Un árbol crece en Brooklyn (15 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Si la colecta resultaba suficiente tocaban otro tema; si era mezquina, partían con la esperanza de encontrar zonas más fructíferas. Francie los seguía de parada en parada, calle tras calle, llevando con ella a Neeley hasta que oscurecía y la banda se disolvía. Era una de las tantas chicas que escoltaban a la banda como si fuera un flautista hechicero. Algunas de las mayores llevaban a sus hermanitos en carritos de construcción casera, y otras en cochecitos desvencijados. La música las hechizaba hasta el punto de hacerles olvidar el hogar y la comida. Las criaturitas lloraban, se mojaban los pañales, se dormían, despertaban, lloraban otra vez, se mojaban y volvían a dormirse. Y «El Danubio azul» seguía y seguía y seguía.

Para Francie, la de los músicos era una gran vida. Tejía ensueños. Cuando Neeley fuese mayor, podrían recorrer las calles, él tocando el acordeón y ella la pandereta. La gente les tiraría muchos centavos y mamá no tendría que trabajar.

A pesar de su entusiasmo por la banda, Francie prefería la música del órgano. De vez en cuando pasaba un hombre arrastrando un organillo con un monito apostado encima. El animal vestía una chaqueta roja adornada con galón dorado y unos pantalones agujereados detrás para dar salida a la cola. Llevaba un bonete también rojo, con una cinta que lo sujetaba a su barbilla. Francie quería mucho al monito y le daba su centavo para caramelos con tal que la saludara a lo militar. Si mamá andaba por allí le entregaba al hombre uno de los centavos que deberían haber ido a la hucha, recomendándole que no maltratara al animalito y amenazándole con denunciarle si llegaba a descubrir lo contrario. El italiano nunca comprendió ni una palabra de lo que ella le decía y siempre le contestaba lo mismo. Se descubría, se inclinaba humildemente doblando una rodilla y decía con vehemencia: Ma sì! Ma sì!

El órgano grande era diferente. Cuando aparecía era como si fuera una fiesta. Lo conducía un hombre de cabello negro y rizado, con los clientes muy blancos; vestía pantalón de terciopelo verde y americana de pana oscura. De un bolsillo le colgaba un gran pañuelo carmesí. Llevaba un pendiente de aros. La mujer que lo ayudaba a empujar el órgano lucía una amplia falda granate con blusa amarilla y grandes aros dorados en las orejas.

El órgano cencerreaba una parte de Carmen o de Il Trovatore. La mujer atacaba una inmunda pandereta de la que pendían deshilachadas cintas, golpeándola desganadamente con el codo al compás de la música. Al terminar el canto daba unas vueltas vertiginosas mostrando un par de piernas robustas cubiertas de sucias medias blancas de algodón, que surgían de entre una llamarada de enaguas de todos los colores.

Francie no se fijaba en la mugre ni en la lasitud de movimientos. Oía la melodía, veía la multitud de colores y sentía la fascinación de esa gente pintoresca. Katie le recomendó que nunca fuera en pos del órgano grande, explicándole que aquella clase de gente, con aquella vestimenta, eran sicilianos, y todo el mundo sabía que los sicilianos pertenecían a la Mano Negra y que ésta se dedicaba a secuestrar niños para después cobrar el rescate; que se llevaban a la criatura y después mandaban una carta en la que indicaban que se dejaran cien dólares en el cementerio si querían recuperarla. Firmaban la carta con la impresión de una mano negra. Eso fue lo que dijo mamá acerca de los que andaban con el órgano grande.

Cuatro días después de que pasara la pareja con el órgano, Francie jugaba al organista, tarareando lo que podía recordar de Verdi. Un plato de hojalata viejo hacía de pandereta. Luego trazó el contorno de su mano con un lápiz y rellenó el dibujo para que quedara como una mano negra.

A veces Francie dudaba. No sabía si cuando creciera sería mejor pertenecer a una banda o ser organillera. Sería maravilloso si Neeley y ella pudieran conseguir un organillo y un precioso monito. Se divertirían todo el día sin que les costara nada tocando el organillo y viendo al monito saludar con el gorro. La gente les daría muchos centavos y el mono podría comer con ellos y quizá dormir con ella de noche. Esta profesión le pareció tan envidiable que comunicó sus proyectos a Katie, pero ésta la desilusionó cuando le dijo que no fuese boba, que los monos están llenos de pulgas y que ella jamás permitiría que alguno se metiera en sus limpias camas.

Francie coqueteó con la idea de ser la mujer de la pandereta; pero para eso tendría que ser siciliana y secuestrar criaturas, y ya no le gustó, por más divertido que fuera dibujar una mano negra.

Siempre había música. En aquellos lejanos veranos se bailaba y cantaba en las calles de Brooklyn. Aunque los días podían parecer alegres, había algo triste en aquellas tardes estivales, en aquellos chicos de cuerpo flaco, pero todavía con las curvas de la niñez en el rostro, que rondaban cantando con voz monótona y taciturna. Era triste ver a aquellas criaturas, de apenas cuatro o cinco años de edad, tan precozmente gobernándose solas. «El Danubio Azul» resultaba tan triste como mal tocado. Los ojos del mono aparecían tristes bajo su gorro colorado. El sonido del órgano escondía tristeza tras su aguda alegría; como los caricatos que entraban en los patios interiores y entonaban:

Si de mí dependiera

nunca envejecerías.

Eran vagabundos, tenían hambre y carecían de talento musical. Lo único que poseían era espíritu para apostarse en un patio gorra en mano y cantar a gritos. Era triste saber que ese espíritu no les serviría de nada y que estaban irremediablemente perdidos, como parecía estarlo todo el mundo en Brooklyn cuando atardecía y los rayos de sol, a pesar de brillar con firmeza, eran ya débiles y no daban calor.

XIV

La vida se deslizaba placentera en Lorimer Street y los Nolan hubieran continuado viviendo allí a no ser por la tía Sissy y su gran aunque descarriado corazón. Fue el asunto de Sissy y el triciclo lo que arruinó y cubrió de ignominia a los Nolan.

Un día que Sissy no había ido a la fábrica resolvió ir a entretener a Francie y a Neeley mientras Katie trabajaba. Una manzana antes de llegar a casa de los Nolan el brillo del manillar de latón de un hermoso triciclo encandiló sus ojos. Era una clase de vehículo que ya no se veía. Tenía un amplio asiento tapizado en cuero con capacidad para dos niños, respaldo y una barra de hierro para guiarlo que terminaba en la rueda delantera. Las dos ruedas traseras eran grandes. El manillar de latón macizo iba sobre la barra de guiar. Los pedales estaban colocados delante del asiento, donde podía sentarse cómodamente una criatura, pedalear apoyada contra el respaldo y guiarse con el manillar que le quedaba encima de las rodillas.

Sissy vio el triciclo abandonado ante un porche. No titubeó: cogió el triciclo, lo arrastró hasta la casa de los Nolan, llamó a los niños y los llevó a dar un paseo.

A Francie le pareció maravilloso. Instalados ambos en el asiento, Sissy les hizo dar una vuelta a la manzana empujando el vehículo por detrás. El sol había entibiado el asiento y se desprendía del cuero un olor delicioso y opulento. Los rayos de sol se reflejaban en el latón del manillar y le daban un aspecto de fuego vivo. Francie pensó que si lo tocaba le quemaría las manos. En ese momento aconteció algo.

Al frente de un pequeño grupo se acercaba una mujer con ademanes de histérica. Llevaba de la mano a un niño que berreaba. Se abalanzó sobre Sissy llamándola «ladrona», agarró el triciclo por el manillar y tiró de él violentamente. Sissy lo sujetaba con fuerza y Francie casi cayó al suelo. Intervino un guardia.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa aquí?

—Esta mujer es una ladrona —acusó la mujer—. Ha robado el triciclo de mi niño.

—Yo no lo he robado, agente —arguyó Sissy con su peculiar tono suave y conciliador—. Estaba allí, solo, abandonado, y lo cogí prestado para que estos niños dieran una vuelta. Nunca han montado en algo tan magnífico, y usted sabe qué significa para los chicos un paseo en semejante vehículo… Es el paraíso.

El guardia miró a los dos niños, que, mudos, permanecían quietos en el asiento. A pesar del miedo, Francie esbozó una sonrisa.

—Yo quería darles una vuelta y luego devolverlo, se lo aseguro, agente —dijo Sissy.

El guardia contempló el bien formado busto de Sissy, que la ceñida cintura no desmerecía para nada, y se dirigió a la desconsolada madre:

—¿Por qué es usted tan tacaña, señora? Deje que los niños den una vuelta a la manzana. Déjelos dar una vuelta y yo me encargaré de devolver el triciclo en perfecto estado.

Él era la ley. ¿Qué podía hacer la mujer? El guardia dio un níquel al niño y le ordenó que dejase de chillar. Dispersó el grupo diciendo que si no salían zumbando llamaría al vehículo celular, los metería a todos dentro y los llevaría a la comisaría.

Se dispersaron. El guardia, balanceando con garbo su porra, escoltó galantemente a Sissy. Ella le miró a los ojos sonriente, él guardó la porra e insistió en ayudarla a empujar el triciclo. Trotando junto a él sobre los altos tacones de sus pequeños zapatos, Sissy le engatusaba con su voz suave y melodiosa. Tres veces dieron la vuelta a la manzana. El guardia simulaba no ver las manos que ascendían para cubrir las sonrisas burlonas que provocaba un representante de la ley, con uniforme completo, en tales menesteres. Hablaba a Sissy con ardor, principalmente sobre su esposa:

—Una buena mujer, ¿comprende?, pero en cierto modo una inválida.

Sissy dijo que lo comprendía.

Después del episodio del triciclo, la gente chismorreaba. Katie pensó en trasladarse. De nuevo se repetía lo sucedido en Bogart Street, donde los vecinos conocían demasiado a los Nolan.

Mientras Katie barajaba la idea de buscar otro lugar donde ir a vivir, ocurrió algo que los obligó a trasladarse rápidamente. La causa fue un asunto sexual, a fin de cuentas inocente si se mira bien. Un sábado por la tarde Katie había conseguido un trabajo en Gorling, unos grandes almacenes de Williamsburg. Su tarea era preparar el café y los sándwiches que el dueño de la tienda ofrecía a sus dependientes a cambio de que hicieran horas extras. Johnny estaba en el sindicato esperando conseguir algún empleo, y los niños se habían quedado solos. Sissy, que no tenía que ir a la fábrica, decidió ir a hacerles compañía.

Llegó a la casa y llamó a la puerta anunciando quién era. Francie entreabrió la puerta, para asegurarse de que fuera su tía. Los dos niños se abalanzaron sobre Sissy, a quien adoraban, y le llenaron la cara de besos. Para ellos era una mujer hermosa, que siempre olía y vestía muy bien, y que les llevaba regalos maravillosos.

Ese día Sissy les llevó una caja de puros vacía, unas hojas de papel de seda color blanco y rojo, y un bote de pegamento. Se sentaron alrededor de la mesa y empezaron a decorar la caja. Con una moneda de cinco centavos, Sissy dibujaba círculos en el papel y Francie se dedicaba a recortarlos. Luego le enseñó cómo hacer copitas de papel enrollando los círculos alrededor de la punta de un lápiz. Cuando ya habían hecho muchas, Sissy dibujó un corazón en la tapa de la caja. Lo rellenaron con las copitas rojas, pegándolas con una gota de pegamento. En el resto de la tapa pegaron las copitas blancas. El resultado recordaba a un lecho de claveles blancos con un corazón de claveles rojos en el centro. En los costados de la caja pegaron más copitas blancas y forraron el interior con papel rojo. No se parecía en nada a una vieja caja de puros. Era hermosísima. El trabajo les llevó casi toda la tarde.

A las cinco Sissy tenía una cita en un restaurante chino; se preparó para irse. Francie le rogó que no se fuera. A su tía no le apetecía irse, pero tampoco quería faltar a su cita. Hurgó en su bolso buscando algo que les entretuviese un rato. Ellos la contemplaban y la ayudaban a buscar. Francie entrevió algo que se parecía a una pitillera y lo cogió. En la tapa había un dibujo que representaba a un hombre echado en un sofá, con las piernas cruzadas y un pie suspendido en el aire, que fumaba un cigarro haciendo un gran anillo de humo. En el centro del anillo se veía una chica con el cabello sobre los ojos y los pechos desnudos. Un cartel rezaba: «El sueño americano». Era un producto de la fábrica donde trabajaba Sissy.

Los niños pidieron a gritos la cajita, la mujer tuvo que acceder, muy a su pesar. Les explicó que contenía cigarros y que, por eso, sólo podían tocarla y mirarla por fuera. Añadió que no se les ocurriera abrirla en ningún momento, ni tocar el sello que la cerraba.

Cuando salió, los niños se entretuvieron un buen rato observando el dibujo. Luego empezaron a sacudir la caja, que emitía un sonido misterioso.

—Aquí hay serpientes, no cigarros —decidió Neeley.

—No —le corrigió Francie—. Hay gusanos, y están vivos.

Empezaron a discutir: Francie sostenía que era demasiado pequeña para contener serpientes, mientras Neeley insistía que estaban enrolladas como las anchoas en un bote. Luego la curiosidad se hizo tan fuerte que olvidaron las recomendaciones de Sissy. Los sellos estaban poco encolados y les resultó fácil quitarlos. Francie abrió la caja. Había una hoja de papel de plata que ocultaba su contenido; la levantó con cuidado, mientras Neeley se preparaba para esconderse debajo de la mesa si salían las serpientes. Pero no había serpientes, gusanos, ni cigarros; la caja contenía objetos que carecían de interés. Después de intentar jugar con ellos, lo chicos se limitaron a atarlos a una cuerda, que luego colgaron fuera de la ventana. Más tarde se divirtieron a saltar por turnos sobre la cajita hasta hacerla pedazos y esta operación los absorbió tanto que se olvidaron de la cuerda.

Cuando Johnny volvió a buscar un cuello limpio para el turno de noche, había una gran sorpresa esperándole. Un simple vistazo a la cuerda que pendía de la ventana le bastó para volverse rojo de vergüenza. Se lo contó a su mujer cuando regresó.

Katie interrogó a Francie y lo descubrió todo. Sissy estaba condenada. Por la noche, cuando ya había acostado a los niños y Johnny se había ido al trabajo, se sentó a oscuras en la cocina. Las oleadas de rabia le encendían la cara. Mientras Johnny servía a los clientes pensando que el fin del mundo estaba a punto de llegar.

Evy visitó aquella noche a Katie y las dos comentaron la conducta de Sissy.

—Esto ya es el colmo —dijo Evy—. Lo que Sissy haga o deje de hacer no es asunto nuestro mientras no provoque sucesos como éste. Yo tengo una hija y tú también, y no debemos permitir que vuelva a poner los pies en nuestras casas. Es una mala mujer, no hay nada que hacer.

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