Cuando los muchachos mayores retiraron el árbol, vieron que Francie y su hermano permanecían erguidos y asidos de la mano. A Neeley le brotaba sangre de los arañazos de la cara. Parecía un bebé más que nunca, con sus ojos azules confundidos y la tez blanca que resaltaba bajo el rojo de la sangre. Pero allí estaban, sonrientes. ¿Acaso no habían ganado el árbol más grande del barrio? Algunos chiquillos gritaron: «¡Hurraaa!», y alguna que otra persona mayor aplaudió. A modo de elogio, el vendedor les gritó:
—Y ahora largaos de aquí con el árbol. ¡Bastardos, piojosos!
Francie había oído palabrotas desde el primer día que escuchó palabras. Las obscenidades y juramentos profanos no tenían significado entre aquella gente, eran expresiones emotivas de gente de vocabulario reducidísimo, eran como una especie de dialecto. Las frases podían tener distintos significados según la expresión empleada al decirlas. Por eso, cuando Francie oyó que los trataba de bastardos y piojosos, sólo sonrió temblorosa por la bondad del buen hombre. Era como si les hubiera dicho: «Hasta la vista. Que Dios os bendiga».
Llevar el árbol no resultó tarea fácil. Tuvieron que arrastrarlo palmo a palmo. Sufrieron la desventaja de verse acompañados por un muchacho que gritaba:
—Viaje gratis, suban, suban.
Se encaramaba en el árbol y hacía que lo arrastraran. Afortunadamente, al rato se cansó y se fue.
En cierto modo era bueno tardar mucho en llegar a casa. Su triunfo era así de mayor duración. Francie se llenó de orgullo cuando oyó decir a una señora:
—Jamás he visto un árbol tan grande.
Y un hombre, al pasar, dijo:
—Habrán asaltado algún banco para poder comprar un árbol de ese tamaño.
El guardia de la esquina de su casa los detuvo para observar de cerca el hermoso abeto y les ofreció comprárselo por diez centavos; quince si se lo llevaban a su casa. Francie, henchida de satisfacción a pesar de saber que sólo se trataba de una broma, contestó que no lo vendería ni por un dólar. Él movió la cabeza y declaró que era una locura desperdiciar su oferta. Llegó hasta los veinticinco centavos, pero Francie seguía sonriendo y moviendo negativamente la cabeza.
Era como si estuviese actuando en una obra de teatro de Navidad, donde el escenario fuera la esquina de una calle y los personajes un policía simpático, su hermano y ella. Francie sabía todos los diálogos. El policía decía bien su papel y le proporcionaba los apuntes que ella recogía con facilidad, y las sonrisas entre diálogos eran las indicaciones escénicas.
Tuvieron que llamar a su padre para que los ayudara a subir el árbol por la estrecha escalera. Johnny bajó corriendo. Francie vio con alivio que bajaba la escalera derecho y no de lado: eso significaba que aún no había bebido.
El asombro de Johnny por el tamaño del árbol fue muy halagador. Simuló creer que no era suyo. A Francie le divirtió mucho tratar de convencerle, aunque sabía que todo lo que decía era pura simulación. Su padre tiraba desde arriba mientras que los niños empujaban por atrás para subir los tres pisos por la angosta escalera. Contento, Johnny empezó a cantar sin importarle lo tarde que era. Cantó «Noche de paz». En el hueco de la escalera su voz repercutía con redoblada dulzura. Las puertas se abrieron y los vecinos se asomaron a la barandilla de la escalera, asombrados y divertidos por aquello que inesperadamente se añadía a sus vidas en aquel momento.
Francie vio a las dos hermanas Tynmore ante su puerta, con sus cabezas llenas de rizadores, luciendo amplias batas que dejaban entrever sus camisones almidonados. Con sus voces aflautadas se unieron al canto. Flossie Gaddis, con su madre y su hermano Henny, a quien la tuberculosis iba robándole la vida, salieron también a la puerta. Henny lloraba, y cuando Johnny le vio atenuó la voz, pensando que tal vez su canto le entristecía demasiado.
Flossie vestía el disfraz que debía llevar aquella noche en el baile, esperaba que su compañero fuese a buscarla para la fiesta, que empezaba después de medianoche. Allí estaba, ataviada con su vestido de bailarina de café concierto de Klondike, con medias negras de seda, zapatos con tacón Luis XV, una liga colorada debajo de la rodilla y, colgado de la mano, su antifaz negro. Miró a Johnny a los ojos, sonrió y, con la mano en la cadera, se reclinó contra el marco de la puerta con gesto insinuante, por lo menos así lo creyó ella. Más para hacer sonreír a Henny que por otro motivo, Johnny le dijo:
—Flossie, no tenemos ningún ángel para poner en la copa de este árbol, ¿no quieres sacarnos de apuros?
Flossie iba a contestar que si se subía al árbol, el viento le iba a dejar algo al descubierto. Pero no se atrevió. Había algo en aquel árbol orgulloso, a pesar de que en ese momento lo arrastraban humildemente, algo en aquellos chiquillos anhelantes, algo en la insólita benevolencia de los vecinos, algo en la media luz de las lámparas del vestíbulo, que la avergonzaron de la contestación que pensaba dar. Y lo único que dijo fue:
—¡Qué ocurrente es usted, Johnny Nolan!
Katie esperaba sola en el último escalón, con las manos entrelazadas, escuchando la canción. Miraba hacia abajo, contemplando el lento progreso escaleras arriba. Meditaba profundamente:
«Están encantados con todo esto. Están contentos con el árbol que han ganado sin tener que pagarlo, y con su padre jugando y cantando, y los vecinos llenos de alegría. Están convencidos de que es una suerte estar vivos y de que es Navidad otra vez. No ven que viven en una calle inmunda, en una mísera casa, entre gentuza. Johnny y los niños no comprenden lo lastimoso que resulta que los vecinos tengan que sacar felicidad de tanta mugre y porquería. Quiero que mis hijos salgan de aquí, que sean más de lo que Johnny y yo hemos sido, quiero que dejen atrás toda esta miseria. Pero ¿cómo? Leyendo una página de aquellos libros y juntando centavos en la hucha no basta. ¡Dinero! ¿Mejoraría el dinero la situación? Sí, la vida sería fácil. Mas no: el dinero no bastaría. McGarrity es dueño del bar de la esquina y es muy rico, su esposa lleva aros de brillantes. Pero sus hijos no son tan buenos ni tan despiertos como los míos. Son malos y avaros con sus semejantes porque tienen con qué injuriar a los niños pobres. He visto a la chica McGarrity comiendo caramelos de una bolsa delante de unos chiquillos hambrientos. Vi que a los niños, al mirarla, se les rompía el corazón de pena. Y cuando se hartó de comer, ella prefirió tirar los caramelos que quedaban en la alcantarilla antes que dárselos. ¡Ah, no!, no sólo cuenta el dinero. La niña McGarrity lleva todos los días un lazo distinto en la cabeza y cada uno cuesta cincuenta centavos, lo que alcanzaría para alimentarnos un día entero a nosotros cuatro. Pero tiene el cabello ralo y de color pálido. Mi Neeley lleva una gorra deshilachada, pero tiene el cabello abundante, rizado y dorado. Mi Francie no lleva lazo, pero su cabellera es larga, sedosa y brillante. ¿Acaso el dinero proporciona esas cosas? No. Eso quiere decir que hay algo más que el dinero. La señorita Jackson enseña en el colegio gratuito y no es rica. Trabaja por hacer caridad. Vive en un modesto cuartito en el último piso, tiene un solo vestido, pero siempre lo lleva limpio y bien planchado. Cuando habla, mira a las personas a los ojos, y escuchar su voz es como si se estuviese enferma y con sólo oírla se mejorase. La señorita Jackson sabe muchas cosas, es comprensiva también. Puede vivir en medio de un barrio inmundo y seguir siendo limpia y fina como una actriz en el escenario, como algo tan delicado que se puede mirar pero no tocar. No se parece en nada a la señora McGarrity, que tiene tanto dinero y es demasiado obesa y trata tan mal a los que llevan mercancías al negocio de su marido. ¿Y cuál es la diferencia entre ella y la señorita Jackson que no tiene dinero?».
En el cerebro de Katie surgió súbitamente la respuesta, tan sencilla que fue como si un relámpago de asombro cruzara su mente. ¡Educación! Eso era. Era la educación lo que diferenciaba a las dos mujeres. La educación los colocaría por encima de la miseria y la inmundicia. ¿La prueba? La señorita Jackson era educada y la señora McGarrity no lo era. ¡Ah! Eso era lo que Mary Rommely, su madre, le venía pregonando año tras año, pero su madre no había encontrado la palabra clara y precisa: educación.
Observando a sus hijos que se esforzaban por subir las escaleras con el árbol a cuestas y escuchando sus voces infantiles, a Katie le rondaban estas ideas sobre la educación.
«Francie es inteligente —pensó—. Tiene que ir a la escuela superior y aun seguir otros estudios, quizá. Es estudiosa y algún día llegará a ser alguien. Pero cuando se vea instruida se alejará de mí. Ya está empezando a hacerlo. No me quiere como el niño. La siento alejarse de mí. No me entiende. Lo único que entiende es que no la comprendo. Tal vez cuando reciba esa educación se avergonzará de mí, de cómo me expreso. Aunque tendrá demasiada voluntad para demostrármelo. En cambio, tratará de cambiarme. Vendrá a verme e intentará mejorar mi existencia, y yo le corresponderé mostrándome mezquina con ella porque sabré que ella está por encima de mí. Se dará cuenta de muchas cosas a medida que vaya creciendo. Llegará a saber demasiado para su propia felicidad. Comprenderá que no la quiero tanto como a su hermano. No puedo evitar que sea así. Pero ella no lo comprenderá. A veces creo que lo sabe. Ya se está alejando de mí y tratará de irse muy pronto. El cambio a esa escuela distante fue el primer paso de alejamiento. Pero Neeley nunca se irá, por eso le amo más. Se apegará a mí y me comprenderá. Quiero que sea médico. Tiene que ser médico. Tal vez aprenda también a tocar el violín, tiene buen oído. Eso lo ha heredado de su padre. En el piano está más adelantado que Francie y que yo. Sí, su padre lleva la música en el alma, aunque de nada le sirve. Le está arruinando. Si no cantase, los amigos que le hacen beber no buscarían su compañía. ¿De qué le vale cantar tan bien si ni él ni nosotros hemos mejorado? Con el niño, este hijo mío, será distinto, tendrá educación. Tengo que ingeniarme cómo conseguirlo. Johnny no estará con nosotros mucho tiempo. ¡Dios mío! Tanto que le quise. Y a veces le quiero aún. Pero es indigno… es indigno, y que Dios me perdone por haberlo descubierto».
Estas reflexiones de Katie duraron unos instantes, mientras los otros subían la escalera. Los que en aquel momento, mirando hacia arriba, vieron aquella cara tan bonita, sonriente y alegre, no podían sospechar las dolorosas resoluciones que iban enraizando en su mente.
Instalaron el árbol en el salón después de extender una sábana para proteger la alfombra de flores rosadas de las hojas que caían del abeto. Lo plantaron en un gran cubo repleto de cascotes. Cuando cortaron la cuerda, las ramas se esparcieron y llenaron la habitación. Éstas se extendían hasta sobre el piano, y algunas sillas quedaron entre las ramas. No tenían dinero para comprar decoraciones y luces. Pero aquel hermoso árbol instalado allí bastaba. El cuarto estaba frío. Había sido un año de estrecheces, de demasiada pobreza para comprar el carbón para la chimenea del salón. Éste olía a frío, limpio y aromático. Durante la semana que el árbol estuvo allí, todos los días Francie se ponía un jersey y su gorro de tejido para ir a sentarse debajo del árbol. Allí gozaba de la fragancia que desprendía y de su oscuro verdor.
¡Oh! El misterio de un gran árbol aprisionado en un cubo, en el cuarto de una casa de pisos.
Pobres como estaban aquel año, celebraron la Navidad gratamente y a los niños no les faltaron regalos. Katie regaló a cada uno un par de calzones largos de lana, de último modelo, y una camiseta también de lana, con mangas largas y que picaba. Tía Evy les dio otro regalo: una caja de dominó para los dos. Johnny les enseñó cómo se jugaba. A Neeley no le gustó el juego, así que su padre terminó jugando con Francie. Él se hacía el enojado cuando perdía.
La abuela les llevó algo muy bonito: dos colgantes que había hecho ella. Había cortado dos pequeños óvalos de lana roja. En uno había bordado una cruz azul, y en el otro, un corazón dorado, coronado por espinas de color castaño. Un puñal negro atravesaba el corazón y dos gotas de sangre se deslizaban por la punta del puñal. La cruz y el corazón eran muy pequeñitos, bordados con puntadas microscópicas. Los dos óvalos estaban cosidos uno al otro y sujetos a un trozo de cordón para corsé. Mary Rommely había llevado los dos colgantes al sacerdote para que los bendijera antes de entregárselos a los niños. Cuando le colgó a Francie el suyo dijo:
—
Hieliges Weihnachten
—y enseguida agregó—: Que los ángeles te acompañen siempre.
Tía Sissy llevó un paquetito para Francie. Ésta lo abrió y encontró una cajita para fósforos. Era frágil, estaba recubierta de papel crepé con un minúsculo racimo de glicinas púrpura pintado encima. Francie abrió la cajita y descubrió diez discos envueltos uno por uno en papel de seda rosa. Resultaron ser relucientes centavos de color oro. Sissy explicó que había comprado un poco de polvo dorado, lo había mezclado con unas gotas de aceite de banana y había pintado las monedas. El regalo de Sissy fue el que más gustó a Francie. A la hora de haberlo recibido ya lo había abierto una docena de veces, poco a poco, disfrutando intensamente con sólo ver aparecer el papel cobalto y la delgadísima madera de la cajita corrediza del interior. Los dorados centavos, en su envoltura de papel de seda rosa, eran para ella algo maravilloso Todos dijeron que aquellas monedas eran demasiado lindas para gastarlas. Durante el día Francie perdió, sin saber cómo, dos de los centavos, y su madre sugirió que estarían más seguros en la hucha. Prometió a Francie que cuando se abriera los podría sacar. Francie estaba convencida de que su madre tenía razón, que los centavos estarían más seguros en la hucha, pero era penoso desprenderse de aquellas monedas doradas para esconderlas en la oscuridad de la hucha.
Johnny tenía un regalo especial para Francie. Era una tarjeta postal en la que había una iglesia pintada. El techo tenía pegado polvo de colapez, que brillaba más que la nieve de verdad. Las ventanas estaban hechas de cuadraditos de un brillante papel anaranjado. La magia de la tarjeta residía en que, cuando Francie la levantaba, la luz que se filtraba por las ventanitas daba una sombra dorada en la nieve. Era algo precioso. Katie dijo que, como no tenía nada escrito, podía guardarla para mandársela a alguien por correo el año siguiente.
—¡Oh, no! —exclamó Francie, y cubriendo la tarjeta con ambas manos la apretó contra su pecho.
Su madre se rió.