gentío. Palpan telas, examinan herramientas…
—Equicio.
Ese nombre, pronunciado por Durato muy cerca de su oído, le saca de cualquier otro pensamiento. Gira la cabeza, buscando al aludido, al tiempo que casi escupe entre dientes.
—No dejéis que ese perro se acerque ni a diez pasos de mí.
—Descuida.
Lo localiza ahí, a mano izquierda. Con su manto gris y basto, los pies descalzos, el bastón en la diestra. Le está observando entre las idas y venidas de la gente con ojos que, pese a la distancia, adivina encendidos por algo que algunos consideran ira divina y él locura.
Equicio. Uno de los anacoretas de esta margen del río. Siempre presto a infamarle, a increparle en público y a tronar contra sus impiedades en público. No es el único, solo que este personaje, al que considera a medio camino entre la demencia y la impostura, no le causa el mismo respeto que Emiliano. De no ser por la fama de santo que tiene entre cierta gente y porque es uno de los protegidos del presbítero, hace mucho que le hubiera ajustado cuentas.
—Que no se me acerque —insiste.
—Descuida —repite el
cantabrarius
.
Solo que esta vez añade una seña discreta. Al seguir su dedo, advierte que ya varios de sus hombres, que andaban por la plaza, se han interpuesto. De intentar el retirado acercarse para maldecirle en nombre del Señor ante todos, esos leales se lo impedirán.
Equicio también se ha percatado. Seguro que estaba ahí al acecho, buscando una oportunidad de montar su escándalo. Ahora que ve que no va a llegar ni a diez pasos del senador, desiste. Retrocede y se pierde. Solo entonces, a su vez, Abundancio se adentra en la multitud.
La gente se arremolina a su alrededor. El bullicio les envuelve. El avance se hace de caracol, ya que Magno Abundancio tiene un momento y unas palabras para todos. A una mujer humilde le pone la mano sobre el hombro, pues una vieja leyenda dice que los cabezas de su familia tienen el don de expulsar del cuerpo a las dolencias causadas por maleficios.
Siente un golpe en el vientre, como un puñetazo. Gira con brusquedad la cabeza, perplejo. Su mirada choca por un instante con unos ojos enloquecidos. Le anonada lo que en ese lapso breve llega a leer en ellos. Furia, terror. La ferocidad ciega de las alimañas acorraladas.
Luego esos ojos retroceden. Se esfuman entre la gente agolpada como piedras que se hundiesen en las aguas.
Baja entonces Abundancio la mirada. Advierte que tiene la túnica rota. ¿Pero cómo…? Sin darse cuenta todavía de lo que ha ocurrido, se lleva las manos al desgarrón de la tela.
Durato entiende antes que él lo que acaba de pasar. Ha captado de reojo cómo Abundancio reculaba como golpeado. Advirtió que se llevaba las manos al vientre. Y que la ropa está rasgada. Alza la cabeza al tiempo que echa mano al puño de la espada. Se pone de puntillas. Se arroja al seno de la multitud vociferando:
—¡Asesino! ¡Al asesino!
Los dos
spatharios
salen detrás de él por instinto. Pero les contiene un grito del
comes
Mayorio, que acaba de surgir como por arte de magia de entre los concurrentes.
—¡Quietos ahí! ¡Proteged a vuestro patrón!
Él intenta sujetar a Abundancio por el brazo. Pero este rechaza su ayuda. Está demudado ahora que se ha dado cuenta de que han querido sacarle las entrañas de una puñalada. Todo a su alrededor es confusión, gritos, carreras. Saca fuerzas de la nada para echarse a reír a carcajadas.
—Gracias,
comes
, gracias. Pero estoy bien. De verdad. No han conseguido herirme.
Vuelve a reír. Mayorio tiene su puñal en la diestra, presto a defenderle de cualquiera que intente corregir el error del asesino. La gente se arremolina dando voces. Sus
spatharios
agitan los aceros desnudos para que todos se mantengan apartados. Están acudiendo más hombres del senador y entre todos comienzan a formar un círculo de protección.
Abundancio abre con las dos manos el rasgón. Muestra a Mayorio cómo bajo la túnica gasta cota de cuero. Liviana pero lo bastante recia como para parar la cuchillada que acaban de asestarle.
El
comes
suspira aliviado. Al comprobar que les rodea ya todo un círculo de hombros vigorosos, guarda su arma. Pone los ojos en el suelo. Recoge del suelo un puñal ancho y triangular. El senador alarga la mano y, cuando el otro se lo entrega, lo examina con ojos fríos.
—Fácil de esconder. Ideal para abrir grandes heridas.
—Has sido muy previsor al usar esa coraza. Te felicito.
—No es la primera vez que tratan de matarme. —Sopesa el cuchillo—. Esta hoja vale bastante más que su dueño. Si hubiera tenido más sangre fría y se hubiera arriesgado a acercarse un palmo más, a clavarme esto en la ingle, el final podría haber sido bien distinto.
—Por suerte no ha sido así. Ahora solo hace falta que lo atrapen.
—Descuida. Ese no se escapa.
Ríe de nuevo, ahora de manera mucho menos forzada. Es hombre de coraje y además ahora el haber sobrevivido a un nuevo atentado le está emborrachando de euforia.
—Durato agarrará a ese desgraciado. No sé quién pueda haberle mandado, pero ya lo averiguaremos. Y yo mismo me ocuparé de que tenga su recompensa, que no será la que él esperaba.
* * *
A la hora quinta vuelve a llover. Una lluvia más calma y puede que más peligrosa para la salud, ya que empapa sin que se dé uno cuenta. Sorprende el orballo a Magno Abundancio mientras camina por las calles de la ciudad —su ciudad—, escoltado por los dos
spatharios
de antes.
Alza la cabeza al sentir las gotas. Escucha el susurro del agua al caer y observa con ojos achicados el techo de nubes. Se echa luego la capucha sobre la cabeza. Recuerda por enésima vez hoy esa angustia y el frío con el que despertó. También el estremecimiento que sintió a la boca del Foro.
Y el atentado posterior.
Deja de lado aprensiones y compone el gesto. Están llegando a la basílica. Otra obra de la que hasta no hace mucho se sentía más que orgulloso. No es que sea un templo de enormes dimensiones ni de arquitectura espectacular. Pero era para él otro símbolo de lo que desea para la provincia. La levantó como basílica privada, ya que todas estas tierras son de su propiedad. Pero lo hizo con la esperanza —todavía la tiene— de que algún día se convierta en sede episcopal.
Sin embargo, ahora la visión de la basílica no le causa el regocijo que otrora. Tiene la fachada justo al frente, ya que está situada al fondo de la calle. Fue él quien tomó la decisión insólita de levantarla ahí y no en el Foro. No hubiera sabido decir en aquel entonces qué le movió a hacerlo así. Ahora se da cuenta de que obró por prudencia instintiva.
Fue en cambio el arquitecto quien impuso que el pórtico de la basílica fuese una exedra de seis columnas. La intención era que aquella entrada cóncava resultase acogedora. Que llamase a las gentes a congregarse en su seno, a las mismas puertas de la Casa de Dios.
Justo entre esas columnas hay un grupo de hombres. Se apiñan a resguardo de la lluvia y discuten con vehemencia. Tanta que Magno Abundancio reduce el paso.
—Atentos —les indica a sus
spatharios
, pese a que no tiene ninguna razón concreta para hacer tal indicación.
Los dos
fideles
gruñen en asentimiento. Son solo dos porque él mismo así lo ha querido. Nada de aumentar su guardia personal justo después del atentado. Es asumir un riesgo que a cambio refuerza su imagen ante el pueblo. ¡Y está en su propia ciudad!
Ha anunciado bien alto que se venía a la basílica a dar gracias al Señor por haber escapado ileso al puñal del asesino. Y no mentía. Aunque tampoco es el único motivo que le trae aquí.
La otra razón es la misma que ahora hace que modere el paso. También que, a través de las cortinas de lluvia, estudie a los hombres que se agolpan en la exedra. Están tan juntos que casi no se distingue quién es quién. Son como una docena, aunque al primer vistazo parecen más. Parte son clérigos de mantos oscuros adornados con cruces. El resto son hombres de armas. Bucelarios del presbítero Columbano, su propio hermano. Y, peor todavía, está con ellos ese ruin de Equicio.
Alguno de los reunidos advierte su presencia. Algo dice. Cesan de discutir y de gesticular. Cuando las cabezas se giran hacia él, siente que se le revuelve el estómago.
¿Seguro que tras el asesino estaba la mano de los godos o la de algún senador temeroso de su hegemonía?
Clérigos y bucelarios observan cómo se aproxima. Les devuelve el escrutinio con ojos duros. Recuerda con un sabor amargo de boca que fue él quien dotó hace no tanto a la basílica y al diácono de predios y colonos para que pudieran mantenerse con holgura. Necio fue por tanta generosidad.