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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (38 page)

—Espero no haber hecho algo malo.

—No, no —Le digo cuando encuentro mi voz—. Nada de eso —Lo tranquilizo.

—Vaya tipo —contesta—. Lo único que dijo fue que quería hablar con usted y aseguró llamarse Benton Wesley.

Marino toma de nuevo el teléfono y maldice como loco al comprobar que no tiene identificador de llamadas. Pero en la morgue nunca se dio que necesitáramos un identificador de llamadas. Oprime varios botones y escucha. Escribe un número y lo marca.

—Sí. ¿Quién habla? —Pregunta a quienquiera haya contestado—. ¿Dónde? Está bien. ¿Vio a alguien usar este teléfono hace un minuto? Sí, ése en el que me habla. Aja. Sí, bueno, no te creo, imbécil. —Y cuelga con furia.

—¿Te parece que es la misma persona que acaba de llamar? —Le pregunta Terry, confundido—. ¿Qué hiciste? ¿Marcar asterisco sesenta y nueve?

—Es un teléfono público. En la estación de servicio Texaco en el peaje Midlothian. Supuestamente. No sé si es la misma persona que llamó antes. ¿Cómo era su voz? —Pregunta Marino y le clava la mirada a Terry.

—Parecía joven. Creo. No lo sé. ¿Quién es Benton Wesley?

—Está muerto. —Busco el escalpelo, apoyo la punta en una tabla de corte, le pongo una hoja nueva y dejo caer la vieja en un contenedor plástico rojo intenso para residuos biológicos peligrosos.—Era un amigo mío, un amigo muy cercano.

—El que llamó era una alimaña con un mal chiste. ¿Cómo puede haber conseguido el número de aquí? —Marino está muy disgustado. Está furioso. Quiere encontrar al que llamó y pegarle una buena paliza. Y de pronto piensa que el sinvergüenza de su hijo puede estar detrás de todo esto. Lo leo en los ojos de Marino. Está pensando en Rocky.

—En la guía telefónica —digo. Comienzo a cortar vasos sanguíneos, a seccionar las carótidas muy abajo, en el apex y siguiendo hacia abajo en dirección a las arterias ilíacas y las venas de la pelvis.

—No puedo creer que en la guía figure como «morgue». —Marino vuelve a su vieja rutina. Me está culpando a mí.

—Creo que figura bajo información fúnebre. —Corto el delgado músculo chato del diafragma, aflojo el bloque de órganos y lo libero de la columna vertebral. Los pulmones, el hígado, el corazón, los riñones y el bazo brillan con tonalidades distintas de rojo cuando apoyo el bloque sobre la tabla de corte y le lavo la sangre con un chorro suave de agua fría de la manguera. Advierto hemorragias petequiales, zonas oscuras de sangrado no mayores que pinchazos de un alfiler diseminados sobre el corazón y los pulmones. Asocio esto con personas que han tenido dificultad para respirar durante o poco antes del momento de su muerte.

Terry toma su maletín negro y lo apoya sobre el carrito quirúrgico. Saca un espejo dental y lo introduce en la boca del hombre muerto. Trabajamos en silencio, un poco agobiados por el peso de lo que acaba de suceder. Tomo un cuchillo más grande y corto secciones de órganos y a través del corazón. Las arterias coronarias están abiertas y despejadas, el ventrículo izquierdo de un centímetro de ancho, las válvulas normales. Fuera de algunos depósitos grasos en la aorta, el corazón y los vasos sanguíneos son sanos. Lo único malo es lo obvio: dejó de funcionar. Por alguna razón, el corazón del hombre se detuvo. Mire por donde mire, no encuentro ninguna explicación para ello.

—Como dije, esto es sencillo —dice Terry mientras hace anotaciones en un gráfico. Su voz en nerviosa. Sin duda desearía no haber contestado el teléfono.

—¿Es nuestro hombre? —Le pregunto.

—Seguro que sí.

Las arterias carótidas yacen como vías sobre el cuello. Entre ellas están la lengua y los músculos del cuello, que yo aparto para poder examinarlas mejor en la tabla de corte. No hay hemorragias en los tejidos profundos. El pequeño y frágil hueso hioideo en forma de U está intacto. Este hombre no fue estrangulado. Cuando desplazo hacia atrás su cuero cabelludo no encuentro contusiones ni fracturas ocultas debajo. Enchufo una sierra Stryker en el riel con cables que cuelga del techo y me doy cuenta de que necesito más que una mano. Terry me ayuda a sostener la cabeza mientras yo empujo la hoja semicircular que vibra a través del cráneo. En el aire vuela polvo óseo y la calota se levanta con un suave sonido de succión y deja al descubierto las circunvoluciones del cerebro. A primera vista, no hay allí ningún problema. Las tajadas brillan como ágatas cremosas con bordes grises encrespados cuando yo las enjuago sobre la tabla de corte. Guardaré el cerebro y el corazón para estudios especiales posteriores: para ello, los introduzco en formalina para enviarlos a la Facultad de Medicina de Virginia.

Esta mañana, mi diagnóstico es de exclusión. Como no hallé ninguna causa obvia ni patológica de muerte, sólo me queda una que se basa en susurros. Las diminutas hemorragias en el corazón y los pulmones y las quemaduras y abrasiones por las ataduras sugieren que Mitch Barbosa murió de una arritmia inducida por el estrés. También postulo que en determinado momento contuvo la respiración o sus vías aéreas se vieron obstruidas… o, por alguna razón, su respiración se vio comprometida hasta el punto de que estuvo parcialmente asfixiado. Tal vez la culpa es de la mordaza, que pudo haberse mojado con la saliva. Cualquiera sea la verdad, el cuadro que obtengo es sencillo y horrible y exige una demostración. Terry y Marino me vendrán bien para ello.

Primero corto varios largos del hilo grueso que solemos usar para suturar las incisiones en Y. Le pido a Marino que se levante las mangas de su bata quirúrgica y extienda las manos. Ato un segmento de hilo alrededor de una muñeca y otro trozo alrededor de la otra, no demasiado ajustados. Le digo que sostenga los brazos levantados y le indico a Terry que tome los extremos sueltos de hilo y tire hacia arriba. Terry es lo suficientemente alto como para hacerlo sin necesidad de subirse a una silla o a un banquito. Las ataduras enseguida se hunden en la parte de abajo de las muñecas de Marino y quedan anguladas hacia arriba hacia los nudos. Intentamos esto en diferentes posiciones, con variaciones de los brazos juntos y abiertos estilo crucifixión. Por supuesto, los pies de Marino permanecen bien apoyados en el piso. En ningún momento los mueve o los deja colgados.

—El peso de un cuerpo sobre los brazos estirados interfiere con la exhalación —explico—. Es posible inhalar pero resulta difícil exhalar porque los músculos intercostales están comprometidos. A lo largo de un rato prolongado, esto llevaría a la asfixia. Si a eso se suman el shock del dolor por la tortura, y el miedo y el pánico, es bastante probable que se sufra arritmia.

—¿Y qué me dices de hemorragia nasal? —Marino extiende las muñecas y yo examino las marcas que el hilo le ha dejado en la piel. Están anguladas de manera similar a las que tiene el hombre muerto.

—Presión intracraneana incrementada —digo—. En una situación en que se contiene la respiración, es posible que sangre la nariz. En ausencia de lesiones, es una buena conjetura.

—Mi pregunta es si alguien tuvo intención de matarlo —dice Terry.

—La mayoría de las personas no se toman el trabajo de atar a alguien y torturarlo y después dejarlo ir para que lo cuente todo —contesto—. Dejaré pendiente la causa y la manera por ahora, hasta que veamos qué nos dicen los de toxicología. —Miro fijo a Marino. —Pero creo que lo mejor será que trates esto como un homicidio, y muy espantoso por cierto.

Hablamos de esto más tarde en la mañana mientras nos dirigimos en el auto al condado de James City. Marino quería llevar su pickup y yo le sugerí que siguiéramos la ruta 5 al este a lo largo del río, a través del condado de Charles City, donde las plantaciones del siglo XVIII se abren en abanico desde el costado del camino en vastos campos que conducen a las imponentes mansiones de ladrillo y edificios anexos de Sherwood Forest, Westover, Berkeley, Shirley y Belle Air. A la vista no hay ningún ómnibus de turismo ni camiones de transporte de troncos ni obras de vialidad, y las tiendas de campaña están cerradas. Es víspera de Navidad. El sol brilla a través de interminables arcos de viejos árboles, las sombras motean el camino. No parece que algo atroz pudiera suceder aquí, hasta que llegamos al Motel y Camping Fort James. Un poco alejado de la ruta 5 y escondido entre los bosques, es una mezcolanza de cabañas, trailers y edificios herrumbrados y con la pintura descascarada, que me recuerda Hogan's Alley de la Academia del FBI: fachadas construidas con materiales baratos, donde personas sombrías están a punto de ser objeto de una redada por parte de las fuerzas del orden.

La oficina de alquileres se encuentra en una pequeña casa de madera rodeada de pinos enclenques cuyas hojas han cubierto el techo y la tierra circundante en manchones marrones. Máquinas expendedoras de gaseosas y de fabricación de hielo brillan por entre arbustos demasiado crecidos. Una serie de bicicletas para niños yacen rodeadas de hojas, y viejos sube y bajas y hamacas no resultan nada confiables. Una perra de raza incierta y una historia de mala crianza se levanta con sus patas viejas y nos mira desde el porche de techo inclinado.

—Creí que Stanfield se reuniría aquí con nosotros —digo y abro la portezuela del auto.

—Vaya uno a entenderlo. —Marino se apea de la pickup y pasea la vista por el lugar.

Un velo de humo brota de la chimenea y se mueve casi horizontalmente con el viento y del otro lado de una ventana alcanzo a ver el parpadeo de luces de Navidad. Siento que nos miran. Una cortina se mueve y oímos el leve sonido de un televisor en el fondo de la casa mientras aguardamos en el porche y la perra me olisquea una mano y me la lame. Marino anuncia nuestra llegada con un golpe de puño sobre la puerta y finalmente grita:

—¿Hay alguien en casa? ¡Eh! —Y sigue dando golpes de puño—. ¡Policía!

—Ya voy, ya voy —dice la voz impaciente de una mujer y una cara dura y cansada llena el espacio de la puerta que se entreabre, pero sin soltar la cadena contra ladrones.

—¿Usted es la señora Kiffin? —Le pregunta Marino.

—¿Quién es usted? —Le pregunta ella a su vez.

—El capitán Marino, del Departamento de Policía de Richmond. Y ésta es la doctora Scarpetta.

—¿Para qué se trajo una médica? —Con el entrecejo fruncido ella me mira desde la sombra de la hendidura de la puerta. Se oyen pasos y una criatura nos espía y sonríe.

—Zack, vuelve adentro. —Brazos desnudos y pequeños, y manos con uñas sucias rodean la rodilla de su madre. Ella lo suelta.

—¡Vamos, adentro! —El chiquito se aparta y desaparece.

—Vamos a necesitar que usted nos muestre la habitación donde se inició el incendio —Le dice Marino—. El detective Stanfield, del condado de James City, ya debería estar aquí. ¿Por casualidad no lo vio?

—Ningún policía ha estado aquí esta mañana.—Ella cierra la puerta y se oye un sonido metálico cuando suelta la cadena contra ladrones. Entonces la puerta se abre de nuevo, esta vez por completo, y la mujer sale al porche empujando los brazos dentro de las mangas de una chaqueta escocesa roja de leñador, con un llavero en la mano. Grita hacia el interior de la casa: —¡Quédense todos adentro! Zack, ¡no se te ocurra tocar la masa para los bizcochos! Enseguida vuelvo. —Cierra la puerta. —Nunca vi a nadie a quien le gustaran tanto los bizcochos como ese chico —Nos dice mientras bajamos por los escalones. —A veces compro la masa ya preparada y, un día, pesqué a Zack comiéndose una, con el papel tirado hacia abajo como si fuera una banana. Cuando lo pesqué ya se había comido la mitad. Le dije: «¿Sabes qué hay ahí adentro? Huevos crudos, eso es lo que hay».

Bev Kiffin probablemente no tiene más de cuarenta y cinco años, y su belleza es tan áspera y chillona como los cafés para camioneros y los bares donde se sirve comida tarde por la noche. Tiene el pelo teñido de rubio y es tan crespo como el de un caniche; sus hoyuelos son profundos y su figura, madura y camino de convertirla en una matrona. Tiene un aspecto defensivo y obstinado que yo asocio con las personas acostumbradas a ser menoscabadas y a estar en problemas. Yo también la llamaría astuta y evasiva. Casi estoy dispuesta a desconfiar de cada palabra que pronuncie.

—Yo no quiero problemas aquí —Nos dice—. Como si ya no tuviera bastante, sobre todo en esta época del año —dice mientras camina—. Todas esas personas que vienen mañana, tarde y noche para espiar y tomar fotografías.

—¿Cuáles personas? —Le pregunta Marino.

—Gente en auto, que se detiene en el camino y mira. Algunas personas incluso se bajan del auto y caminan por los alrededores. Anoche me desperté cuando alguien pasó en el auto. Eran las dos de la madrugada.

Marino enciende un cigarrillo. Seguimos a Kiffin por la sombra de los pinos sobre un sendero lleno de maleza y de nieve derretida y pasamos frente a remolques viejos que parecen barcos ya no navegables. Cerca de una mesa para picnic hay un conjunto de pertenencias personales que, a primera vista, parecen basura de un campamento que alguien no limpió. Pero entonces veo una inesperada y extraña colección de juguetes, muñecas, libros en rústica, sábanas, dos almohadas, una manta, un cochecito doble para bebés… todo húmedo y sucio, no porque no valga nada o haya sido arrojado allí deliberadamente sino porque inadvertidamente ha sido expuesto a los elementos. Diseminados por todas partes hay envoltorios plásticos que enseguida relaciono con los fragmentos que encontré adheridos a la espalda quemada de la primera víctima. Los fragmentos son blancos, azules y anaranjado intenso, y están cortados en tiras angostas, como si quien lo hizo tuviera el hábito nervioso de convertir todo en trozos.

—Parece que alguien se fue deprisa —Comenta Marino.

Kiffin me observa.

—¿Tal vez se fueron sin pagar la cuenta? —Pregunta Marino.

—Oh, no.—Ella parece apurada por seguir hacia el pequeño motel deslucido que aparece más adelante entre los árboles.

—Pagaron adelantado como todos los demás. Una familia con dos pequeños que se alojaban en una carpa y, de pronto, se fueron de aquí. No sé por qué dejaron todo eso. Algunas cosas, como el cochecito de bebé, son bastante lindas. Pero, es claro, después nevó encima de todo.

Una ráfaga de viento desparrama varios trozos de papel como confeti. Me acerco y toco una almohada con un pie y la doy vuelta. Un olor intenso y desagradable asciende hasta mi nariz cuando me pongo en cuclillas para examinarla mejor. Adherido a la parte de abajo de la almohada hay pelo, pelo largo y claro, muy fino, que no tiene pigmentación. El corazón me golpea como el repentino e inesperado golpe de un timbal. Muevo los trozos cortados con un dedo. El material plastificado es flexible pero duro, de modo que no se rompe con facilidad a menos que uno empiece a hacerlo en un borde plegado, allí donde el envoltorio fue sellado con calor. Algunos de los fragmentos son grandes y fácilmente reconocibles como pertenecientes a una marca de caramelos. Hasta me es posible leer la dirección en Internet de los chocolates Hershey's. Más pelo sobre la manta: vello púbico corto y oscuro. Y varios más de los largos y descoloridos.

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