Un árbol crece en Brooklyn (41 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

—El de papá. A partir de ahora me llamo Cornelius John Nolan.

—Es un buen nombre para un cirujano —comentó Katie.

—Yo elegí el nombre de mamá —dijo Francie, dándose importancia—. Ahora mi nombre completo es Mary Frances Katherine Nolan.

Francie esperó, pero su madre no dijo que era un buen nombre para una escritora.

—Katie, ¿tienes un retrato de John? —preguntó Sissy.

—No. Sólo el que nos hicieron el día de nuestra boda. ¿Por qué?

—¡Oh! Por nada. Es que el tiempo vuela, ¿no te parece?

—Sí, es una de las pocas cosas de las que podemos estar seguros —suspiró Katie.

Ahora que ya había hecho la confirmación, Francie no tenía que seguir yendo al catecismo. Disponía de otra hora libre al día, y la dedicaba a la novela que estaba escribiendo para probar a la señorita Garnder, su nueva maestra de inglés, que entendía de belleza.

Desde la muerte de su padre había dejado de escribir sobre pájaros, árboles y «Mis impresiones». Añoraba tanto a su padre, que había comenzado a escribir historietas sobre él. Trataba de demostrar que a pesar de sus defectos había sido un buen padre y un hombre cariñoso. Escribió tres cuentos que le valieron calificaciones de suficiente en vez del habitual sobresaliente. Le devolvieron el cuarto con una nota pidiéndole que se quedase en el colegio después de clase.

Todos los alumnos se habían ido a casa. Francie estaba sola con la señorita Garnder en la habitación donde guardaban el voluminoso diccionario. Las últimas cuatro redacciones de Francie yacían sobre el escritorio de la señorita Garnder.

—¿Qué les ha pasado a sus redacciones, Francie?

—No lo sé, señorita.

—Usted era una de mis mejores alumnas. Escribía muy bien. Me deleitaban sus redacciones. Pero estas últimas… —dijo señalándolas con un dejo de desdén.

—Puse especial empeño en la ortografía y en la caligrafía y…

—Me refiero al tema.

—Creí entender que podíamos elegir el tema.

—Pero la pobreza, el hambre y la embriaguez son temas desagradables. Todos admitimos que estas cosas existen, pero no se escribe sobre ellas.

—Entonces, ¿sobre qué se escribe?

Inconscientemente Francie había usado la fraseología de la maestra.

—Hay que sondear la imaginación en busca de belleza. El escritor, como el artista, debe procurar siempre alcanzar la belleza.

—¿Qué es la belleza? —preguntó la niña.

—No puedo sugerir una mejor definición que la de Keats: «Belleza es verdad, verdad es belleza».

Francie respondió:

—Esos cuentos son la verdad.

—¡Qué disparate! —estalló la señorita Garnder. Luego, suavizando su tono, continuó—: Por verdad entendemos cosas como las estrellas que están siempre en el cielo, el esplendor del sol naciente, la nobleza de la humanidad, el amor materno y el amor a nuestra patria —terminó con descendente convicción.

—Ya veo —dijo Francie. Y mientras la señorita Garnder continuaba hablando, Francie le contestaba para sus adentros con amargura.

—En la borrachera no puede haber verdad ni belleza. Es un vicio. Los borrachos deben estar en la cárcel y no en los cuentos. ¿Y la pobreza? No hay excusa para ella. Hay bastante trabajo para todo el que lo busca. La gente es pobre porque es demasiado vaga para trabajar. No hay nada de hermoso en eso.

«¡Decir que mamá es una vaga!».

—En el hambre no hay belleza. Además, es innecesario. Tenemos instituciones de caridad bien organizadas. Nadie tiene por qué pasar hambre.

Francie se mordió los labios, irritada. Su madre detestaba más que nadie la palabra caridad y había inculcado en sus hijos ese mismo odio.

—No soy una esnob —afirmó la señorita Garnder—, no pertenezco a una familia pudiente. Mi padre fue pastor protestante y gozaba de una reducida paga.

«Pero tenía una paga, señorita».

—Y el único servicio con que contó mí madre fue una sucesión de sirvientas inexpertas, la mayoría de las muchachas recién llegadas del campo.

«Ya veo, señorita Garnder. Usted era pobre, pobre con sirvienta».

—A menudo nos quedábamos sin sirvienta y mi madre tenía que hacer sola todos los quehaceres de la casa.

«Y mi madre, señorita Garnder, tiene que hacer toda la limpieza de su casa, sí, y además multiplicada por diez».

—Yo deseaba seguir mis estudios en la universidad, pero no tuvimos medios suficientes para afrontar ese gasto. Mi padre tuvo que resignarse a mandarme a un instituto de una secta religiosa.

«Pero admita que no tuvo problemas para ir al instituto».

—Y créame, sólo los muy pobres asisten a esa clase de institutos. Yo también sé lo que es pasar hambre. Más de una vez se retrasó la paga de mi padre y no había con qué comprar alimentos. Una vez tuvimos que pasar tres días con té y tostadas.

«Así que usted también sabe lo que es pasar hambre».

—Pero yo sería una persona muy poco amena si escribiese únicamente sobre pobreza y hambre, ¿no le parece?

Francie no contestó.

—¿No le parece? —repitió la señorita Garnder con énfasis.

—Sí, señorita.

—En cuanto a su obra para la fiesta de fin de curso —sacó del cajón de su escritorio un delgado manuscrito—, tiene partes muy buenas, muy buenas, y otras en las que usted se desmerece. Por ejemplo —dio vuelta a la página—, aquí el Destino dice: «Joven, ¿cuál es vuestra ambición?», y el Niño contesta: «Quiero ser sanador. Tomaría los estropeados cuerpos de los hombres y los remendaría». ¡Ésa es una magnífica idea, Frances! Pero enseguida la destruye usted. El Destino: «Eso queréis, pero mirad, esto es lo que seréis». Unos rayos de luz caen sobre un anciano que está remendando un cubo. El Anciano: «¡Ah! Una vez pensé que compondría los cuerpos de los hombres. Y ahora sólo compongo…». —La señorita Garnder levantó súbitamente la vista—. No se le habrá ocurrido intercalar esto como un chiste, ¿verdad?

—¡Oh, no, señorita!

—Después de nuestra breve conversación habrá comprendido usted por qué no podemos representar su obra.

—Ya comprendo —dijo Francie con el corazón casi destrozado—. Ahora bien: Beatrice Williams ha tenido una idea muy bonita. Una hada agita su varita mágica y aparecen niñas y niños vestidos con trajes apropiados, uno para cada fiesta del año, y cada uno debe recitar un poema alusivo a la fiesta que representa. Como idea es excelente, pero, por desgracia, Beatrice no sabe escribir en verso. ¿No quisiera usted valerse de esa idea y escribir los versos? Beatrice no tendría inconveniente. En el programa se pondría una nota aclarando de quién es la idea, lo que me parece justo, ¿verdad?

—Sí, señorita. Pero no quiero utilizar sus ideas. Prefiero desarrollar las mías.

—Es loable, por cierto. Bueno, no insistiré. —Y levantándose agregó—: Le he dedicado todo este tiempo porque, francamente, pienso que usted promete. Ahora que hemos hablado, estoy segura de que no continuará escribiendo esas historias tan sórdidas.

Sórdidas. Francie dio vueltas y más vueltas a la palabra. No formaba parte de su vocabulario.

—¿Qué significa sórdido?

—¿Qué le dije que debía hacer cuando no supiera el significado de una palabra? —canturreó la señorita Garnder con tono jocoso.

—¡Ah! Lo había olvidado.

Francie se acercó al voluminoso diccionario y buscó la palabra. «Sórdido: Sucio, manchado». Recordaba a su padre con pechera y cuello nuevos todos los días de su vida, lustrándose dos veces al día los gastados zapatos; tan limpio era que hasta tenía su propio tazón en la peluquería. «Impuro, indecente». Las pasó de largo por no estar muy segura de su completo significado. «Mezquino, avariento». Recordó mil y un pequeños gestos de ternura y bondad de su padre, cómo todo el mundo le había apreciado.

La cara de Francie se encendió. No pudo ver lo que seguía porque las páginas se tornaron rojas bajo su mirada. Se volvió hacia la señorita Garnder, con las facciones deformadas por la furia.

—¡No se atreva, jamás, a usar esa palabra con respecto a nosotros!

—¿Nosotros? —preguntó la señorita Garnder atónita—. Estábamos hablando de sus redacciones. ¡Pero, Frances! —exclamó escandalizada—. Me sorprende. Una niña de tan buenos modales. ¿Qué diría su madre si supiese que usted ha sido impertinente con su maestra?

Francie se asustó. En Brooklyn la impertinencia con una maestra era casi una ofensa que se castigaba con el reformatorio.

—¡Discúlpeme, discúlpeme! —repetía desesperada—. No he querido faltarle al respeto.

—Comprendo —aceptó la señorita Garnder gentilmente; abrazó a Francie y la guió hasta la puerta—. Veo que nuestra conversación la ha impresionado. La palabra «sórdido» es muy fea y me alegra que usted se resintiera cuando la dije. Demuestra que usted ha comprendido. Quizá he perdido su estima, pero créame: se lo he dicho por su bien. Algún día lo recordará y me lo agradecerá.

Francie deseaba ardientemente que los adultos dejasen de repetirle esa frase. Esa carga de agradecimientos futuros le pesaba demasiado. Calculó que tendría que dedicar los mejores años de su juventud a buscar las personas a quienes debía decirles que tenían razón y expresarles su agradecimiento.

La señorita Garnder le devolvió la obra y las «sórdidas» redacciones diciéndole:

—Cuando llegue a su casa quémelas en la estufa. Usted misma acérqueles el fósforo. Y cuando aparezcan las llamas, repítase: «Estoy quemando miseria, estoy quemando miseria».

En el camino de la escuela a su casa, Francie trató de entender lo sucedido. Sabía que, en el fondo, la señorita Garnder no era mala. Lo que le había dicho era por su bien. Sólo que a Francie no le pareció bien. Empezó a comprender que su vida podría resultarle repulsiva a una persona educada. Se preguntaba si cuando ella consiguiera educarse se avergonzaría de su humilde cuna, si se avergonzaría de los suyos, si se avergonzaría de su apuesto padre, que había sido tan alegre, bueno y comprensivo, si se avergonzaría de su madre, tan valiente y leal, tan orgullosa a su vez de su madre, aunque ésta no supiera leer ni escribir, si se avergonzaría de Neeley, un muchacho tan bueno y honesto. ¡No, no! Si la educación significaba avergonzarse de lo que era, prefería carecer de ese refinamiento.

«Pero yo le voy a probar que tengo imaginación. Claro que voy a demostrárselo».

Ese mismo día empezó su novela. Su heroína se llamaba Sherry Nola, una niña concebida, nacida y criada en el lujo más desbordante. Se titulaba
Ésta soy yo
, y era la falsa historia de la vida de Francie.

Francie tenía escritas veinte páginas. Hasta allí era una minuciosa descripción del lujoso mobiliario que había en la casa de Sherry. La enumeración de sus trajes era una rapsodia. Relataba, plato por plato, las fabulosas comidas que tomaba la heroína.

Cuando estuviese terminada, Francie pensaba pedir al John de Sissy que la hiciera publicar en la editorial donde él trabajaba. También imaginaba el momento en que se la presentaría a la señorita Garnder. Se había figurado la escena hasta en sus ínfimos detalles. Atacó el diálogo que debía suscitarse.

FRANCIE
(Haciendo entrega del libro a la señorita Garnder
: Espero que no encuentre nada sórdido en esto. Quisiera que lo tuviera en cuenta como redacción de fin de curso. Espero que no le desagrade que haya sido publicada.
(La señorita Garnder abre la boca asombrada, pero Francie se hace la desentendida)
. Así impreso se lee mejor, ¿no le parece?
(Mientras ella lee, Francie se acerca a la ventana, con aire despreocupado)
.

SEÑORITA GARNDER
(tras leer un poco)
: ¡Pero, Frances, esto es maravilloso!

FRANCIE: ¿Qué?
(como recordando)
. ¡Ah! La novela. La escribí a ratos perdidos. No se tarda mucho en escribir sobre temas de los que no se sabe nada. En cambio, la realidad cuesta mucho más, porque hay que vivirla primero.

(Francie tachó esto porque no deseaba que la señorita Garnder cayera en la cuenta de que había herido sus sentimientos. Lo reemplazó.)

FRANCIE
(como recordando)
: ¡Ah, la novela! Me alegro de que le guste.

SEÑORITA GARNDER
(con timidez)
: Frances… ¿Podría rogarle que me firme este ejemplar?

FRANCIE: Por supuesto.

(La señorita Garnder destapa su estilográfica y, con la pluma apuntando hacia sí, se la presenta a Francie. Ésta escribe
: «Saludos de M. Frances K. Nolan».)

SEÑORITA GARNDER
(examinando el autógrafo)
: ¡Qué firma tan distinguida!

FRANCIE: Es solamente mi nombre oficial.

SEÑORITA GARNDER
(con timidez)
: Frances…

FRANCIE: Por favor, considérese con igual libertad que antes para hablarme.

SEÑORITA GARNDER: ¿Podría pedirle que pusiera «A mi amiga Muriel Garnder» encima de su firma?

FRANCIE
(después de una casi imperceptible pausa)
: Sí. ¿Por qué no?
(Con una sonrisa burlona)
. Yo siempre he escrito lo que usted me ordenaba.
(Y escribe la dedicatoria)
.

SEÑORITA GARNDER
(susurrando)
: Gracias.

FRANCIE: Señorita Garnder… Aunque carezca de importancia ahora… ¿quisiera usted calificar este trabajo… como acostumbraba?
(La señorita Garnder coge su lápiz rojo y, con grandes trazos, escribe sobre el libro
: «sobresaliente especial».)

Fue un sueño tan agradable, que Francie empezó el siguiente capítulo excitada de entusiasmo. Escribía y escribía, quería terminarlo rápido para que aquel sueño se convirtiera en realidad. Escribió:

«—Parker —preguntó Sherry Nola a la doncella que tenía a su exclusivo servicio—, ¿qué nos ha preparado la cocinera para la cena de esta noche?

»—Pechuga de faisán con espárragos de invernaderos y champiñones importados, y crema de piña, señorita Sherry.

»—Me parece demasiado insulso —observó Sherry.

»—Sí, señorita Sherry —asintió respetuosamente la doncella.

»—¿Sabes, Parker? Me gustaría satisfacer un antojo.

»—Sus antojos son órdenes en esta casa, señorita Sherry.

»—Me gustaría tener una cantidad de postres sencillos y elegir uno para la cena. Tráeme una docena de
Charlotte ruse
, unos pastelitos de fresas y un bote de helado de chocolate, una docena de bizcochos a la vainilla y una caja de bombones.

»—Muy bien, señorita Sherry».

Cayó una gota de agua en la página. Francie miró al techo. No, no estaba goteando: era que se le hacía la boca agua. Tenía mucha, pero mucha hambre. Fue a la cocina y miró dentro de la olla. Encontró un hueso esquelético, rodeado de agua. En la caja del pan encontró unos mendrugos endurecidos, pero para el hambre no hay pan duro. Cortó una rebanada, se sirvió una taza de café y remojó el pan para ablandarlo. Mientras comía leyó lo que acababa de escribir. Hizo un extraordinario descubrimiento.

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