Cuando le acercaron a sus pechos aquel hijo sano y robusto, la invadió una oleada de profunda ternura. En la cuna, al lado de su cama, Francie empezó a lloriquear. De repente Katie sintió desprecio por esa débil criatura, tan frágil comparada con su nuevo y hermoso hijo. Pero pronto se avergonzó de ese sentimiento. La pobre niña no tenía la culpa.
«Tengo que vigilar mucho mis sentimientos —pensó—. Siento que voy a querer más al niño que a la mujercita; ella no deberá advertirlo nunca. No es justo querer a un hijo más que a otro, sí bien hay veces que resulta difícil evitarlo».
Sissy le pidió que le llamara Johnny. Katie se opuso diciendo que el niño tenía derecho a llevar un nombre todo suyo. Sissy se enojó y le cantó unas cuantas verdades a Katie. Ésta, en broma, acusó a Sissy de estar enamorada de Johnny.
—Tal vez —replicó Sissy.
Katie no respondió; temía que si la discusión iba a mayores acabaría descubriéndose que, sin darse cuenta, había dicho la verdad.
Finalmente Katie resolvió llamarlo Cornelius. Una vez había visto a un actor hermosísimo representar a ese valiente personaje. Cuando el niño creció, la jerga de Brooklyn terminó por convertir su nombre en Neeley.
Sin ningún razonamiento tortuoso ni intrincados procesos emotivos, el pequeño llegó a serlo todo para ella. Johnny pasó a un segundo plano y Francie ocupó sólo un lugarcito en el fondo del corazón de su madre. Katie amaba entrañablemente al niño, lo sentía más suyo que a Johnny y a Francie. Además, Neeley era idéntico a su padre y Katie soñaba en convertirlo en el hombre que Johnny debía haber sido. Tendría todo lo bueno que había en él, y ella lo fomentaría. Borraría los defectos del padre a medida que fuesen apareciendo en el niño. Su hijo crecería, ella se sentiría orgullosa de él, y él la cuidaría hasta el fin de sus días. Eso sí: tendría que dedicarse especialmente a él. Francie y Johnny ya se arreglarían de alguna forma, pero con el pequeño no correría riesgos. Ella se encargaría de convertirlo en el mejor.
Gradualmente, mientras los niños se iban haciendo mayores, Katie fue perdiendo esa ternura innata en ella y ganando lo que la gente llama carácter; se convirtió en una mujer capaz, firme y previsora. Amaba a su Johnny, pero aquella veneración de antes se había desvanecido. Amaba a su hija, sólo porque le inspiraba compasión. Más que amor, lo que sentía por ella era piedad y obligación.
Johnny y Francie percibían el cambio que se iba operando en Katie. A medida que el niño crecía en tamaño y hermosura, crecía en Johnny su debilidad e iba resbalando cada vez más cuesta abajo. Francie se dio cuenta de los sentimientos de su madre. Respondió con cierta aspereza hacia ella, y esa misma aspereza, paradójicamente, las acercó, hizo que se parecieran más.
Cuando Neeley cumplió un año, Katie había dejado por completo de depender de Johnny. Él bebía mucho. Sólo trabajaba cuando le ofrecían empleos de una noche. Entregaba el sueldo, pero se guardaba las propinas para comprar bebida. La vida transcurría demasiado veloz para Johnny. Tenía esposa y dos hijos antes de haber alcanzado la edad para votar. Su vida había terminado antes de haber tenido ocasión de empezar. Estaba condenado, y nadie estaba más convencido de ello que el mismo Johnny Nolan.
Katie afrontaba las mismas dificultades que Johnny y sólo tenía diecinueve años —dos menos que él—; también podía decirse de ella que estaba condenada. Su vida también había concluido antes de empezar. Pero allí terminaba la similitud. Johnny se sentía condenado y lo aceptaba. Katie, no. Empezó una nueva vida allí donde la otra terminaba.
Su ternura se transformó en sentido práctico. Apartó sus sueños y abrazó la realidad.
Johnny celebró el día en que adquirió el derecho a votar bebiendo como un energúmeno tres días seguidos. Cuando vio que se le estaba pasando la borrachera, Katie lo encerró en el dormitorio para que no pudiese conseguir ni una gota más de alcohol. Esto, en vez de curarle, le provocó un delirium tremens. Tan pronto lloraba como suplicaba que le diesen algo de beber. Decía que sufría. Ella le repetía que el sufrimiento le fortalecería y le serviría de lección para dejar de beber. Pero el pobre Johnny no conseguiría fortalecerse. No hacía sino anegarse en un lastimoso gimoteo.
Los vecinos llamaron a la puerta y le pidieron a Katie que hiciese algo por el desdichado. Ante esta demanda, contrajo los labios fieramente y los mandó a ocuparse de sus asuntos. Pero a pesar de haberse librado de los vecinos comprendió que tendrían que alejarse de allí en cuanto finalizara el mes. No podrían vivir en aquel vecindario después de la ignominia que les imponía la conducta de Johnny.
Por la tarde sus gritos torturados desquiciaron a la misma Katie. Apretujó a los dos niños en el cochecito, corrió a la fábrica y le pidió al paciente capataz que le permitiese hablar con su hermana unos minutos. Sissy dejó su máquina y Katie le contó deprisa lo que ocurría con Johnny. La mujer lo comprendió todo; prometió que en cuanto saliera del trabajo volaría a ocuparse de él.
Sissy consultó el caso con un amigo suyo. Éste le dio unas cuantas instrucciones que ella siguió al pie de la letra: compró un cuarto de litro de un buen whisky y lo ocultó entre las cintas del corsé y los broches de la blusa.
Llegó a casa de Katie y le aseguró que si podía quedarse a solas con Johnny ella le sacaría del estado en que se hallaba. Entonces Katie la encerró en el dormitorio junto a su marido y se retiró a la cocina, donde pasó toda la noche, con la cabeza entre las manos, esperando.
Cuando Johnny vio a Sissy, su aturdido cerebro tuvo un momento de lucidez y, apretujándole el brazo, exclamó:
—Tú eres mi amiga, Sissy. Eres mi hermana. Por el amor de Dios, dame una copa.
—Paciencia, Johnny, paciencia —decía ella con su voz suave y reconfortante—. Aquí traigo algo para beber.
Se desabrochó el vestido, liberando una cascada de encajes blancos y cintas rosas. El cuarto se llenó del perfume cálido e intenso de Sissy. Johnny se quedó mirándola mientras ella desataba nudos intrincados y se desabrochaba el corsé. El pobre chico se acordó de la reputación de la mujer, y tergiversó la situación.
—No, no, Sissy. Por favor.
—No seas idiota, Johnny. A cada cosa su tiempo y su lugar, y éste no es ni el momento ni el lugar adecuado.
Sacó la botella. Él se abalanzó sobre el frasco que todavía guardaba el calor de la mujer. Ella le dejó beber un buen trago y luego se lo arrebató. Johnny se tranquilizó cuando hubo bebido, y mientras se iba adormeciendo le susurraba que no lo dejara solo. Ella le prometió que no se iría; y sin preocuparse de atarse los lazos y abrocharse el corsé, se acostó a su lado. Luego lo cogió entre sus brazos y él apoyó la cabeza sobre los pechos de ella. De sus párpados cerrados se escurrían lágrimas más cálidas que la piel por donde rodaban.
Sissy permaneció despierta, cobijándole entre los brazos, con los ojos fijos en la oscuridad. Sentía por él lo mismo que habría sentido por sus hijos, si éstos hubieran vivido lo suficiente para conocer el calor de su amor. Sus dedos jugueteaban con los mechones rizados de Johnny, que acariciaban su mejilla. Cuando se quejaba entre sueños, ella le calmaba pronunciando las palabras cariñosas que habría tenido para sus hijos. Intentó cambiar de postura, le había dado un calambre en el brazo. Él se despertó un momento, la apresó con fuerza y le rogó que no lo abandonara. Al hablarle, la llamaba madre.
Cada vez que se sobresaltaba ella le daba un trago de whisky. Al amanecer se despertó, tenía la cabeza más despejada, aunque le dolía, se separó bruscamente de ella, gimiendo.
—Vuelve a tu madre —le decía Sissy con voz arrulladora.
Ella extendió los brazos y de nuevo él se acurrucó contra ella, apoyando la mejilla en el pecho generoso. Lloraba quedamente. Le contaba entre sollozos sus aflicciones, sus temores y vida extraviada. Ella le dejaba hablar, le dejaba llorar y le mecía como debería haber hecho su madre cuando era niño y nunca había hecho. A ratos lloraba ella también. Cuando se hubo desahogado, le dejó beber el resto del whisky. Finalmente quedó sumido en un profundo sueño.
No quería que él notara que se apartaba de su lado y permaneció inmóvil durante mucho rato. Hacia el amanecer, la mano que Johnny tenía apretada contra la de Sissy se relajó, y la expresión de su cara se volvió pacífica como la de un niño. Entonces ella le acomodó la cabeza sobre una almohada, le desvistió con seguridad y le tapó con las mantas. Cogió el frasco vacío y lo arrojó por la ventana, pensando que sería mejor escondérselo a Katie, para que no se preocupara. Se ató los lazos del corsé y salió del cuarto.
Sissy tenía dos debilidades: era una amante ardiente y una madre apasionada. Rebosaba ternura, y tenía muchas ganas de ofrecer a quien lo necesitara todo lo que poseía: su dinero, su tiempo, su compasión, su comprensión, su amistad, su compañía y su amor. Hacía de madre a todo lo que encontraba en su camino. Sin duda amaba a los hombres, pero quería también a las mujeres, a los ancianos y sobre todo a los niños. ¡Cómo los adoraba! También quería a los derrotados y a los infelices. Deseaba dar felicidad a todo el mundo. Había tratado de seducir al cura, a quien muy esporádicamente confesaba sus pecados, porque le daba pena: pensaba que estaba privándose de la más grande de las alegrías, destinado a una vida de castidad. Amaba a todos los perros piojosos que veía por la calle, y le conmovían los gatos delgados que vagaban por el barrio de Brooklyn en busca de un hueco donde dar a luz sus cachorros. Quería a los gorriones sucios de hollín, y consideraba hermosa hasta la hierba que crecía entre los edificios. Recogía manojos de trébol blanco porque le parecía la flor más bella que Dios hubiese creado nunca. Un día encontró una rata en su cuarto. La noche siguiente le dejó un poco de queso en una cajita. Sí, escuchaba los problemas de todos, pero no los suyos. Pero eso estaba bien, porque a ella le encantaba dar, y no recibir.
Cuando Sissy entró en la cocina, Katie contempló el desorden en que se hallaba su ropa con aire sospechoso.
—No olvido que eres mi hermana —dijo con extrema dignidad—. Y espero que tú hagas lo mismo.
—No seas tan idiota —le contestó Sissy, comprendiendo a qué se refería su hermana. Luego la miró a los ojos, le dirigió una sonrisa franca y Katie se tranquilizó.
—¿Cómo está Johnny?
—Se despertará bien, pero, por el amor de Dios, no le regañes cuando se levante. No le regañes, Katie.
—Pero tengo que decirle…
—¡Bueno, si llego a saber que le regañas, te lo quito! ¡Te lo juro! Aunque seas mi hermana.
Katie comprendió que no lo decía por decir y se asustó.
—No, no lo haré —murmuró—. Por lo menos esta vez.
—Ahora sí que empiezas a portarte como una mujer —aprobó Sissy, besándola en la mejilla.
Sissy sentía tanta compasión por Katie como por Johnny.
Katie se echó a llorar; odiaba hacerlo y por eso al intentar reprimir sus sollozos éstos se transformaban en sonidos horribles, ásperos. Sissy tuvo que escucharla, oír nuevamente los lamentos ya contados por Johnny, pero esta vez desde el punto de vista de Katie. Decidió adoptar un tono diferente con su hermana; con Johnny había sido suave y maternal porque era lo que él necesitaba. Conociendo el temple de su hermana, se puso a tono con ella y le habló con severidad en cuanto Katie terminó de contar su historia.
—Y ahora lo sabes todo, Sissy: Johnny es un borracho.
—Bueno, todos somos algo. Todo el mundo tiene una marca. Mírame: en mi vida he bebido una copa, y, sin embargo —aseguró con honesta y consumada ingenuidad—, hay quien comenta y opina que soy una mala mujer. ¿Te lo imaginas? Admito que fumo un cigarrillo de vez en cuando, pero mala…
—Es que, Sissy, tu modo de comportarte con los hombres hace que la gente…
—¡Katie! ¡No me atormentes! Todos somos lo que tenemos que ser y cada uno vive la vida que lleva dentro. Tienes un buen hombre, Katie.
—Pero bebe.
—Y beberá hasta el día que se muera. Él es así y no hay nada que hacer. ¿Bebe? Tienes que aceptarlo junto a todo lo demás.
—¿Lo demás? ¿Qué demás? ¿Te refieres a que no trabaja, que trasnocha y que tiene por amigos a unos vagos?
—Tú te casaste con él. Entonces hubo algo que te conquistó. Aférrate a eso y olvida el resto.
—A veces no sé por qué me casé con él.
—No mientas. Sabes perfectamente por qué lo hiciste. Querías acostarte con él, pero eres demasiado católica para hacerlo sin casarte por la Iglesia.
—¿Qué manera de hablar es ésta? Lo único que yo quería era quitárselo a otra.
—No, querías acostarte con él. Siempre es así. Si eso funciona, el matrimonio también. Si no funciona, el matrimonio se pudre.
—No es verdad. Hay más cosas.
—¿Cuáles? Bueno, a lo mejor… —accedió Sissy—. Si hay algo más, es como vivir en el paraíso.
—Te equivocas. Puede que tenga mucha importancia para ti, pero…
—Es fundamental para todos, o por lo menos debería. Si así fuera, todos los matrimonios serían felices.
—Ah, tengo que admitir que me encantaba su manera de bailar, de cantar, su aspecto…
—Estás diciendo exactamente lo que te dije yo, pero usando tus propias palabras.
«¿Cómo es posible convencer a alguien como Sissy? —pensó Katie—. Ella sólo ve las cosas a su manera. Pero quizá la suya sea la mejor manera de verlas. No lo sé. Es mi hermana, pero la gente habla mal de ella. Es una mala chica, no cabe duda. Cuando se muera, su alma será condenada a vagar eternamente por el purgatorio. Se lo he repetido varias veces pero ella siempre me contesta que por lo menos no lo hará sola. Si Sissy muere antes que yo, haré decir misas para el consuelo de su alma. Puede que al cabo de un tiempo consiga salir del purgatorio, porque a pesar de que digan que es mala, es buena con todo el mundo que tenga la suerte de cruzarse en su camino. Estoy segura de que Dios lo tendrá en cuenta».
De pronto Katie se estiró hacia ella y la besó en la mejilla. Sissy la miró asombrada, porque ignoraba los pensamientos de su hermana.
—Puede que estés en lo cierto, Sissy, pero también que estés equivocada. En cuanto a mí, aparte de su hábito de beber, todo me gusta en Johnny. Trataré de ser buena con él, y de hacer la vista gorda.
De repente se calló, porque en el fondo sabía que nunca lo lograría. Francie estaba despierta; acostada en la canasta de la ropa, se chupaba el pulgar y escuchaba la conversación. Pero no pudo aprender nada de esa lección, sólo tenía dos años.