Pero ahí acaban las semejanzas. Aquel día acabó por despejar. Hoy en cambio la niebla se espesa y espesa, como un guiso puesto al fuego. Ahora, ya a la hora sexta, es tan cerrada que se corta con el canto de la mano. Enrosca sus tentáculos alrededor de almenas y mástiles. Fluye por los huecos y las escaleras. Se amontona contra las paredes.
Pocas veces en su vida ha visto una niebla igual.
Lleva aquí arriba desde la hora tercera. Deambula junto a los parapetos y a veces se para a escuchar, ya que observar no se puede.
Balambor. Alto, cenceño, con la tez color del barro y los ojos rasgados. Camina sin prisas, abrigado en su sago, tocado con el gorro panonio y con el arco huno en la mano. Los
comites
le ven pasar como un fantasma que errase por entre el hervor blanco.
Cambia a veces unas pocas palabras con alguno de los hombres. Presta especial atención a los reclutas cántabros. Es preciso contagiarles de calma. Son hombres aguerridos pero todavía no están hechos a la disciplina. Por eso no se cansa de repetir una y otra vez, en esta tarde larga, húmeda y ciega:
—Paciencia,
tiro
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. Paciencia. Hacer la guerra es también esperar. Sobre todo esperar.
Así les conforta e infunde sosiego. Divide su atención entre ellos y lo que pueda ocurrir más allá de la muralla. Se aplica a sí mismo su propia máxima de que un soldado debe saber esperar. No habla en vano. El huno Balambor tuvo en su día que aprender a su vez a practicar la paciencia. Hijo de las praderas al norte del Danubio, criado entre caballos salvajes y arqueros, no le resultó nada fácil amoldarse a esa misma disciplina que ahora procura transmitir a los nuevos.
Sin embargo, de todo eso hace ya muchos años y Balambor apenas recuerda aquella que casi era otra vida.
En esta existencia de soldado romano, están ya en el tercer día de asedio y poco tiempo han tenido para el reposo. No es que hayan librado muchos combates, pero el enemigo no ha hecho otra cosa que lanzar tanteos y amagos. Puede que su intención sea la de obligar a los defensores a acudir de continuo a los parapetos con la esperanza de extenuarlos.
Ayer por la tarde se produjo un ataque masivo. Opina el
comes
—y le da Balambor la razón en eso— que respondía más al deseo de calibrar la fuerza de los muros y el temple de quienes los guardan que a la esperanza de abrir brecha.
Los dos oficiales están de acuerdo también en que hoy tal vez sea todo muy distinto.
Ha entrado la tarde y los sitiadores están de banquete. Llevan horas así. Por el escándalo que montan, muchos tienen que estar ya borrachos como odres. Y lo que es más importante: están consumiendo víveres que no les sobran. Eso de por sí es de lo más significativo. O sus líderes son unos inconscientes o se están obligando a ellos mismos a lanzar un asalto decisivo.
Balambor, que unos cuantos asedios ha vivido, apostaría su paga a lo segundo.
Los godos están en situación precaria y el día es propicio para una acción desesperada. No se les va a presentar una oportunidad mejor.
Amaneció brumoso y las nieblas no han hecho más que espesar a medida que ha ido progresando el día. Les darán cobertura para llegar sin ser vistos hasta casi al pie mismo de las murallas. Les ocultará a los arqueros. Arqueros a los que ya han aprendido a temer gracias a unas cuantas lecciones duras recibidas en días precedentes.
Por algún efecto acústico, producto de esa nubosidad posada a ras de suelo, la escandalera del banquete llega a veces hasta Saldania con suma nitidez. Son tan destemplados algunos de los gritos que se podría creer que se están peleando. Pero Balambor sabe que eso es soñar. No van a pelearse. No lo van a hacer. Aunque estén borrachos, no van a llegar a las manos o a los puñales, ni se van a separar enemistados.
Oye una risa de mujer en sordina. Cerca. Cuando se gira, consigue ver dos sombras entre la niebla, junto a las almenas. Por sus siluetas y por esa risa adivina que son el
comes
Mayorio y la britona Hafhwyfar. Están hablando sobre dardos o algo así. Pero enseguida se alejan en dirección contraria y no consigue oír gran cosa de su conversación.
Tiene buen oído Balambor. Sí es cierto que están hablando de armas. A ella le come la curiosidad ante esos arcos que usan los romanos. Son de palas cortas, anchas, la superior más larga que la inferior. Lanzan flechas de no mucha longitud y potencia asombrosa.
Su interés es genuino porque son armas extraordinarias. Arcos hunos les llaman. Idóneos para tirar con ellos tanto desde un caballo al galope como desde lo alto de murallas.
—¿Son difíciles de manejar vuestros arcos?
—Hay que entrenar de continuo para no perder la puntería. Igual pasará con vuestros dardos britones.
—Sí. Hay que practicar.
Si los arcos hunos han asombrado a los britones que están en la defensa, el
comes
a su vez está intrigado por esos dardos a los que llama britones. Son emplumados y con un contrapeso en la base de la punta. Es como si esas gentes de la costa norte hubieran desarrollado un proyectil propio a partir de los antiguos arrojadizos imperiales. Un heredero de los
plumbatae
y
martiobarbulis
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de otras épocas.
Es cierto que cada uno está de verdad interesado en las armas del otro. No lo es menos que podrían estar hablando de casi cualquier otra cosa con igual gusto.
Ella se siente contenta de estar cerca de él. Juntos, aunque sea en la guerra. Para ella es irrelevante que ese estrépito de voces, cantos y golpes en la niebla sea el anuncio de que no tardarán en librar un combate a vida o muerte. Igual le da gracias al Cielo. Gracias porque esta pequeña guerra de otoño haya propiciado que estén juntos.
Caminando a través de la fosca, han llegado al adarve justo sobre la puerta Decumana. En este lugar se arremolinan
comites
romanos y hombres de la milicia ciudadana, al calor de unas pavesas. Montaron aquí, a primera hora, una base de losas de piedra para quemar encima carbón de leña. Han estado atizando el fuego toda la mañana. Y ahora, sobre lecho de brasas, reposa una treintena larga de cántaros de barro, llenos de agua al punto de ebullición, por si fuera menester usarlos.
Rebasan esa área para dirigirse al tramo que defienden los britones. Son unos veinte, todos jinetes que se sumaron al bandon para acudir en auxilio de Saldania. Romanos y britones han peleado codo con codo estos dos últimos días. A tal circunstancia achaca Hafhwyfar el acercamiento que se ha producido entre el
comes
y ella. Como decía su abuelo, la proximidad de la muerte allana caminos y abre puertas entre la gente.
Mayorio está observando a uno de los guerreros del noroeste de soslayo, para no ofenderle. Como el resto de sus compañeros, viste manto de rombos de colores y yelmo romano de diseño anticuado. Pero este en concreto se cubre con una máscara de acero con adornos dorados. Entrever a esa figura fantasmal, ese rostro metálico entre las nieblas, le causa un escalofrío que no puede reprimir. Es como estar ante un espectro. Más aún porque sabe que esa máscara en concreto representa al antiguo emperador Magno Máximo, un gran héroe en la mitología de estos britones.
Para evitar que la mujer a la que acompaña se aperciba de que se siente casi intimidado por esa visión, como un niño ante las sombras en las esquinas de su cuarto, apunta:
—Hafhwyfar. Debieras tener tu casco más a mano.
Para recalcarlo, agita su propio yelmo, que le cuelga de la cintura del sago. Ella le mira primero con sorpresa. Luego deja escapar otra risa por lo bajo como la que le oyó antes el
vicarius
. Agita por último la cabellera rubia y suelta, como si así desafiase a la prudencia.
—No me gusta llevarlo. Es como tener la cabeza metida en una jaula. ¿Y qué peligro puede haber con esta niebla?
—Peligro, todo. Muchas veces los incursores se deslizan en la noche cerrada o con niebla como la de hoy. Son momentos propicios para acercarse al enemigo sin ser visto. Un hombre audaz y de buen pulso puede aventurar un tiro guiado por el sonido de las voces.
—¿Crees que eso pueda ocurrir ahora?
—No. Pero si pudiera suceder que todo ese jaleo de banquete que estamos oyendo sea una treta. Que en el campamento godo haya solo unos pocos hombres metiendo mucho ruido para que nos confiemos. Mientras, los demás podrían estar acercándose ocultos en la niebla.
»Y, siempre que hay una posibilidad razonable de que se desate un combate, es prudente tener escudo y casco a mano. Muchos mueren por creer que tienen tiempo de sobra para armarse.
—Ay,
comes
. No te pongas tan serio.
Ella ríe otra vez por lo bajo. No deja de hacerle gracia el que esté inquieto. Pudiera ser que se deba a los nervios ante la inminencia de lo que podría ser un gran ataque. Pero se pregunta si no estará también preocupado por su seguridad, aunque solo sea un poco. La simple idea de que así pueda ser la inunda de calor por dentro.
Ahora es ella la que sopesa un dardo emplumado para disimular su turbación.
—Me preguntabas antes…
—Si estos dardos los desarrollaron vuestros antepasados durante sus guerras contra los sajones y los anglos.
—Ah, no. Esto es algo nuestro. De los britones galaicos.
—Pero derivan de los antiguos dardos romanos.
Se aparta ella el pelo del rostro, al tiempo que le dedica una sonrisa irónica.
—Pero
comes
. ¿No sabías que la Gallaecia era territorio romano desde tiempos muy antiguos? Que sepas que dio grandes emperadores. De la Gallaecia era Magno Máximo, que fue quien envió a la primera oleada de britones a nuestra costa, hace ya casi dos siglos.
—¿Ellos modificaron los dardos?
—Según nuestros mayores, nuestros armeros cambiaron el diseño para hacerlos más eficaces contra los piratas. Si se saben lanzar —esboza el gesto de arrojar el proyectil a los cielos— pasan por encima de las bordas de los barcos y caen sobre los hombres agazapados en cubierta.
Su interlocutor está asintiendo ante esa explicación con una mueca peculiar. En realidad está reflexionando. Eso que le cuenta ella explica algo que le llamó la atención estos días atrás. La forma en que los britones lanzaban sus dardos a cubierto tras las almenas. Cómo estos caían en lluvia puntiaguda sobre los enemigos al pie de la muralla. La trayectoria que seguían, en ángulo cerrado gracias al contrapeso, con fuerza tremenda, al punto de pasar a veces a hombres de pecho a espalda.
Pero además ahora su interés se ha prendado de una palabra concreta.
—¿Has dicho piratas?
Ahora es ella la que le contempla curiosa. ¿De qué se sorprende este hombre? Le mira de frente y a Mayorio esos ojos suyos le hacen pensar en el mar. Son ahora de un azul sosegado, pero no le cabe ninguna duda de que se pueden volver oscuros como el océano bravo si alguien la provoca.
—¿Hay muchos piratas en las costas del Mar Externo?
—¿Que si hay…? —Se echa ella a reír esta vez en alto—. Pero,
comes
. No hay muchos. Hay muchísimos. Godos, francos, sajones…, y era aún peor en tiempos de nuestros abuelos.
Reprime él una mueca de disgusto contra sí mismo. Le han fallado los reflejos. Puede que el Mediterráneo lleve décadas limpio de piratas. Pero qué duda cabe que el Mar Externo debe ser un escenario bien distinto. Aguas sin ley surcadas por hombres feroces como tiburones. Algo leyó u oyó hace tiempo al respecto, pero nunca pensó que el problema fuera tan grave. Intenta enmendar el error echando mano de erudición.
—¿Qué hay de los piratas hérulos?
—De esos ya no quedan, a Dios gracias.
—Tenía oído que eran un azote en las costas del norte.
—Eran. Tanto los galaicos como mi propia gente cuentan muchas historias sobre los piratas hérulos. Seres terribles. Causaron grandes daños, muchos muertos.
»Pero ahora ya son solo leyenda. Antes de que yo naciese, nuestros hombres destruyeron lo que era su último puerto en las costas astures.
—Entonces los piratas ya no llegan a vuestras playas…
—¿Quién ha dicho que no? Puede que los hérulos hayan sido aniquilados, pero otros están muy vivos. Hace unos tres años, dos barcos de godos entraron en la ría y trataron de asaltar por sorpresa nuestra aldea.
—¿Godos? ¿De las costas béticas? ¿De las lusitanas?
—No. De las Galias.
No da más explicaciones, como si fuese algo obvio. No se anima por tanto él a preguntar más, no sea que quede como tonto. Supone que en la costa occidental gala han debido de quedar bolsas de visigodos. Y que tal vez algunos de ellos vivan de la piratería.
—¿Y qué ocurrió?
—Nuestras vigías avistaron su barco. Entraron de noche cerrada, aprovechando la marea alta y que había luna llena. Les rechazamos a pie de playa con estos mismos dardos. Les disparamos desde la oscuridad de lo alto de los acantilados. Tuvieron que reembarcar y huir dejando unos cuantos muertos en la arena.
Está hablando con orgullo evidente. No se le escapa a Mayorio que ha usado un plural femenino. No le pregunta nada al respecto, aunque le devora la curiosidad.
Corre la especia entre sus jinetes de que Hafhwyfar no es una rara avis, sino que pertenece a algo así como una casta especial de mujeres. Hembras que viven solas y aparte, en aldeas propias a las que no pueden acceder los varones so pena de muerte. Mujeres que portan armas y se jactan de defenderse por ellas mismas. Pero de momento no se ha animado a preguntarle nada al respecto.
—Pero una cosa es cierta, si hemos de creer a los viejos. Desde que mi abuelo y sus compañeros incendiaron el último reducto costero de los hérulos, la situación ha estado al menos más tranquila.
—¿Era
dux bellorum
tu abuelo?
—No. O al menos no como lo es Caddoc. Pero sí era respetado como un caudillo en nuestra zona.
»Era un gran hombre. Instruido. Un gran guerrero. Nació en las Islas y combatió a las órdenes del gran Ambrosio Aureliano contra los sajones. Estuvo a su izquierda en la batalla de
mons
Badonicum. Luego, cuando nuestras defensas colapsaron, fue de los que eligieron emigrar a nuestra Britonia.
Otra vez el orgullo es palpable en sus palabras. Se pregunta Mayorio si no será costumbre de esa gente aclarar el quién y el qué de los propios antepasados a modo de presentación.