Asiente sin despegar los labios, casi azorado. No tiene la más remota idea de quién pueda haber sido ese «gran Ambrosio Aureliano». Tampoco oyó jamás mencionar a esa batalla del
mons
Badonicum a la que alude. De sus frases, se deduce que debió ser un suceso más que memorable en las remotas Islas Británicas.
Hace rodar la lengua entre los dientes. Busca alguna respuesta afortunada que camufle su completa ignorancia.
Suerte que acude a sacarle del apuro una figura que surge por entre la niebla. Es el
semissalis
Gregorio, que viene girando la cabeza a uno y otro lado. El
comes
, adivinando que le busca a él, le señala con el dedo adarve adelante. El veterano entiende a la perfección. Que vaya a darle la novedad al
vicarius
.
Este a su vez está tan absorto prestando oídos a los sonidos que llegan desde el campamento godo que apenas puede contener un respingo cuando Gregorio surge de entre los vapores casi en sus mismas narices, como un fantasma. La mano se le va a la espada antes de advertir que es uno de sus propios hombres.
—¿Qué hay,
semissalis
? —inquiere con aspereza, sobre todo para ocultar su turbación.
—Hecho,
vicarius
.
—¿Algún contratiempo?
—Ninguno. Están todos de comilona, poniéndose como cerdos de comida y de bebida. No hemos encontrado centinelas de avanzada ni exploradores. Todo se ha hecho según nos ordenasteis.
—Entendido. ¿Algo más de lo que me quieras informar?
—Sí. Que sigo pensando que me debías haber dejado ir hasta su campamento.
—¿Para qué?
—Para tratar de averiguar algo de lo que están tramando. El mestizo de huno sonríe sin humor. Se quita el gorro panonio para señalar con él en dirección al origen de esos ruidos de asamblea.
—Ya sabemos qué es lo que están tramando. Lo más que podrías haber conseguido es que te descubriesen.
Gregorio se encoge de hombros por toda respuesta. No se enoja el
vicarius
. Gestos así son privilegios de veterano cuando se está en mitad de la acción. Se guarda el gorro panonio en el interior del sago y descuelga el yelmo de la cintura. Con él entre las manos señala ahora a la plataforma sobre la puerta Decumana. Cerca y no obstante casi oculta por las nieblas.
—¿Ya has informado al
comes
?
—Eso intenté. Pero estaba demasiado ocupado hablando de lanzas y dardos con esa amazona britona.
Aunque no muda de expresión al decirlo, no se le escapa al
vicarius
la intención del juego de palabras. Frunce el ceño y si en esta ocasión no llega a reprenderle es porque, en ese preciso momento, sus oídos captan que el griterío del banquete se está ordenando.
Ordenando. Esa sería la palabra. Las discusiones a voz en cuello, las risas, las canciones de borracho están convergiendo en un único cántico. Uno de guerra que cobra más y más potencia según se le van uniendo voces.
Cae el silencio a lo largo de las murallas. Algunos defensores se asoman a las almenas como si así pudieran perforar con los ojos la niebla. Balambor, con el yelmo entre las dos manos, aguza oídos. Sí. Están cantando en latín. No le es posible distinguir las palabras, pero sí el sonsonete. Es inconfundible. Un himno romano que él conoce muy bien. Uno muy antiguo. Dicen que se cantaba ya en los tiempos del emperador Aureliano.
No tiene nada de extraño que entonen un himno marcial de las antiguas legiones. Los visigodos llevan varias generaciones asentados en Hispania. Y hace todavía más que entraron en lo que entonces era el imperio. Vivieron décadas errantes por occidente, unas veces como enemigos de Roma y otras como federados, impregnándose más y más de sus esencias.
Y a todo eso hay que sumar que ante Saldania les acompaña un número nada despreciable de
socii
y
satellites
hispanos.
La canción llega como a oleadas hasta los muros, puede que gracias a las especiales condiciones acústicas del terreno y la niebla. Y está provocando una respuesta en el ánimo de los hombres en lo alto de los muros. Llevaban ahí todo el día, hastiados y ateridos. Pero se acerca el momento de la lucha. Y se están sacudiendo la pereza como perros el agua.
El cántico resulta ya atronador. Se ha hecho vibrante y le acompaña un redoble sordo que no para de crecer. Demasiado bien sabe Balambor qué lo produce. Es el redoble de las astas de las lanzas unas con otras o con el plano de los escudos.
Gira sobre los talones para ir en busca del
comes
. Pero ya corren por los parapetos voces de «¡armaros!» y «¡todos los hombres a la muralla!». Se repiten de boca en boca entre el fluir de la niebla. Ha debido gritar esas órdenes el
comes
y los hombres las van pasando.
Encuentra a Mayorio junto al lecho de carbones ardientes, en la plataforma sobre las puertas. Algunos hombres de la milicia avivan los rescoldos para levantar llama y que el agua rompa a hervir. Los
comites
se ayudan unos a otros a embutirse las armaduras que habían dejado junto al parapeto, para no agotarse cargando con ese peso sobre el cuerpo durante horas.
—Ármate tú también,
comes
.
Mayorio se gira, pillado por sorpresa. Esboza por un instante una sonrisa distraída que su segundo no acierta a comprender. Acaba de recordar cómo hace solo unos momentos reprendió él a Hafhwyfar por idéntico motivo. La britona se ha esfumado ya como un fantasma en la niebla para reunirse con los suyos en el tramo que defienden.
Las lorigas de escamas y las cotas de malla tintinean. Se escuchan las pisadas de los que suben a toda prisa las escaleras. El fuego ruge ya. El agua hirviente borbotea. Oyen cómo los astures de Ursicino se llaman a gritos en la niebla, en otras zonas de la muralla.
Están dos
comites
ayudando a su superior a ceñir los brazales metálicos cuando se presenta el propio Ursicino. Grande como los osos que mata, cubierto con un yelmo de coleta de crines negras. Mayorio deja que le sujeten al brazo izquierdo la rodela con el águila bicéfala negra, antes de tomar su arco huno y acudir a su lado.
—Disculpa que haya llamado a las murallas sin…
—No hacen falta explicaciones. Has hecho lo que tenías que hacer.
Otro tal vez se hubiera incomodado por lo que podría haber llegado a considerar una falta de respeto sino incluso casi una usurpación. Pero Ursicino no es de esos. Siempre ha dado más importancia a lo práctico que a la etiqueta.
—¿Atacarán?
—Creo que de un momento a otro.
Con un gesto de disculpa, Mayorio se llega hasta el espacio entre dos almenas. Inclina un poco el cuerpo. Trata de prestar oídos pese al estorbo del yelmo. Se gira para gritar.
—¡Silencio! ¡Los menos ruidos posibles!
Decaen las voces broncas, los golpazos, el raspar de metal contra metal y el roce contra las piedras. La orden corre por las murallas veladas de niebla. Es como un mar de ruidos que se encalmase casi de golpe. Se instala un silencio imperfecto ahí arriba, punteado de toses, roces, tintineos.
No hay que ser muy sagaz para darse cuenta de que lo que el
comes
pretende es saber con la mayor exactitud posible por dónde se mueve el enemigo, dentro de lo que permite esa ceguera blanca. Se escucha ese himno antiguo de batalla, toques de trompa, resonar de cascos de caballo al trote. Y enseguida a todo eso se le une un estruendo sordo. Mitad ruido y mitad vibración. Es como si temblase la propia tierra. Como si el terremoto se hubiera unido a la guerra.
Los más veteranos identifican el sonido casi al instante. Ese retemblar sordo lo produce la masa de enemigos que avanzan pisando al compás del cántico. Lo acompañan con sus botas. Y son esos centenares de suelas al golpear al unísono contra la tierra lo que causa ese sonido telúrico.
Casi provoca espanto ese revibrar sordo que les llega a través de la niebla. Son como los latidos de un gigante. Causa sin duda también un efecto sobre los ánimos de los atacantes. Les hace perderse en la masa y disuelve así sus temores. A cambio supone la renuncia a llegar con sigilo. A acercarse al amparo de los vapores hasta pocos pasos de las murallas.
No le sorprende a Balambor que hayan optado por hacerlo así. Ese nublado a ras de tierra tiene que afectarlos también a ellos. Lo sabe porque ha estado en jornadas de combate parecidas. Y recuerda de sobra esa soledad espantosa entre el rebullir de nieblas, con incluso los compañeros más próximos convertidos en siluetas. ¿Cómo olvidar la sensación de marchar en una especie de sueño blanco hacia una muerte posible?
Cantan, pisan con fuerza. Seguro que vienen borrachos como cántaras. Han estado largo tiempo de comilona antes de ponerse en marcha.
Algo parecido está pensando el
comes
Mayorio. Todavía asomado al hueco entre dos almenas, se cubre con el embozo de cota de malla. Se le ocurre que la bebida, la furia y la codicia son las únicas ligazones entre todos esos hombres. Ni son todos de la misma raza ni de la misma condición, ni les mueven las mismas ambiciones.
Llamar godos a esos que se acercan todavía invisibles es mucho decir. Puede que sean la mitad. Muchos del resto son hispanos. Y a esos hay que sumar un número nada despreciable de aventureros francos, burgundios, sajones, galos y hasta lombardos.
No es sorprendente que haya con esos menores de la nobleza visigoda tantos hispanos en armas. Pero sí da a Mayorio más de un motivo para la reflexión. Por algo está el propio rey Leovigildo reclutando hispanos para su ejército y su
Aula Regia
. Se apoya en ellos frente a los grandes nobles visigodos y a los
potentes
locales. Amalgama de esa forma a los dos pueblos y debilita los lazos de los hispanos con el trono de Constantinopla y el recuerdo de Roma.
Pero es tiempo de volcar cuerpo y alma en la defensa.
Entorna los párpados. Apoya la mano sobre una almena. Buena construcción, hecha según la tradición romana. Con una gran losa plana sobre la propia almena, a modo de voladizo, para proteger a los defensores de los proyectiles que les lleguen desde abajo cayendo en parábola.
No consigue ver nada. Esta niebla es puré espeso. Solo se oyen el himno de guerra, el galopar de caballos, el avance pisando a una. Mayorio los imagina acercándose por el camino, en columna de ocho o diez en fondo, apretujados y con los escudos en alto. Flanqueados por alas más abiertas de guerreros que tratarán de abrumar con sus tiros a los defensores, mientras los del centro atacan la puerta.
Con los ojos de la imaginación se los pinta como una muchedumbre de fantasmas enardecidos y bravucones que se tambalean a través de la niebla. Con los grandes escudos en alto y apretando fieros el puño sobre sus armas de pobre: hachas, mazas, jabalinas, venablos.
Vendrán envalentonándose unos a otros mientras se aproximan a una ciudad todavía invisible. Enfureciéndose para librarse de todo miedo. Forzando la vista para tratar de distinguir al menos la sombra masiva de las murallas.
Puede que sus jefes marchen a la cabeza para dar ejemplo. Seguro que cantan más fuerte que nadie para animar a los suyos. Serán los más furiosos. Estarán desesperados por el fracaso de sus planes y la falta de provisiones. Frustrados porque no han podido intimidar con sus bravatas a los defensores.
Y jamás sabrán lo cerca que estuvieron de lograr esto último.
Mayorio flexiona los dedos dentro del guantelete. Observa la humedad que resbala en churretes por las piedras de la almena de su derecha. Escucha el estrépito de voces y armas que se aproxima y recuerda la discusión, bastante tensa, que mantuvo ayer con el amo de la ciudad. Ese mismo que ahora va de un lado a otro cerca del fuego y las vasijas de agua hirviendo.
Ni se imagina que a su vez Ursicino esté pensando en él. O más bien en los hombres que el
comes
mandó a la hora quinta al exterior.
¿A qué saldrían ese puñado de
comites
? ¿A espiar el campo enemigo? ¿De descubierta por los aledaños a las murallas? Se dice que el
comes
debiera haber compartido con él las noticias que puedan haberle traído. Habría sido lo cortés. Aunque los romanos se ocupen de la defensa de la puerta a petición propia, sigue siendo quien manda en la ciudad.
Aunque tal vez no hayan regresado con ninguna información de interés. ¿Qué pueden haber descubierto? ¿Que los godos estaban comiendo y bebiendo? Eso ya se sabía sin necesidad de salir a espiar. ¿Que ahora se acercan y que atacarán de un momento a otro? Eso es obvio para cualquiera que tenga orejas y dos dedos de frente.
Observa las cántaras sobre las llamas. Se gira luego para poner los ojos en su fortaleza. No es más que una sombra masiva entre brumas blancas. Frunce los labios y recuerda lo mucho que llamó la atención ese edificio a los romanos y lo poco que pudo contarles sobre el mismo. Que fue construido por ingenieros romanos en los tiempos anteriores a la incursión de los honoriacos. Y que es uno de los tesoros de su linaje.
Un edificio de planta circular, levantado con sillares sólidos. Sin ventanas en las dos plantas inferiores. Eso fue lo que más despertó la curiosidad del
comes
y los suyos. Que las puertas de la fortaleza están en la planta tercera. Solo es posible acceder mediante una rampa y un puente de madera. Eso la hace fácil de defender y, en caso de peligro extremo, se puede destruir el puente.
No se puede atacar con arietes las puertas de esa fortaleza. Los de dentro están tan a salvo como en lo alto de una montaña o en una isla. Por eso está ahí dentro ahora toda su familia, con sus
fideles
de más confianza.
Sin embargo, pese al baluarte y a las murallas —también obra antigua de ingenieros romanos—, Ursicino no las tiene todas consigo. Y de ahí vino su desacuerdo con Mayorio.
Esa turba de godos e hispanos no es mejor que una cuadrilla de forajidos. Cuando se presentaron en Saldania, la sorpresa se la llevaron ellos. No solo las puertas estaban cerradas. Las gentes y los ganados estaban ya acogidos dentro. Las cabañas extramuros vacías. Y las murallas guarnecidas por un número de hombres con el que no contaban.
Su primera acción fue enviar mensajeros a las puertas. Emisarios altaneros que exigían reses, trigo y lingotes de metal a cambio de retirarse sin causar daños en la campiña colindante. Y la respuesta a dar fue la causa de la desavenencia.