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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (37 page)

Lucy y McGovern repasan sus planes hasta pasada la medianoche. Se han dado por vencidos en tratar de incluirme en sus conversaciones y creo que ni siquiera se dan cuenta de que yo me he sumergido mentalmente en los viejos tiempos, la vista fija en el fuego, y me masajeo la mano izquierda tiesa y rígida y meto un dedo debajo del yeso para rascarme mi piel hambrienta de aire. Por último, Marino bosteza como un oso y se pone de pie. El
bourbon
le ha quitado un poco de equilibrio, tiene un terrible olor a cigarrillos y me mira con una ternura que yo llamaría amor si estuviera dispuesta a aceptar sus verdaderos sentimientos hacia mí.

—Llévame a mi pickup, Doc.—Es una manera de pedir una tregua entre nosotros. Marino no es un bruto. Se siente mal por la forma en que me ha tratado desde que yo casi fui asesinada, y nunca me ha visto tan distante y extrañamente callada.

La noche está fría y silenciosa y las estrellas se esconden con timidez detrás de nubes etéreas. Desde el sendero de Anna veo el resplandor de sus muchas velas en las ventanas y recuerdo entonces que mañana es Nochebuena, la última Nochebuena del siglo XX. El ruido a llaves perturba el silencio cuando Marino va a abrir su pickup y vacila antes de abrir la puerta del conductor.

—Tenemos mucho que hacer. Nos veremos temprano en la morgue.—Esto no es lo que en realidad quiere decir. Levanta la vista, observa el cielo y suspira. —Mierda, Doc. Mira, lo sé desde hace un tiempo, ¿sí? A esta altura ya tú te lo habías imaginado. Supe en qué estaba el hijo de puta de Righter y tuve que dejar que las cosas siguieran su curso.

—¿Cuándo ibas a decírmelo? —No se lo pregunto con tono acusador sino simplemente por curiosidad.

El se encoge de hombros.

—Me alegro de que Anna fuera la primera en sacarlo a relucir. Sé que tú no mataste a Diane Bray, por el amor de Dios. Pero, si quieres que te diga la verdad, no te culparía si lo hubieras hecho. Era la mayor hija de puta que conozco. Para mí, si le hubieras matado, sería en defensa propia.

—Bueno, pero no habría sido —digo y lo pienso con mucha seriedad. —No habría sido, Marino. Y yo no la maté. —Miré con atención la forma grandota de su cuerpo en el resplandor de las luces navideñas de los árboles. —Len ningún momento habrás pensado que…? —No termino la pregunta. Tal vez en realidad no quiero saber su respuesta.

—Mierda, últimamente ya ni sé qué pienso —dice—. Es la verdad. Pero, ¿qué voy a hacer, Doc?

—¿Hacer? ¿Con respecto a qué? —No entiendo qué quiere decir.

Él se encoge de hombros y se aturulla. No puedo creerlo; Marino está a punto de llorar.

—Si tú te vas. —Su voz aumenta de volumen, él carraspea y busca su paquete de Lucky Strike. Rodea mi mano con sus manazas y enciende un cigarrillo para mí, y su piel es áspera contra la mía y el vello de la parte de atrás de sus muñecas susurra contra mi mentón. Él fuma, la vista perdida en el vacío, desconsolado. —¿Entonces, qué? ¿Yo tengo que bajar a la maldita morgue y ya no te encuentro allí? Mierda, yo no bajaría a ese agujero maloliente tantas veces como lo hago si tú no estuvieras allí, Doc. Eres la única maldita cosa que le da sentido a ese lugar, y te lo digo en serio.

Lo abrazo. Apenas si le llego al pecho y su voluminoso vientre separa los latidos de nuestros corazones. Él ha levantado sus propias barreras en su vida y yo estoy abrumada por una inmensa compasión y necesidad de él. Le palmeo el ancho pecho y le digo:

—Hemos estado juntos mucho tiempo, Marino. Todavía no te has librado de mí.

Capítulo 21

Los dientes tienen sus propias historias. Los hábitos dentales de las personas revelan más acerca de ellas que las joyas o la ropa a medida y pueden identificarlas con exclusión de todas las demás, siempre y cuando se tengan registros
premortem
para comparar. Los dientes me hablan de la higiene de las personas. Me susurran secretos con respecto al abuso de drogas, ingestión temprana de antibióticos en la infancia, enfermedades, lesiones y la importancia que tenía para esa persona su aspecto físico. Ellos confiesan si el dentista era un atorrante y le cobraba a la compañía de seguros por trabajos que nunca realizaba. Por otra parte, me dicen también si el dentista era competente.

Marino se reúne conmigo en la morgue a la mañana siguiente, antes del amanecer. Tiene en la mano los registros dentales de un hombre de veintidós años del condado de James City que ayer salió a correr cerca del campus de William & Mary y nunca regresó a su casa. Su nombre es Mitch Barbosa. William & Mary queda a pocos kilómetros del motel Fort James, y cuando Marino habló anoche con Stanfield y recibió esta última información, lo primero que pensé fue «Qué extraño». Rocky Caggiano, el hijo abogado de Marino, estudió en William & Mary. La vida ofrece otra coincidencia extraña.

Son las siete menos cuarto cuando saco el cuerpo de la sala de rayos X y empujo la camilla hacia la sala de autopsias. Una vez más, reina un silencio absoluto. Es vísperas de Navidad y todas las oficinas estatales se encuentran cerradas. Marino está ataviado para asistirme y yo no espero que ninguna otra persona viva —Salvo el dentista forense— se presente aquí en este momento. La tarea de Marino será ayudarme a desvestir a ese cuerpo rígido y poco cooperador y colocarlo sobre la mesa de autopsias. Nunca le permitiría que me asistiera en los procedimientos médicos, aunque, desde luego, él nunca se ofreció a hacerlo. No se lo he pedido jamás y tampoco lo haré porque su forma de asesinar los términos médicos latinos es increíble.

—Sosténlo del otro lado —Le índico a Marino—. Bien. Así.

Marino aferra los dos lados de la
cabeza
del hombre muerto y trata de no moverla mientras yo trabajo con un cincel delgado en un costado de la boca, y lo deslizo entre los molares para abrirle la mandíbula. El acero raspa contra el esmalte. Tengo mucho cuidado de no cortar los labios, pero es inevitable que desportille la superficie de los dientes de atrás.

—Es una suerte que la gente esté muerta cuando tú les haces esto —dice Marino—. Apuesto que te alegrarás cuando vuelvas a tener dos manos.

—No me lo recuerdes.—Estoy tan harta del yeso que he pensado en la posibilidad de cortármelo con una sierra Stryker.

Las mandíbulas del muerto ceden y se abren y yo enciendo la lámpara quirúrgica y lleno el interior de la boca con luz blanca. En su lengua hay fibras y yo las tomo. Marino me ayuda a romper el rigor
mortis
de los brazos para que podamos sacarle el saco y la camisa y, después, los zapatos y las medias y, por último, los pantalones de gimnasia y los shorts. Lo reviso y no encuentro ninguna prueba de lesión en su ano, nada que sugiera actividad homosexual. El pager de Marino suena. Es Stanfield de nuevo. Marino no ha dicho ni una palabra sobre Rocky esta mañana, pero el espectro de su hijo sobrevuela entre nosotros. Rocky está en el aire, y el efecto que esto tiene sobre su padre es sutil pero profundo. Marino irradia una angustia tan pesada e impotente como el calor corporal. Yo debería sentirme preocupada por lo que Rocky me tiene preparado, pero sólo puedo pensar en lo que le sucederá a Marino.

Ahora que mi paciente está desnudo delante de mí, tengo el cuadro completo de quién era él físicamente. Tiene una estatura de un metro setenta y uno, peso de sesenta y dos kilos y medio; piernas musculosas, pero poco desarrollo muscular en la parte superior del cuerpo, algo natural en un corredor. No tiene tatuajes, está circuncidado y, basándome en sus uñas bien cuidadas de las manos y los pies y su cara afeitada, es obvio que cuidaba mucho su aspecto. Hasta el momento, no encuentro ninguna prueba de lesión externa, y los rayos X no revelan la existencia de proyectiles ni fracturas. Tiene viejas cicatrices en las rodillas y en el codo izquierdo, pero nada nuevo salvo las abrasiones por haber estado atado y amordazado. «¿Qué te sucedió? ¿Por qué moriste?» Pero él permanece callado. Sólo Marino habla fuerte para disimular lo perturbado que está. El piensa que Stanfield es un estúpido y lo trata como tal. La actitud de Marino es más impaciente e insultante que de costumbre.

—Sí, bueno, sí que estaría bueno que lo supiéramos —grita Marino con sarcasmo en el teléfono de pared—. Para la muerte no hay días feriados —Agrega un momento después—. Tú avisa que voy y ellos me dejarán entrar. —Después: —Sí, sí, sí. Es la época. Y, Stanfield, mantén la boca cerrada, ¿sí? ¿Entendiste? Si llego a leer de nuevo algo acerca de esto en un maldito periódico… ¿En serio? Bueno, quizá no leíste todavía el periódico de Richmond. Te juro que corlaré el artículo del ejemplar de esta mañana para dártelo. Toda esta mierda sobre Jamestown. Un comentario más y te hago bolsa. Nunca me viste hacerlo y no querrás verlo.

Marino se pone un nuevo par de guantes y vuelve junto a la camilla y la bata le golpea contra las piernas.

—Bueno, las cosas se ponen cada vez más raras, Doc. Suponiendo que este individuo es el jogger desaparecido, parece que nos enfrentamos a un tipo común y corriente: no tiene antecedentes, no tuvo problemas. Vivía en un departamento con una amiga que lo identificó por una fotografía. Al parecer es con ella con quien Stanfield habló anoche tarde, pero esta mañana, hasta el momento no contesta el teléfono.—En su cara aparece una expresión perdida, porque no está seguro de cuánto me ha contado ya.

—Pongámoslo sobre la mesa —digo.

Pongo la camilla paralela a la mesa de autopsias. Marino lo toma de los pies, yo de un brazo y los dos tiramos. El cuerpo golpea contra el acero y de la nariz le brota un hilo de sangre. Abro el agua que tamborilea en la pileta de acero y las radiografías del hombre muerto brillan en los negatoscopios que hay en la pared y muestran huesos perfectamente prístinos y un cráneo visto desde distintos ángulos y el cierre automático del saco del conjunto deportivo que desciende a cada lado de las costillas. Suena la chicharra del patio en el momento en que yo desplazo el escalpelo de hombro a hombro y, después, hacia abajo en dirección a la pelvis, haciendo un pequeño desvío alrededor del ombligo. En el circuito cerrado de televisión observo la imagen del doctor Sam Terry y con el codo oprimo un botón para abrir la puerta del patio. Él es uno de nuestros odontólogos o dentistas forenses, que tiene la mala suerte de estar de guardia en vísperas de Navidad.

—Pienso que deberíamos ir a verla mientras estamos en la zona —Prosigue Marino—. Tengo su dirección, la de la novia. La del departamento donde viven. —Mira el cuerpo. —O, mejor dicho, vivían.

—¿Y te parece que Stanfield es capaz de mantener la boca cerrada? —Desplazo hacia atrás los tejidos con varios cortes de escalpelo y con torpeza sostengo fórceps con las yemas de los dedos enguantados de mi mano izquierda enyesada.

—Sí. El dice que se reunirá con nosotros en el motel, donde no estuvieron muy corteses porque no hicieron más que quejarse de que es vísperas de Navidad y no quieren llamar más la atención porque todo esto ya los ha perjudicado demasiado. Recibieron como diez cancelaciones de reservas por parte de gente que vio la noticia en los informativos. En mi opinión, puras mentiras. Lo más probable es que la mayor parte de la gente que se aloja en esa pocilga no sabe ni le importa lo que sucede por aquí.

El Doctor Terry entra con su maletín negro de médico en la mano y una bata quirúrgica flamante sin atar en la parte de atrás, y se acerca a la mesada. Es nuestro odontólogo más joven y más nuevo y mide casi dos metros diez de estatura. Se dice que podría haber hecho carrera en la NBA, pero quiso continuar su educación. Lo cierto es —Y él mismo se lo dirá a quien se lo pregunte— que fue un mediocre jugador en la Universidad de Virginia, que los únicos tiros buenos que ha hecho fue con armas de fuego, que la única devolución suya excelente es con las mujeres y que estudió odontología sólo porque no pudo entrar en la Facultad de Medicina. Terry desesperadamente quería ser patólogo forense. Lo que hace, básicamente como voluntario, es lo más cerca de esa meta a que llegará.

—Gracias, gracias —Le digo cuando él comienza a arreglar sus papeles en una tablilla con sujetador.—Eres muy bondadoso por venir a ayudarnos esta mañana, Sam.

Él sonríe, después mira a Marino y dice con su exagerado acento de Nueva Jersey:

—¿Cómo estás, Marino?

—¿Alguna vez viste al Hombre de la Bolsa robarse la Navidad? Porque si no es así, quédate un rato conmigo. Hoy tengo ganas de robarles los juguetes a los chicos y de pegarles un chirlo en la cola a sus mamas antes de treparme a las chimeneas.

—No se te ocurra subirte a ninguna chimenea. Seguro que te quedarías atascado.

—Tú, en cambio, podrías quedar con la cabeza afuera de la chimenea e igual apoyar los pies en el hogar. ¿Sigues creciendo?

—No tanto como tú. ¿Cuánto estás pesando? —Terry ojea los registros dentales que Marino trajo. —Bueno, esto no llevará mucho tiempo. Tiene el segundo premolar maxilar rotado hacia la derecha, la superficie distal lingual. Y… muchos arreglos. Lo cual indica que este individuo —dice y levanta los registros— y el de ustedes son una y la misma persona.

—¿Qué te pareció que los Rams derrotaran a Louisville? —grita Marino por sobre el tamborileo del agua que corre en la pileta.

—¿Estuviste allí?

—No, y tú tampoco, Terry, y justamente por eso ganaron.

—Es probable.

Tomo un cuchillo quirúrgico del carrito y en ese momento suena la campanilla del teléfono.

—Sam, ¿te importa contestar? —Pregunto.

Él trota hacia el rincón, levanta el tubo y anuncia:

—Morgue. —Yo corto por la articulación costocondral y extirpo el triángulo formado por el esternón y las costillas paraesternales.

—Un momento —Le dice Terry a quienquiera está en el otro extremo de la línea. —¿Doctora Scarpetta? ¿Puede usted hablar con Benton Wesley?

La sala se convierte en un vacío que se chupa toda la luz y todo el sonido. Yo quedo helada, estupefacta, con el cuchillo quirúrgico apoyado en mi mano derecha enguantada y ensangrentada.

—¿Qué demonios? —Salta Marino. Corre hacia Terry y le quita el tubo. —¿Quién carajo habla? —grita en el micrófono—. Mierda. —Cuelga. Como es obvio, la otra persona también colgó. Terry parece confundido. No tiene la menor idea de lo que acaba de suceder. No hace mucho que me conoce. No tiene por qué saber nada acerca de Benton a menos que alguien se lo haya contado, y al parecer nadie lo hizo.

—¿Qué te dijo exactamente esa persona? —Le pregunta Marino.

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