Un árbol crece en Brooklyn (22 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

—Eso debería hacerte feliz. Podrás observar el cambio de las estaciones del año en tus idas y venidas. ¿Qué me dices?

Francie recordó una frase que su madre le había leído y contestó:

—Mi copa rebosa. —Realmente lo sentía.

Cuando le expusieron su plan, Katie declaró:

—Puedes hacer lo que te parezca, pero yo no me hago cómplice. Si se presenta la policía y te arrestan por dar una falsa dirección, diré honradamente que nada tengo que ver en el asunto. Todas las escuelas son tan buenas o tan malas como las demás. No comprendo por qué Francie quiere cambiar, tendrá que estudiar lo mismo en una que en otra.

—Bueno, queda decidido —contestó Johnny—. Francie, aquí tienes un centavo, ve a comprar una hoja de papel de carta y un sobre.

Francie fue y volvió corriendo. Johnny escribió una nota que indicaba que Francie se iba a vivir con unos parientes en tal calle y número y pedía que se hiciera el traspaso. Agregó que Neeley continuaría viviendo con ellos y por consiguiente seguiría asistiendo a la misma escuela. Terminó la carta y firmó subrayando su nombre con un gesto solemne. A la mañana siguiente, Francie entregó la carta a la directora temblando. Ésta la leyó y con un gruñido marcó la transferencia, dio la tarjeta a la niña y le dijo que podía retirarse, que de todos modos la escuela estaba repleta.

Francie se presentó con todos sus documentos al director de la otra escuela. Éste le dio un apretón de manos a la vez que le decía que esperaba que se hallara a gusto en la nueva escuela. Una celadora la llevó a la clase. La maestra interrumpió su clase y presentó a Francie. Ella observó las filas de niñas, todas de clase humilde, pero la mayoría bien limpias; le asignaron un pupitre para ella sola, y, feliz y contenta, se sumió en la rutina de su nueva vida. Las maestras y los alumnos de aquella escuela no estaban tan brutalizados como en la anterior. Algunos niños eran malos, por supuesto, aunque eso parecía obedecer al egoísmo infantil y no a la maldad innata. Muchas veces las maestras perdían la paciencia o se enojaban; no obstante, nunca llegaban a dar regañinas crueles. Tampoco infligían castigos corporales. Los padres eran demasiado americanos, demasiado conocedores de los derechos que les daba la Constitución para aceptar impunemente las injusticias. No se los podía intimidar con amenazas, ni explotarlos como se hacía con los inmigrantes y sus hijos.

Francie descubrió que la gran diferencia que existía entre uno y otro colegio se debía en gran parte al conserje. Éste era un hombre canoso, de rostro encendido. Hasta el mismo director, cuando se dirigía a él, le llamaba «señor Jenson». Tenía hijos y nietos a quienes amaba mucho. Era paternal con todos los niños. Cuando llovía y llegaban empapados insistía en hacerlos sentar frente a la caldera de la calefacción para que se les secara la ropa. Los hacía descalzar y colgar las medias delante del fuego, mientras los zapatos formaban una hilera en el suelo.

El cuarto de la caldera era agradable; tenía las paredes blanqueadas con cal, y la misma gran caldera pintada de rojo era reconfortante. Las ventanas estaban en lo alto de las paredes. A Francie le encantaba sentarse y contemplar las llamas de colores anaranjado y azul que parecían bailar sobre un lecho de carbón. (Él dejaba la puerta de la caldera abierta cuando había criaturas secándose la ropa). Los días de lluvia Francie salía de casa más temprano, andaba despacio y pisaba cuanto charco encontraba para llegar bien mojada y ganarse el privilegio de sentarse delante de la hoguera.

No era muy ortodoxo que el señor Jenson retuviera a los niños fuera de clase en el cuarto de la calefacción, pero todos le respetaban demasiado para protestar. Francie había oído comentarios sobre Jenson. Decían que había ido a la universidad y que sabía más que el director. Que se había casado y que cuando llegaron los hijos había pensado que desde el punto de vista económico resultaba más conveniente ser el encargado de la calefacción de un colegio que ser maestro. Fuera lo que fuese, lo cierto es que se le respetaba y se le quería. Una vez Francie lo vio en la dirección, vestía su uniforme rayado de trabajo, bien limpio, sentado con las piernas cruzadas, discutía de política. Francie oyó decir que a veces el director bajaba al cuarto de la calefacción, donde conversaba con el señor Jenson mientras fumaba su pipa.

Cuando algún niño se portaba mal, no lo enviaban al despacho del director, sino al cuarto de Jenson para que él le diera un sermón. Él nunca regañaba a los niños. Les hablaba de su hijo menor, que era el pitcher del equipo de béisbol de los Dodgers; les hablaba de la democracia y de la mejor manera de ser un buen ciudadano, y de un mundo mejor donde cada uno trataba de hacer todo lo posible en beneficio de todos. Después de una charla con el señor Jenson, se podía contar con que aquel niño no seguiría dando problemas.

Al finalizar la escuela, los alumnos pedían al director que les firmase la primera página de su álbum de autógrafos por respeto a su posición, peto apreciaban más el autógrafo de Jenson, y le reservaban siempre la segunda página. El director firmaba con rapidez, con letra grande y aparatosa. En cambio, Jenson hacía de ello una ceremonia. Se instalaba en su escritorio de persiana, encendía la lámpara, se colocaba las gafas, elegía una pluma, la mojaba en la tinta, la limpiaba, la volvía a mojar y por fin escribía su nombre con una letra que parecía un grabado y lo secaba frotando el secante cuidadosamente. Este autógrafo era siempre el más hermoso del álbum. Si se tenía el valor de solicitárselo, se llevaba el libro a su casa para que lo firmase el hijo que jugaba con los Dodgers. Esto era maravilloso para los niños. A las niñas les daba igual. El señor Jenson tenía una letra tan excelente que, por solicitud especial, era él quien escribía los diplomas.

La señorita Bernstone y el señor Morton también daban clase en aquella escuela. En esas ocasiones el señor Jenson solía deslizarse silenciosamente en el último banco para gozar también de la clase. Los días fríos, los invitaba a bajar a su hoguera y los convidaba a una taza de café antes de que siguieran a otra escuela. Tenía siempre dispuesta sobre una mesita la bandeja con todo lo necesario para preparar el café; lo hacía bien cargado y lo servía en grandes tazas. Sus visitantes saboreaban el rico brebaje bendiciendo a aquella alma tan generosa.

Francie era feliz en la escuela y se empeñaba en portarse bien. A diario, cuando pasaba frente a la casa que figuraba como su domicilio, la contemplaba con agradecimiento. Los días ventosos, cuando revoloteaban papeles por la calle, se detenía para recogerlos y amontonarlos en la alcantarilla. Por las mañanas, si después de vaciar el cubo, el basurero lo arrojaba descuidadamente sobre la acera, Francie lo recogía y lo colgaba en la empalizada. Los que vivían allí llegaron a pensar que tal vez la pequeña tuviese algún raro complejo de limpieza.

Llegar a la escuela implicaba dar un paseo de cuarenta y ocho manzanas diarias, pero las caminaba con placer. Tenía que salir de su casa más temprano que Neeley y regresaba bastante más tarde. Aquello la traía sin cuidado, excepto para el almuerzo. Caminaba las doce manzanas de ida y de vuelta y almorzaba, todo en una hora. Esto no le dejaba mucho tiempo para comer. Su madre no le permitía llevarse el almuerzo. Su argumento era el siguiente:

—Cuando le llegue el momento se emancipará, pero mientras sea niña tendrá que comportarse como tal, viniendo a casa para comer como todos los niños. ¿Acaso tengo yo la culpa de que deba andar tanta distancia? ¿No fue ella misma quien eligió esa escuela?

—Pero, Katie —decía Johnny—. ¡Es una escuela tan buena!

—Entonces que aguante lo malo y lo bueno.

XXIV

Francie no llevaba la cuenta de cómo pasaban los años por los días ni por los meses, sino por las vacaciones. Para ella el año empezaba el 4 de Julio porque era la primera fiesta después de terminar el curso escolar. Una semana antes juntaba petardos. Con cada centavo que tenía compraba uno. Los amontonaba debajo de su cama y por lo menos diez veces al día sacaba la caja para acomodarlos y contemplar el papel rosa pálido que los recubría, tratando de imaginar cómo estarían fabricados. Olía el trozo de mecha que le regalaban con cada compra y que, una vez prendida, duraba horas y servía para encender los petardos.

Cuando llegaba el gran día los tiraba de mala gana porque era más satisfactorio tenerlos que encenderlos. Un año de mayor escasez que de costumbre, en que Francie y Neeley no consiguieron los centavos necesarios, se contentaron con llenar de agua unas bolsas de papel y lanzarlas a la calle desde la azotea. Al caer en la calzada producían un estallido casi como el de un petardo. Los transeúntes, fastidiados, levantaban la cabeza para protestar, pero desistían pensando que sería costumbre entre los niños pobres celebrar así el 4 de Julio.

El siguiente día festivo era la víspera de Halloween. Neeley se embadurnaba la cara con hollín y se ponía la chaqueta al revés. Rellenaba con ceniza una de las medias negras y largas de mamá y salía con su pandilla a recorrer las calles, blandiéndola a modo de porra al tiempo que emitía gritos roncos.

Francie, junto con otras chicas, recorría las calles y con un trozo de tiza blanca hacían una cruz en la espalda de los que pasaban. Las chiquillas iban cumpliendo un rito sin sentido. Recordaban el símbolo, pero la razón del rito había caído en el olvido. Quizá esa costumbre se remontase a la Edad Media, cuando el distintivo se empleaba para marcar las casas e incluso los individuos atacados por las epidemias. Los rufianes de aquel entonces probablemente se divertían marcando a los inocentes, haciéndolos objeto de una broma cruel, y la práctica persistió a través de los siglos hasta convertirse en una travesura inofensiva en aquel día del año.

Para Francie la fiesta de las fiestas era el día de las elecciones. Más que cualquier otra, aquella pertenecía al barrio entero. Quizá se votara en otras partes del país también, pero en ningún sitio podía ser igual que en Brooklyn, pensaba Francie.

Johnny mostró a Francie un restaurante cuya especialidad eran las ostras, en Scholes Street. Era una casa de la época en que el gran jefe indio Tammany andaba ocultándose con sus guerreros, más de cien años atrás. Las ostras fritas del restaurante eran conocidas en todo el estado. Pero había otra razón que daba fama a aquel sitio: era el lugar donde se reunían en secreto los políticos locales. Los dirigentes del partido se reunían en un salón privado y, mientras consumían suculentas ostras, decidían quién sería elegido y quién derribado.

Francie pasaba a menudo por delante del local y lo miraba muy intrigada. No tenía ningún letrero en la fachada, el escaparate estaba vacío, sólo había una maceta con helechos y, detrás, una cortina de arpillera parda, colgada de una varilla de bronce. Una vez la puerta se abrió para dar paso a alguien. Francie alcanzó a ver un salón de techo bajo, lleno de humo, iluminado a media luz con lámparas cubiertas por pantallas rojas.

Con otros chicos del barrio Francie seguía las etapas de las elecciones sin saber por qué y para qué hacía todo aquello. El día de las elecciones recorrían las calles en compacta fila, cada uno con las manos apoyadas en los hombros del que iba delante, cantando:

Tammany, Tammany,

el gran jefe sentado bajo su tipi

alienta a sus guerreros al triunfo,

Tamma-niii, Tamma-niii…

Ella escuchaba con interés a sus padres cuando discutían los méritos y defectos del partido. Johnny era un entusiasta demócrata, pero a Katie no le interesaba la política. Ella criticaba al partido y le decía a Johnny que estaba desperdiciando su voto.

—No digas eso, Katie —protestaba Johnny—. De una forma u otra el partido hace mucho bien al pueblo.

—Sí, ya me lo imagino —replicaba Katie con ironía.

—Lo único que buscan es el voto del cabeza de familia, y mira tú lo que dan a cambio.

—Dime algo de lo que dan.

—Bueno, si necesitas un consejo legal no tendrás que recurrir a un abogado, basta que vayas al representante de este distrito.

—Un ciego guiando a otro ciego.

—No lo creas. Puede que sean burros para muchas cosas, pero conocen las ordenanzas municipales de cabo a rabo.

—Entabla una demanda contra el ayuntamiento y luego me dirás si Tammany te ayuda.

—Piensa en los empleados públicos —decía Johnny, enfocando el asunto bajo otro aspecto—. Saben cuándo se convocarán exámenes para cubrir plazas de carteros, bomberos y vigilantes, y siempre avisan a los votantes que estén interesados.

—El marido de la señora Lavey pasó el examen para cartero hace más de tres años y aún sigue conduciendo un camión.

—¡Ah! Eso es porque es republicano. De haber sido demócrata su nombre hubiera figurado a la cabeza de la lista. Conozco el caso de una maestra que solicitaba un traspaso y enseguida Tammany se lo consiguió.

—¿Por qué? ¿O quizá era una chica bonita?

—Eso no viene al caso. Fue una treta hábil. Las maestras van formando a los futuros votantes. Por ejemplo, esa maestra tendrá siempre un elogio para Tammany al hablar con sus alumnos, y, como sabes, el niño de hoy crecerá y será el votante de mañana.

—¿Por qué?

—Porque es un privilegio.

—Privilegio. Ah, claro —decía Katie con sorna.

—Por ejemplo, si tienes un caniche y se te muere, ¿qué harás?

—En primer lugar, ¿para qué quiero yo un caniche?

—¿No puedes imaginarte dueña de un caniche muerto como mero motivo de conversación?

—Bien. Se me murió el caniche, ¿y qué?

—Avisas al comité y los muchachos se lo llevan. Pongamos que Francie desea sacar su permiso de trabajo siendo aún menor de edad.

—Se lo conseguirían, me imagino.

—Claro está.

—¿Y a ti te parece bien que hagan estos arreglos para que los chiquillos puedan trabajar en las fábricas?

—Ahora supongamos que tienes un hijo que hace campana y vagabundea por las calles en vez de asistir a clase, y que la ley no le permite trabajar. ¿No sería mejor conseguirle el permiso de trabajo aunque fuese falsificado?

—En ese caso, creo que sí —convenía Katie.

—Fíjate la cantidad de empleos que consiguen para sus votantes.

—Pero sabes cómo se las arreglan, ¿no es cierto? Cuando inspeccionan, hacen la vista gorda en las fábricas que violan la ley. Naturalmente, el patrón recurre a ellos cuando necesita obreros y Tammany tiene fama de conseguir empleos.

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