—Pero en otras cosas es tan buena —contemporizó Katie.
—¿Aún dices eso después de lo que ha hecho hoy?
—Bueno… quizá tengas razón. Pero no se lo cuentes a nuestra madre. Ella no sabe la vida que lleva Sissy y es la niña de sus ojos.
Cuando Johnny regresó, Katie le dijo que Sissy nunca más volvería a entrar en su casa. Éste suspiró contestando que en realidad no veía otra solución. Johnny y Katie conversaron toda la noche, y al amanecer tenían planeada la mudanza en cuanto llegase fin de mes.
Katie encontró empleo de portera en un edificio de Grand Street, en Williamsburg. Al trasladarse arrancó la hucha: contenía unos ocho dólares. Dos serían para la mudanza; el resto lo devolvería á la hucha cuando la colocara en el nuevo domicilio. Mary Rommely volvió a llevar agua bendita para rociar el piso. Se repitió el procedimiento para obtener crédito en los comercios de la vecindad.
Con pesar se amoldaron al piso, que no era tan cómodo como el de Lorimer Street. Era el último piso. No había porche porque la planta baja estaba ocupada por un negocio. No tenían cuarto de baño, el servicio estaba en el corredor y lo compartían con otras familias.
Lo único bueno era que la azotea les pertenecía. Por acuerdo tácito, el patio le tocaba al inquilino de la planta baja y la azotea al que ocupaba el último piso. Otra ventaja era que como no vivía nadie encima no había vibraciones que hicieran desprenderse el polvillo del techo.
Mientras Katie discutía con los encargados de la mudanza, Johnny llevó a Francie a la azotea. Ella vio desde allí un mundo completamente nuevo. A poca distancia estaba el hermoso arco del puente de Williamsburg. Al otro lado del East River se elevaban nítidamente los rascacielos, que parecían una ciudad mágica de cartón plateado. Más allá se divisaba el puente de Brooklyn, como si fuera un eco del que estaba más cerca.
—Es bonito —dijo Francie—. Tan lindo como un cuadro de paisajes.
—Algunas veces cruzo ese puente para ir al trabajo —comentó Johnny.
Francie lo miró con admiración. Él pasaba por aquel puente mágico. ¿Y aún seguía hablando y viviendo como si nada? No volvía de su asombro. Levantó la mano para tocarle el brazo. Estaba convencida de que esa maravillosa experiencia lo haría diferente. Se desilusionó al comprobar que el brazo era igual que siempre.
Al sentir la presión de la mano de su hija, Johnny la abrazó y, sonriendo cariñosamente, le preguntó:
—¿Cuántos años tienes, Prima Donna?
—Seis, voy para siete.
—En septiembre empezarás a ir a la escuela.
—No. Dice mamá que tengo que esperar un año para que Neeley pueda ir también. Así empezaremos juntos.
—¿Por qué?
—Para defendernos de los otros niños que podrían maltratarnos si fuésemos solos.
—Tu madre piensa en todo.
Francie se volvió para contemplar las azoteas. En una cercana había un palomar. Las palomas estaban encerradas. El dueño, un muchacho de unos diecisiete años, estaba de pie junto a la baranda. Blandía una gran caña de bambú con un trapo atado en la punta a modo de banderola y la hacía girar en círculos. Una multitud de palomas volaba alrededor. Una de ellas se separó de las demás para seguir la dirección de la banderola. El muchacho bajó la caña cautelosamente, y cuando la paloma estuvo a su alcance la apresó y la metió en el palomar. Esto afligió a Francie.
—El muchacho ha robado una paloma.
—Y mañana alguien le robará una de las suyas.
—¡Pero la pobre paloma, lejos de su familia…! Puede que tenga hijos.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Yo no lloraría. Tal vez la paloma deseaba separarse de los suyos. Si no le gusta el nuevo palomar volverá al otro en cuanto pueda escaparse.
El argumento de su padre la consoló.
Permanecieron largo rato sin hablar. Cogidos de la mano, de pie al borde de la azotea, contemplaban Nueva York en la otra margen del río. Finalmente Johnny, hablando para sí dijo:
—¡Siete años!
—¿Qué decías, papá?
—Hace siete años que tu madre y yo nos casamos.
—¿Estaba yo con vosotros cuando os casasteis?
—No.
—Pero cuando llegó Neeley yo estaba ya.
—Es verdad. —Johnny continuó pensando en voz alta—: Siete años casados y ya nos hemos trasladado tres veces. Éste será mi último hogar.
Francie no cayó en la cuenta de que había dicho «mi último» en vez de «nuestro último» hogar.
El nuevo piso se componía de cuatro habitaciones en hilera como vagones de ferrocarril. La cocina, alta y angosta, daba al patio. Éste era un camino enlosado con anchas piedras alrededor de un cuadrilátero de tierra árida como el cemento, donde no parecía posible que creciera cosa alguna.
Sin embargo, allí crecía ese árbol.
Cuando Francie lo vio por primera vez las ramas sólo llegaban al segundo piso. Mirando hacia abajo por la ventana veía la copa del árbol, que desde arriba parecía un grupo compacto de gente de distintos tamaños protegida de la lluvia por un paraguas.
En el fondo del patio había un delgado poste de donde arrancaban seis cuerdas para colgar la ropa, conectadas con poleas a las ventanas de seis cocinas. Los chiquillos del barrio ganaban monedas trepando al poste para poner en su sitio las cuerdas cuando se escurrían de las poleas; se decía que por la noche los chicos trepaban al poste para estropear las cuerdas y asegurarse la propina de la mañana siguiente.
En días de sol y viento era agradable ver las cuerdas cubiertas de sábanas infladas al viento como las velas de un barco de libro de cuentos, y las prendas coloradas, verdes y amarillas que tiraban de las pinzas de madera como si tuviesen vida.
El poste estaba junto a una pared de ladrillo; era la medianera sin ventanas de la escuela del barrio. Mirando de cerca, Francie descubrió que no había dos ladrillos iguales. Era sencilla y a la vez armoniosa la forma en que estaban ligados unos a otros con una delgada y blanca línea de argamasa; cuando les daba el sol se abrasaban. Al apoyar la mejilla contra ellos, Francie recogía de su porosa superficie una sensación cálida; eran los primeros en recibir la lluvia y exhalaban entonces un olor a greda húmeda que parecía la fragancia de la vida misma. En invierno, cuando caían las primeras nevadas, demasiado tenues para permanecer en las aceras, la escarcha se adhería a la superficie áspera de los ladrillos como encaje de hadas.
El patio de Francie estaba a un metro y medio del patio del colegio; los separaba una alambrada. Las pocas veces que Francie bajaba a su patio, del que se había adueñado el niño de la planta baja, que no permitía que nadie se acercara mientras él estaba allí, se las arreglaba para que coincidiese con la hora del recreo, y así poder observar la actividad de un tropel de niños. El recreo consistía en hacer entrar varios centenares de chicos, como manadas, en el reducido patio cercado, con suelo empedrado, y hacerlos salir de nuevo. No había sitio para que pudieran jugar. Los niños, apretujados y furiosos, levantaban sus voces en un clamor monótono y estridente que duraba cinco minutos. Este se interrumpía bruscamente, como cortado por un cuchillo, al son del campanazo que anunciaba el fin del recreo, se producía luego un absoluto silencio y sus miembros se paralizaban, igual que si estuvieran congelados. Después reaccionaban atropellándose, parecían tener la misma ansiedad por volver al aula que la que demostraban por salir. El griterío se trocaba en un sordo lamento mientras se abrían paso para entrar.
Francie estaba en su patio una tarde cuando vio salir al patio de la escuela a una niña que, para quitarles la tiza, sacudía uno contra otro dos borradores para el encerado. Lo hacía con aire de importancia. Francie observaba a la niña, con la cara pegada a la alambrada, y le pareció que lo que hacía era la ocupación más fascinante que se hubiera inventado. Recordó que mamá le había explicado que las encargadas de hacer esta limpieza eran las mimadas de la maestra. A Francie lo de las mimadas le traía a la imaginación perros, gatos y pájaros domésticos. Decidió que cuando tuviera edad para asistir a la escuela se empeñaría en ladrar, maullar y piar lo mejor posible para que la maestra la mimara y le dejara limpiar los borradores.
Ese día Francie observaba llena de admiración. La otra, percatándose de ello, golpeaba los borradores con fuerza contra la pared, el parapeto y hasta en su espalda. Después, dirigiéndose a Francie dijo:
—¿Quieres verlos bien de cerca?
Francie asintió con timidez.
La chica acercó uno a la alambrada, Francie alargó un dedo para tocar las multicolores capas de fieltro trabadas con el polvo de tiza. Cuando ya alcanzaba a palpar esa belleza tan suave, la chiquilla lo retiró súbitamente y le escupió en la cara. Francie apretó con fuerza los ojos para impedir que se le saltaran las lágrimas. La otra se quedó mirándola con curiosidad, esperando las lágrimas, y le dijo con sorna:
—¿Por qué no te pones a llorar, tonta? ¿O quieres que te vuelva a escupir en la cara?
Francie corrió a esconderse en el sótano y permaneció en la oscuridad largo rato, hasta que la oleada de sufrimiento pasó. Fue la primera de las muchas desilusiones que recibió y que aumentarían a medida que creciera en ella su capacidad de sentir. Desde aquel día, ya no le gustaron más los borradores.
La cocina servía de salón y comedor. En una de las paredes había dos ventanas estrechas, empotrada en la otra, una cocina económica de hierro. La pared encima de la cocina estaba revestida de ladrillos color coral unidos con argamasa color crema, tenía una repisa de piedra y una chimenea de pizarra, donde Francie dibujaba figuritas con tiza. A un lado de la cocina económica se hallaba la caldera. A veces, cuando hacía mucho frío y Francie llegaba helada, la abrazaba y apoyaba sus congeladas mejillas contra su superficie cálida y reluciente.
Junto a ésta había dos fregaderos con una tapa de madera con bisagras. Si se quitaba la tapa se convertían en una bañera, pero no daba buen resultado. A veces, cuando Francie estaba sentada bañándose, la tapa caía y le golpeaba la cabeza. El fondo era áspero, y Francie salía de lo que debía haber sido un baño refrescante toda dolorida a causa de esa aspereza mojada. Además, había que luchar contra cuatro grifos. Por más que la chiquilla tratara de recordar que estaban allí y no cedían, emergía del agua jabonosa con un movimiento brusco y siempre se golpeaba la espalda. Tenía un perenne cardenal en el torso.
Seguían a la cocina dos dormitorios comunicados entre sí. Disponían de un respiradero de las dimensiones de un ataúd, con ventanitas opacas; tal vez se pudieran abrir empleando escoplo y martillo, para recibir como recompensa una ráfaga de aire húmedo y frío. El respiradero terminaba en un techado inclinado de vidrio grueso, opaco y arrugado, protegido con una fuerte malla de alambre. Los lados eran de chapas de cinc. Este artilugio se suponía hecho para dar aire y luz a los dormitorios, pero los vidrios toscos, la malla de alambre y la suciedad de muchos años impedían el paso a la luz. Las aberturas de los lados estaban atascadas de basura, hollín y telarañas. Aunque no dejaban entrar ni un soplo de aire, la lluvia y la nieve se escurrían por ellas con malvada obstinación. Los días de tormenta la base de madera se mojaba y despedía un olor sepulcral.
El respiradero era un invento horrible. Aun con las ventanas bien cerradas, dejaba pasar todos los ruidos del edificio. Las ratas se escabullían en su interior, y había constante peligro de incendios. Para incendiar toda la casa hubiese bastado que un vecino borracho tirase por distracción una cerilla encendida dentro. Allí se había acumulado una gran cantidad de basura. Como nadie podía alcanzar el fondo (era demasiado estrecho para que pasara el cuerpo de una persona), la gente lo utilizaba para deshacerse de las cosas que ya no quería. Las hojas de navajas de afeitar oxidadas y los paños sucios de sangre eran algunos de los objetos más inocentes que había dentro. Un día Francie, después de echar un vistazo al respiradero, pensó en lo que el cura le había contado acerca del purgatorio. Se imaginó algo muy parecido a aquel lugar tan sucio de su edificio, aunque mucho más grande. Mientras se dirigía hacia el comedor, Francie cruzó los dormitorios temblando y con los ojos cerrados.
El salón lo llamaban «el cuarto». Las dos ventanas altas y angostas daban a la calle llena de vida. El tercer piso estaba tan alto que el ruido de la calle llegaba convertido en un sonido reconfortante. «El cuarto» era un sitio importante, tenía entrada independiente al vestíbulo y se podía llevar a las visitas hasta allí sin pasar por los dormitorios ni la cocina, las elevadas paredes estaban sobriamente empapeladas de color castaño oscuro con franjas doradas. Las ventanas tenían postigos plegables que se embutían en un espacioso hueco de la pared. Francie se pasaba horas felices tirando de esos postigos y mirando cómo se plegaban respondiendo a la más leve presión de su mano. Era un continuo milagro que algo que podía tapar toda una ventana, y resguardarla del aire y la luz, se comprimiera modestamente en una ranura de la pared, dejando a la vista el hueco entero de la ventana.
Había una estufa empotrada en un hogar de mármol negro, sólo se veía el frente y parecía la mitad de un melón gigante con la corteza redonda hacia afuera. Tenía infinidad de ventanitas de mica en una armazón de hierro forjado. Navidad era la única ocasión en que Katie podía permitirse el lujo de encender la estufa de la sala. Todas las ventanitas brillaban, y Francie, encantada, se sentaba para reconfortarse con el calor y ver cómo las ventanitas cambiaban del rojo al ámbar a medida que avanzaba la noche. Cuando Katie encendía la luz de gas y hacía desvanecer las sombras y palidecer las llamas de las ventanitas, a la niña le parecía un sacrilegio.
Lo más sorprendente y maravilloso de aquel cuarto era el piano, parecía un milagro por el que se podía haber clamado toda la vida sin que hubiese llegado a realizarse. Pero allí estaba, en la sala de los Nolan, un verdadero prodigio sucedido sin haber rezado siquiera. Lo habían dejado allí los ex inquilinos por no tener con qué pagar su traslado.
La mudanza de un piano era en aquel entonces todo un problema. Por aquellas estrechas escaleras no se habría podido bajar ningún piano. Había que sacarlo por la ventana, envuelto y sujeto con cuerdas de una enorme polea que había en la azotea, y esto con gran acompañamiento de gritos y ademanes del capataz de la mudanza. Se ponía una barrera de sogas en la calle, un policía mientras tanto apartaba continuamente a la muchedumbre; los pilluelos faltaban a la escuela cuando se realizaba la mudanza de un piano. El momento en que el voluminoso fardo aparecía por la ventana era palpitante. Se balanceaba locamente en el aire un instante, hasta que se equilibraba. Entonces empezaba el lento y peligroso descenso, mientras los chicos jaleaban con ronco clamor.