Esta explicación agradó a Francie porque ella nunca atinaba a diferenciar la mano derecha de la izquierda. Cosía y dibujaba con la izquierda. Katie continuamente la corregía cambiándole la tiza o la aguja a la otra mano. Después de la explicación Francie empezó a creer que la vacuna quizá fuese algo maravilloso. Al fin y al cabo no le había resultado tan caro si resolvía el intrincado problema de cuál era la mano que debía usar. Francie empezó a usar la mano derecha después de que la vacunaran y nunca más tuvo dudas al respecto.
Aquella noche Francie tuvo fiebre, la inyección le producía picor. Se lo dijo a su madre, que se alarmó bastante y le hizo muchas recomendaciones.
—No te rasques por más que te pique.
—¿Por qué no puedo rascarme?
—Porque si te rascas se te hinchará todo el brazo, se volverá negro y se te caerá. De modo que no te lo rasques.
Katie no intentaba aterrorizar a la chica, ella misma estaba bastante asustada. Creía que podía infectársele la sangre si se tocaba el brazo, sólo quería asustarla lo suficiente para que no se rascara.
Francie tuvo que concentrarse para no rascarse. La mañana siguiente amaneció con pinchazos que le duraron el día entero. Al acostarse miró entre las vendas, con gran horror vio que la herida había empeorado, estaba verdosa y supuraba algo amarillento. ¡Y no se había rascado! «Sabía que no se había rascado». Pero podría haber sucedido que dormida… Sí, eso debió de ser. No se atrevería a decírselo a su madre. Ella diría: «Te lo dije, te previne y no me escuchaste. Ahora mira lo que ha sucedido».
Era domingo por la noche. Papá estaba trabajando. Ella no podía dormir. Se levantó de su catre para ir a sentarse frente a la ventana, en el salón. Con la cabeza apoyada en los brazos, esperó a que le llegara la muerte.
A las tres de la madrugada oyó que se detenía un tranvía en Graham Avenue, lo que significaba que alguien se apeaba, se asomó a la ventana: sí, era su padre. Venía tranquilamente silbando «Mi amor es el hombre de la luna» y caminando con sus livianos pasos de bailarín. A Francie le pareció que la silueta de su padre con esmoquin y chambergo y el delantal doblado bajo el brazo era la vida misma. Ella le llamó cuando estaba a punto de entrar. Él levantó la cabeza y la saludó con el sombrero, con toda galantería. Cuando Francie le abrió la puerta de la cocina, él le preguntó:
—¿Qué estás haciendo levantada a estas horas, Prima Donna? ¿Te has olvidado de que hoy no es sábado?
—Estaba sentada frente a la ventana esperando a que se me cayera el brazo.
Él reprimió una carcajada. Ella le explicó lo del brazo. Johnny cerró la puerta del dormitorio y encendió la luz. Desató las vendas y al ver el estado de la herida se le revolvió el estómago. Pero no se lo dijo. Ella nunca lo supo.
—Pero, querida, eso no es nada. Absolutamente nada. Si hubieras visto cómo tenía yo el brazo cuando me vacunaron: dos veces más hinchado, más irritado y todo rojo, blanco y azul, en vez de verde como el tuyo. Y mira ahora qué fuerte y sano lo tengo —mintió con valentía, porque nunca lo habían vacunado.
Vertió agua tibia en un recipiente, agregó unas gotas de desinfectante y lavó la herida varias veces. Ella se crispó de dolor, pero Johnny le aseguró que si le ardía era porque se le estaba curando. Johnny canturreaba una canción sentimental mientras la curaba.
Nunca se aleja del hogar ni de su mujer.
No corre, no bebe, no sale…
Buscó un trapo limpio para que sirviera de venda, como no lo encontró se sacó la chaqueta y la pechera, se arrancó la camiseta y, con gesto dramático, desgarró una tira.
—¡Tu mejor camiseta!
—¡Bah! ¡Estaba llena de agujeros!
Vendó el brazo. El trapo cálido olía a Johnny y a cigarro, pero a la niña le resultaba reconfortante, le parecía que exhalaba protección y cariño.
—¡Estás lista, Prima Donna! ¿Por qué se te ocurrió que el brazo se te iba a caer?
—Mamá me dijo que si me lo rascaba se me iba a infectar. Procuré no tocármelo, pero debí de hacerlo cuando dormía.
—Tal vez. —La besó—. Ahora vete a la cama.
Ella obedeció y durmió profundamente toda la noche. Por la mañana amaneció sin dolores y a los pocos días tenía el brazo en condiciones normales.
Cuando Francie se acostó, Johnny fumó otro cigarro. Luego se desvistió poco a poco y fue a acostarse en la cama de Katie. Ésta advirtió, entre sueños, su presencia y en uno de sus raros impulsos de cariño reposó el brazo sobre su pecho. Él lo apartó suavemente y se alejó todo lo que pudo. Estaba contra la pared. Así permaneció toda la noche, con las manos cruzadas bajo la nuca y los ojos abiertos en la oscuridad.
Francie esperaba grandes cosas de la escuela. Desde que la vacuna le había enseñado instantáneamente la diferencia entre su izquierda y su derecha, creyó que la escuela realizaría milagros aún mayores. Creyó que el primer día volvería a su casa sabiendo leer y escribir, en cambio, lo único que llevó fue la nariz ensangrentada porque una chica mayor la empujó contra el borde de piedra de la fuente cuando intentaba beber en el grifo, del que, después de todo, no brotaba soda, sino agua.
Francie tuvo una decepción cuando le hicieron compartir el pupitre (que era de una plaza) con otra chica; ella hubiera querido tener uno para ella sola. Recibió con orgullo el lápiz que le entregó el conserje por la mañana, y no fue sino con desagrado que lo devolvió a las tres de la tarde.
A las pocas horas de entrar en la escuela comprendió que ella nunca sería la mimada de la maestra, ese privilegio estaba reservado para un grupo reducido de niñas… de rizos suaves, delantales limpios y bien planchados y lazos nuevos de seda en la cabeza. Eran las hijas de los prósperos comerciantes del barrio. Francie enseguida observó que la profesora, la señorita Briggs, las miraba indulgente y las hizo sentar en primera fila. La voz de la señorita Briggs era dulzona cuando se dirigía a estas pocas afortunadas y áspera cuando hablaba a la turba desaliñada.
Francie, apiñada con otras pequeñas de su condición, aprendió mucho más de lo que imaginaba. Aprendió que hay varias castas dentro del sistema de una gran democracia, se sintió amargada y ofendida por la actitud de la maestra. Ésta demostraba abiertamente que odiaba a Francie y a las demás como ella, sólo por ser lo que eran. La profesora procedía como si no tuvieran derecho a ir a la escuela, las aceptaba porque no tenía otra elección y lo hacía con la menor indulgencia posible. Era avara de las pocas migajas de conocimiento que les arrojaba. Igual que el médico del dispensario, ella también se comportaba como si aquellas criaturas no mereciesen vivir.
Lo normal es que todas aquellas niñas indeseadas se hubieran unido como una piña para luchar contra quienes no las aceptaban. Pero no: se odiaban tanto entre sí como las odiaba la maestra, e imitaban su tono gruñón para hablar entre ellas.
Siempre había una desgraciada que servía de blanco a la maestra. Esa pobre criatura era a quien regañaba y atormentaba, descargando en ella su malhumor de solterona. En cuanto alguna recibía esa mísera distinción, los demás niños se ensañaban con ella y duplicaban los tormentos de la profesora. Con igual criterio adulaban a las preferidas de la maestra, tal vez creían que con ese comportamiento estarían más cerca del trono.
Tres mil alumnos se aglomeraban en aquella espantosa y embrutecedora escuela, donde sólo había capacidad para mil. Entre los niños circulaban historias indecentes. Se decía que la señorita Pfieffer, una maestra que se teñía el pelo de rubio y siempre se reía en voz alta, bajaba al entresuelo para acostarse con el ayudante del conserje. Esto pasaba cada vez que le pedía al bedel que cuidara a los niños mientras ella acudía a la oficina de la directora. Se decía también que la directora, una mujer de mediana edad, cruel e inflexible, que lucía vestidos de lentejuelas y olía a ginebra, se llevaba a los niños malos a su oficina y, después de ordenarles que se quitaran los pantalones, les pegaba en el trasero con una varita de madera (a las niñas, en cambio, les pegaba a través del vestido).
Por supuesto que en la escuela estaban prohibidos los castigos corporales. Pero ¿quién lo sabía fuera de ella? ¿Quién iba a contarlo? Estaba claro que no serían los mismos castigados. Era tradición en el barrio que, si un niño contaba que la maestra le había pegado, los padres duplicaban la pena por haberse portado mal en la escuela. De ahí que el niño soportara su castigo y callara, dejando las cosas como estaban.
Lo más horroroso es que todo era repugnantemente cierto.
Embrutecedoras era el único calificativo adecuado a las escuelas del Estado en aquel distrito alrededor de los años 1908 y 1909. En aquella época, en Williamsburg aún no se había oído hablar de psicología infantil. Los requisitos para tener el diploma de maestra eran muy sencillos. Escuela superior y dos años en la escuela de maestras. Las educadoras con verdadera vocación eran escasas. Enseñaban porque era una de las pocas profesiones accesibles a la mujer, porque eran mejor remuneradas que en las fábricas, porque tenían largas vacaciones durante el verano, porque les aseguraba la jubilación. Enseñaban porque nadie quería casarse con ellas. A una mujer casada no se le permitía ejercer la profesión en aquel entonces. Por eso la mayoría de ellas eran unas neuróticas sexualmente frustradas, que se desahogaban atormentando a los hijos de otras.
Las más crueles eran las que tenían orígenes humildes, igual que sus alumnos. Parecía como si, con su dureza contra aquellos pobres pequeños, exorcizaran de alguna forma el horror de su propia cuna miserable.
Por supuesto que no todas las maestras eran malas, las había que sufrían a la par de los pequeños y se empeñaban en ayudarlos, pero tales mujeres no duraban mucho tiempo, ya sea porque se casaran jóvenes y dejasen su empleo, o porque fuesen perseguidas por sus colegas hasta hacerles abandonar el cargo.
El problema que se llamaba eufemísticamente «necesidad de salir» era muy grave. Se recomendaba a los niños que fueran al baño antes de salir de sus casas y después aguardaran hasta la hora del almuerzo. Se suponía que podían aprovechar la oportunidad que les brindaba el recreo, pero eran pocos los que lograban hacer uso de ella. Generalmente la aglomeración impedía que los niños se aproximaran a los servicios. Si tenían la suerte de llegar (había diez por cada quinientos niños), los encontraban vigilados por los diez muchachos más crueles de la escuela. Se ponían ante las puertas y prohibían la entrada de todos. Hacían oídos sordos a las lastimeras súplicas de los atormentados niños. Algunos exigían una cuota de un centavo que muy pocos podían pagar. Aquellos soberbios señores no cejaban en su vigilancia de las puertas batientes hasta que sonaba la campana que anunciaba el fin del recreo. Nadie supo nunca qué placer obtenían de su inhumano entretenimiento. Nunca fueron castigados, puesto que jamás ninguna maestra se aproximó a los servicios, y nunca nadie los delató. Sabían que si alguien se atrevía a hacerlo, lo torturarían hasta la muerte. De modo que ese infame juego se prolongaba día tras día.
Teóricamente a un niño se le permitía salir de la clase si pedía permiso. Existía un sistema para esquivar el delicado asunto. Levantar un dedo para una salida de poco tiempo y dos para una más larga. Pero entre las fatigadas e insensibles maestras se había corrido la voz de que no eran más que subterfugios. Ellas sabían que la criatura tenía tiempo suficiente en los recreos y en la hora del almuerzo. Así lo tenían decidido.
Por supuesto, Francie vio que a las más favorecidas, aquellas niñas elegantes, limpias, bien cuidadas de los pupitres de la primera fila, se les permitía salir en cualquier momento. Pero, claro, eso era diferente.
Así que, del resto de los alumnos, la mitad aprendía a ajustar sus necesidades al criterio arbitrario de las maestras y la otra mitad terminaba con los pantalones perpetuamente mojados.
Fue tía Sissy quien solucionó a Francie el asunto del lavabo. No había vuelto a ver a los niños desde el día en que Katie y Johnny le rogaron que no visitara más su casa. Los echaba mucho de menos, supo que habían empezado a ir a la escuela y necesitaba saber cómo lo iban pasando.
Era el mes de noviembre. En la fábrica había poco trabajo y Sissy se quedó sin empleo durante un tiempo. Fue hacia la escuela a la hora de la salida. Pensó que si los niños comentaban aquel encuentro podía pasar por un suceso casual. Primero vio a Neeley, en el preciso momento en que un muchachote le arrancaba la gorra, la pisoteaba y echaba a correr.
A Neeley no se le ocurrió nada mejor que hacer que otro tanto con un niño menor que él. Sissy asió a Neeley por un brazo, profiriendo un mugido, él logró desasirse y corrió por la calle. Sissy pensó con dolor que Neeley había dejado de ser un chiquillo.
Francie corrió a su encuentro en cuanto la vio, se lanzó a sus brazos y la besó. Sissy le compró un dulce de chocolate de un centavo. Luego instaló a Francie en un banco y le pidió que le contara cómo le iba en el colegio. Francie le mostró la cartilla y el cuaderno de caligrafía con letras impresas que llevaba para trabajar en casa. Hubo un momento en que Sissy se impresionó. Miró con atención la flaca carita de la niña y notó que estaba tiritando.
Era un crudo día del mes de noviembre y llevaba puesto un vestido de algodón, un jersey gastado y medias finas de algodón. La estrechó contra su pecho para infundirle algo de su calor.
—Francie, querida, estás temblando como una hoja.
Francie nunca había oído esa expresión y se quedó pensativa. Miró el arbusto de la acera, que todavía tenía unas cuantas hojas, y observó cómo se movía una de ellas sacudida por el viento… «Temblando como una hoja». Guardó en su mente esa frase: «Temblando…».
—¿Qué te pasa? —le preguntó Sissy—. ¡Estás helada!
Francie no quería decírselo al principio, pero después de algunos mimos escondió su cara ruborizada en el cuello de Sissy y murmuró algo.
—Pero —dijo Sissy— ¿por qué no lo dijiste para que te dejaran salir?
—La maestra nunca nos hace caso cuando levantamos la mano.
—¡Ah! Bueno. No te aflijas, eso puede sucederle a cualquiera. A la misma reina de Inglaterra le sucedió una vez cuando era una chiquilla.
Pero ¿sufrió tanto la reina de Inglaterra? Francie lloraba de vergüenza y temor. Tenía miedo de volver a casa, miedo de que su madre le hiciera bromas que la avergonzasen.