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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (34 page)

—Ah, Buford —Comenta Mitchell—. Bueno, es un tipo bastante bueno, pero un abogado estatal lamentable, Kay. Y no creo que permitir que en Nueva York tengan la primera oportunidad de juzgar a Chandonne sea tan mala idea en vista de las circunstancias. —Sus palabras tienen el peso de muchas consideraciones y sospecho que la menor de ellas no es la manera en que los europeos reaccionarían si Virginia ejecutara a un francés nativo, y Virginia es conocida por la cantidad de personas a quienes condenamos a muerte todos los años. Yo le practico la autopsia a cada una de ellas. Conozco demasiado bien las estadísticas. —Ni siquiera yo sabría bien como manejar este caso —Añade Mitchell después de una pausa.

Tengo la sensación de que el cielo está por desplomarse. Los secretos chisporrotean como electricidad estática, pero no tiene sentido que yo me meta. Es imposible obligar al gobernador Mitchell a transmitirme una información que no está dispuesto a darme.

—Trata de no tomarte esto en forma demasiado personal. —Yo sonrío un poco. La sensación ominosa se refuerza. Él seguirá apoyándome, como si me quisiera dar a entender que hay razones por las que no debería hacerlo.

—Edith, mis hijos, el personal, todos me dicen lo mismo —dice—. Y yo sigo tomándomelo todo personalmente. Sólo que no lo confieso.

—¿Entonces tú no tuviste nada que ver con Berger y con este bastante sorprendente cambio de tribunal, por así decirlo? —Pregunto.

Él hace rodar su cigarro para dejar caer parte de la ceniza, suelta una bocanada de humo y trata de ganar tiempo. Sí tuvo que ver con ello. Estoy convencida de que tuvo todo que ver con ello.

—Ella es realmente excelente, Kay. —Su no-respuesta es toda una respuesta.

Lo acepto. Resisto la tentación de tratar de sonsacarle toda la verdad y sólo le pregunto exactamente cómo es que la conoce.

—Bueno, sabes que los dos estudiamos derecho en la Universidad de Virginia —dice—. Entonces, cuando yo era fiscal general, tuve un caso. Deberías recordarlo puesto que tuvo que ver con tu oficina. La mujer de sociedad neoyorquina que sacó una impresionante póliza de seguro de vida de su marido un mes antes de asesinarlo en un hotel Fairfax. Ella trató de hacerlo pasar por un suicidio.

Lo recuerdo demasiado bien. Más adelante nos mencionó a mi oficina y a mí en un juicio, acusándonos, entre otras cosas, de pertenecer al crimen organizado por supuestamente haber actuado en connivencia con la compañía de seguros para falsificar los registros para que a ella no se le pagara ningún dinero por la denuncia.

—Berger se vio involucrada porque resultó que, algunos años antes, el primer marido de la mujer había muerto en circunstancias sospechosas en Nueva York —dice Mitchell—. Parece que se trataba de un hombre mayor, frágil y se ahogó en la bañera apenas un mes después de que su esposa hubiera sacado una enorme póliza de seguro de vida para él. El forense encontró moretones que podrían haber indicado una lucha y dejó el caso pendiente durante mucho tiempo con la esperanza de que en la investigación surgiera alguna prueba concluyente, pero no fue así. En la oficina del fiscal de distrito no lograron tener pruebas suficientes. Entonces la mujer querelló también al médico forense por difamación, coacción emocional y disparates así. Mantuve muchas conversaciones con las personas de aquí, sobre todo con Bob Morgenthau, el fiscal de distrito, pero también con Jaime, comparando notas.

—Supongo que me estoy preguntando si los federales no tratarán de enfurecer a Chandonne y caer así sobre el cartel de su familia. Hacemos un trato —digo—. Y, después, ¿qué?

—Creo que puedes contar con eso —es la respuesta solemne de Mitchell.

—De modo que es eso. —Ahora lo sé. —¿A él se le garantiza que no le darán pena de muerte? Ése es el trato.

—Morgenthau no tiene precisamente fama de dar un veredicto de pena de muerte —dice él—. Pero yo sí. Yo soy un viejo pájaro bien recio.

El gobernador acaba de darme una pista acerca de las negociaciones que han tenido lugar. Los federales comienzan a trabajar sobre Chandonne. A cambio, Chandonne es juzgado en Nueva York, donde se le asegura que no lo condenarán a muerte. No importa qué sucede, al gobernador Mitchell no le pasará nada. Ya no es su problema. Ya no es problema de Virginia. Nosotros no provocaremos un incidente internacional por haber clavado una aguja hipodérmica en el brazo de Chandonne.

—Es una lástima —resumo yo—. No es que yo crea en la pena capital, Mike, pero es una lástima que la política se haya metido tanto en esto. Yo acabo de escuchar varias horas de las mentiras de Chandonne. Él no va a ayudar a nadie a detener a su familia. Jamás. Y te diré algo más: si él termina en Kirby o en Bellevue, de alguna manera escapará. Y volverá a matar. Así que, por un lado, me alegra que el caso tenga un fiscal excelente y no a Righter. Righter es un cobarde. Pero, por otro lado, lamento que hayamos perdido el control sobre Chandonne.

Mitchell se inclina hacia adelante y pone las manos sobre las rodillas, una señal evidente de que nuestra conversación ha llegado a su fin. Él ya no seguirá hablando del tema conmigo.

—Qué agradable que hayas venido, Kay —dice. Y me sostiene la mirada. Es su manera de decirme: «No hagas preguntas».

Capítulo 19

Aarón me acompaña a bajar por la escalera y me dedica una sonrisa leve al abrir la puerta del frente. El guardia me saluda cuando yo transpongo los portones con el auto. Hay una sensación de cierre, de terminación al avanzar por la Capitol Square y ver que la mansión va desapareciendo en el espejo retrovisor. He dejado algo. Acabo de dejar atrás mi vida, tal como la conozco, y de descubrir un dejo de desconfianza en un hombre al que siempre admiré tanto. No, no creo que Mitchell haya hecho algo malo, pero sé que no fue sincero conmigo, no del todo. Él es directamente responsable del hecho de que Chandonne deje nuestra jurisdicción, y la razón es la política, no la justicia. Lo percibo. Estoy segura de ello. Mike Mitchell ya no es el fiscal: es el gobernador. ¿Por qué me sorprende? ¿Qué demonios esperaba?

El centro de la ciudad me resulta hostil y desconocido cuando avanzo por la calle Ocho camino a la autopista. Observo los rostros de las personas que pasan en auto y me maravilla el que virtualmente ninguna de ellas esté presente en el momento que viven. Conducen y miran por el espejo retrovisor y buscan algo en el asiento de al lado o sintonizan la radio o hablan por teléfono o con sus pasajeros. No advierten la presencia de la desconocida que las observa. Veo las caras con tanta claridad que puedo determinar si son lindas o bonitas o tienen cicatrices de acné o buenas dentaduras. Me doy cuenta de que, al menos, una gran diferencia entre los asesinos y sus víctimas es que los asesinos están presentes. Viven por completo en el momento presente, observan lo que los rodea y tienen plena conciencia de cada detalle y de la medida en que pueden beneficiarlos o perjudicarlos. Observan a los extraños. Se fijan en una cara y deciden seguir a esa persona a su casa. Me pregunto si es así como los dos hombres jóvenes,
mis
pacientes más recientes, fueron seleccionados. Me pregunto a qué clase de depredadores me enfrento aquí. Me pregunto cuál es la verdadera agenda del gobernador para haberme querido ver esta noche y por qué él y la primera dama me interrogaron acerca del caso del condado de James City. Algo está pasando. Algo malo.

Marco el número del teléfono de casa y descubro que tengo siete llamados. Tres son de Lucy. Ella no me dice lo que quiere, sólo que está tratando de ponerse en contacto conmigo. Intento con su celular y, cuando contesta, percibo tensión. Intuyo que no está sola.

—¿Todo bien? —Pregunto. Ella vacila.

—Tía Kay, me gustaría llevarte a Teun. —¿McGovern está en Richmond? —Pregunto, sorprendida. —Podemos estar en lo de Anna en unos quince minutos —me dice Lucy. Recibo una serie de señales veloces y fuertes. No puedo identificar qué es lo que me golpea el subconsciente y que trata de hacer que yo reconozca una verdad muy importante. ¿Qué es, por Dios? Me siento tan inquieta que estoy nerviosa y confundida. Un automovilista que avanza detrás me toca la bocina y yo me sobresalto. Jadeo. Me doy cuenta de que la luz del semáforo ahora es verde. La luna está incompleta y cubierta de nubes, el río James es una llanura de oscuridad debajo del puente Huguenot cuando ingreso en el sector sur de la ciudad. Estaciono frente a la casa de Anna, detrás del Suburban de Lucy, y enseguida la puerta del frente se abre. Parece que Lucy y McGovern llegaron apenas minutos antes que yo. Las dos y Anna están en el foyer debajo de la reluciente araña de cristal. La mirada de McGovern se cruza con la mía y ella me lanza una sonrisa tranquilizadora como para decirme que estaré bien. Se ha cortado el pelo bien corto y es todavía una mujer atractiva, esbelta y con aspecto de muchachito con sus calzas negras y su saco largo de cuero. Nos abrazamos y recuerdo entonces que ella es una mujer firme y responsable, pero bondadosa. Me alegro de verla, me alegro muchísimo.

—Pasa, pasa —dice Anna—. Casi Feliz Nochebuena. ¡Qué divertido! —Pero su expresión no tiene nada de divertida. Está ojerosa y su mirada está cargada de preocupación y de fatiga. Me pesca mirándola y trata de sonreír. Todas enfilamos al mismo tiempo hacia la cocina. Anna pregunta acerca de bebidas y bocadillos. ¿Todos hemos comido algo? ¿Lucy y McGovern quieren quedarse a pasar la noche? Nadie debería pasar la Nochebuena en un hotel… sería un pecado. Anna sigue hablando y sus manos no están muy firmes cuando saca botellas de una alacena y pone en línea whiskys y licores. Las señales suenan ahora con tanta rapidez que casi no oigo lo que los demás dicen. Hasta que, de pronto, el momento de reconocimiento atruena en mi psiquis. La verdad me recorre como una corriente eléctrica mientras Anna me sirve un whisky.

Le dije a Berger que no tengo secretos oscuros. Lo que quise decir era que siempre he sido muy introvertida. No le cuento a la gente cosas que podrían ser usadas en mi contra. Por naturaleza, soy cautelosa. Pero últimamente he hablado mucho con Anna. Hemos pasado horas explorando los pliegues más recónditos de mi vida. Le he contado cosas que no estoy muy segura de haber sabido, y jamás le pagué por esas sesiones. O sea que lo que dije no está protegido por el secreto profesional que existe entre médico y paciente. Rocky Caggiano podría citar a declarar a Anna y, al mirarla ahora, doy por sentado que eso es lo que ha ocurrido. Le tomo el vaso con whisky mientras nos sostenemos la mirada.

—Algo pasó —Le digo.

Ella aparta la vista. Yo desarrollo mentalmente el guión. Berger recibirá la citación. Es ridículo. Caggiano me está acosando, sencillamente trata de intimidarme, y no lo logrará. Al demonio con él. Lo tengo todo pensado y resuelto, así de rápido, porque soy una profesional en esquivar cualquier verdad que impacta directamente en mi yo interior, mi bienestar, mis sentimientos.

—Cuéntame, Anna —digo.

El silencio llena la cocina. Lucy y McGovern han dejado de hablar. Lucy se me acerca y me abraza.

—Estamos aquí para ti —dice.

—Ya lo creo que sí —dice McGovern y levanta los pulgares.

Los intentos de todas de tranquilizarme me dejan con horribles presentimientos cuando ellas se van al living. Anna me mira y es la primera vez que advierto señales de lágrimas en mi estoica amiga austríaca.

—He hecho algo terrible, Kay. —Carraspea y llena otro vaso con hielo del congelador. Se le cae un cubito al piso y se desliza hasta la parte de atrás del tacho de basura.—Ese asistente del sheriff. No podía creerlo cuando esta mañana sonó el timbre de casa. Y de pronto tengo delante al asistente con una citación. Hacerme esto en mi casa ya es algo suficientemente malo. Las citaciones por lo general se dirigen a mi consultorio. No es algo fuera de lo común porque, como sabes, cada tanto me piden que sea un testigo experto. No puedo creer que él me haya hecho esto. Yo confiaba en él.

Dudas. Estremecimientos de negación. La primera bocanada de miedo llega a mi sistema nervioso.

—¿Quién te hizo esto? —Pregunto—. ¿Rocky?

—¿Quién? —Parece perpleja.

—Oh, Dios —murmuro—. Dios mío. —Me recuesto contra la mesada. Esto no es acerca de Chandonne. No puede ser. Si Caggiano no le envió una citación a Anna, entonces eso deja solamente otra posibilidad, y no es Berger. Por supuesto, la fiscalía no tendría ninguna razón para hablar con Anna. Pienso en el extraño llamado telefónico de mi banco, en el mensaje de la AT&T y en la conducta de Righter y la expresión de su cara cuando el sábado por la noche me vio en la pickup de Marino. Pienso en la repentina necesidad de verme del gobernador, en su actitud evasiva, incluso en el pésimo estado de ánimo de Marino y la manera en que me ha estado eludiendo, y en la súbita pérdida de pelo de Jack y su miedo de convertirse en el jefe. Todo cae en su lugar y forma un compuesto increíble. Estoy en problemas. Dios Santo, estoy en problemas muy serios. Mis manos comienzan a temblar.

Anna da vueltas, tartamudea, mezcla palabras, como si involuntariamente hubiera recurrido a lo que aprendió primero en la vida, que no es precisamente el inglés. Se esfuerza. Me confirma lo que ahora me veo obligada a sospechar. Anna ha sido citada por un jurado especial de acusación. Un jurado especial de acusación de Richmond me está investigando para comprobar si existen suficientes pruebas para acusarme del homicidio de Diane Bray. Anna dice que ha sido usada. Que la hicieron caer en una trampa.

—¿Quién lo hizo? ¿Righter? ¿Buford está detrás de esto? —Pregunto. Anna asiente.

—Nunca se lo perdonaré. Se lo dije —Promete.

Vamos al living, donde tomo un teléfono inalámbrico que hay sobre un elegante soporte de madera de tejo.

—Anna, sabes que no tienes por qué decirme todo esto. —Marco el número de Marino. Me obligo a mostrarme notablemente calma.—Estoy segura de que a Buford no le parecerá bien. Así que a lo mejor no deberías hablar conmigo sobre el tema.

—No me importa qué debería o no debería hacer. En el momento en que recibí la citación, Buford me llamó y me explicó qué necesitaba de mí. Y yo enseguida llamé a Lucy. —Anna sigue hablando con un inglés entrecortado y mira fijo a McGovern. Me parece que Anna no tiene la menor idea de quién es McGovern ni qué hace ella en su casa.

—¿A qué hora vino el asistente a tu casa con la citación? —Le pregunto a Anna. El número de Marino lo responde un contestador automático. —Maldición —farfullo. Le dejaré un mensaje de que me llame, que es urgente.

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