Un árbol crece en Brooklyn (46 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Los grupos empezaban a dispersarse. Albie Seedmore, un chico de piernas largas hijo de un tendero rico, se les acercó.

—¿Quieres ir mañana al cine conmigo, Francie? —dijo de un tirón, y agregó—: Yo invito.

(Había un cinematógrafo que ofrecía una sesión aquel sábado por sólo un níquel cada dos entradas para los graduados, siempre que se presentasen provistos del diploma.)

Francie miró a su madre. Ésta asintió con la cabeza.

—Con mucho gusto, Albie.

—Entonces, mañana a las dos. —Y se fue al trote.

—Tu primera cita —dijo Evy—. Pide una gracia. —Evy levantó el meñique y lo dobló. Francie hizo lo mismo y lo enganchó con el de Evy.

—Deseo poder vestir siempre de blanco y llevar rosas rojas y que siempre podamos derrochar dinero como hemos hecho esta noche.

Libro Cuarto
XLIII

Se da cuenta ya de lo que es el trabajo —dijo la capataz a Francie—. Llegará a ser una buena tallera. Se retiró y dejó a Francie ocupada en sus tareas. La primera hora del primer día del primer empleo de Francie.

Siguiendo las instrucciones de su capataz, tomó con la mano izquierda un trozo de alambre y con la derecha, simultáneamente, una tira estrecha de papel de seda verde oscuro. Presionó un extremo de la tira sobre una esponja humedecida y luego, moviendo el pulgar, el índice y el corazón de cada mano como una máquina enrolladora, enroscó toda la tira en el alambre. Colocó el alambre forrado a un lado. Ahora era un tallo. Como hacía tallos, era la tallera.

El desagradable Mark, mozo de la fábrica, llevaba los tallos a la petalera, quien les agregaba pétalos de rosa de papel. Otra muchacha pegaba los cálices y de allí pasaban a la hojadora, que unía a los tallos una ramita de hojas verdes que extraía de un montón y mandaba las rosas a la terminadora para que les colocase un papel más grueso alrededor del cáliz y el tallo. El tallo, el cáliz, los pétalos y las hojas formaban así un conjunto que parecía haber crecido unido.

A Francie le dolía la espalda y sentía unos pinchazos que le corrían de la cintura al hombro. Había cubierto más de mil tallos, según sus cálculos. Pensaba que ya sería la hora del almuerzo. Grande fue su sorpresa cuando, levantando la vista, vio que apenas había trabajado una hora.

—Cuentaminutos —la apodó una de las obreras, mofándose. Francie la miró sorprendida, pero no contestó.

Consiguió dar cierto ritmo a su trabajo y le pareció hacerlo con más facilidad. Uno, apartaba el tallo terminado. Y medio, tomaba otro alambre y otra tira de papel. Dos, humedecía el papel.

Tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez, el alambre ya estaba envuelto. Pronto aplicaba el ritmo instintivamente, sin tener que contar y ni pensar en lo que hacía. Se sintió aliviada y ya no le dolía la espalda. Tenía la mente libre y comenzó a pensar.

«Esto podría ser toda una vida —pensó—. Trabajar ocho horas al día forrando alambres para ganar dinero con que comer y pagar el sitio donde dormir, para continuar viviendo para volver a forrar más alambres. Hay gente que nace y vive sólo para llegar a esto. Claro que algunas de estas muchachas se casarán con hombres que llevan la misma existencia. ¿Qué ventaja sacan? Tener a alguien con quien conversar durante las contadas horas libres entre la salida de la fábrica y el momento de dormirse».

Pero ella sabía que esa exigua ganancia no perduraría. Había visto demasiadas parejas en esas condiciones que, después de tener hijos y ver crecer sus gastos, terminaban por no tener otra forma de comunicarse que no fueran los gruñidos amargos.

«Esta gente no tiene escapatoria. Y ¿por qué? Porque —recordó las tan repetidas convicciones de su abuela— no tienen suficiente preparación».

La invadió el pánico. Quizá jamás pudiese ingresar en la escuela superior. Quizá no llegaría a adquirir más instrucción que la que ya tenía. Tal vez tuviese que pasar toda su existencia envolviendo alambres… envolviendo alambres… y más alambres.

Uno… y medio…, dos…, tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez. Se sintió presa del mismo terror de aquel día cuando, a los once años, había visto al viejo de aquellos horrorosos pies en la panadería Losher. Asustada, aceleró aún más el ritmo para verse obligada a concentrar su atención en el trabajo y evitar los extravíos de su mente.

—Escoba nueva —observó con cinismo la terminadora.

—Tratando de relucir ante la capataz —opinó la petalera.

Pronto el nuevo ritmo se tornó también automático y la mente de Francie volvió a encontrarse libre. Solapadamente observó a las muchachas que trabajaban a lo largo de una misma mesa. Eran unas doce, polacas e italianas. Las más jóvenes tendrían dieciséis años, y las mayores, treinta. Todas morenas. Por una razón inexplicable, todas vestían trajes negros, sin darse cuenta seguramente de lo poco que armoniza el negro con la tez morena. Francie era la única que llevaba un vestido de percal lavable y se sintió como una cándida chiquilla. Con sus ojos de lince las otras notaron las miradas de Francie y se desquitaron con una broma muy peculiar. La que estaba en la cabecera de la mesa inició el bombardeo.

—Alguien en esta mesa tiene la cara sucia.

—Yo no —contestaron las demás, una por una.

Cuando le llegó el turno a Francie, todas interrumpieron su trabajo y esperaron. Como no sabía qué contestar, Francie guardó silencio.

—La nueva no dice nada —concluyó la cabecilla—, así que es ella quien tiene la cara sucia.

Francie se ruborizó y trabajó más deprisa aún, esperando a que los comentarios cesaran.

—Alguien tiene el cuello sucio —empezaron de nuevo.

—Yo no —contestaron una por una.

Esta vez, cuando le llegó su turno, Francie dijo:

—Yo no.

Pero en vez de apaciguarlas, les dio nuevo tema para comentar.

—La nueva dice que ella no tiene el cuello sucio.

—Ella lo dice.

—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso se lo puede ver? —Y si lo tuviera sucio, ¿lo confesaría?

Esto intrigó a Francie.

«Quieren que yo haga algo, pero ¿qué? ¿Querrán que me enoje y las insulte? ¿Será para que no vuelva a trabajar aquí? ¿O porque desean verme llorar, como aquella vez que me escupió la chica del colegio cuando miré el borrador? Sea lo que sea, no les daré ese gusto».

Agachó la cabeza sobre su trabajo y sus dedos se movieron con renovado ahínco.

Las bromas pesadas continuaron toda la mañana. Se interrumpían sólo cuando entraba Mark, el mozo. Le daban un respiro a Francie para ocuparse de él.

—Cuidado, nueva, con ese Mark. Le han arrestado dos veces por trata de blancas.

Las acusaciones resultaban cargadas de una triste ironía si se tenía en cuenta el aspecto afeminado de Mark. Francie sintió una gran pena por el pobre muchacho, que se ruborizaba a cada escarnio.

Pasó la mañana. Cuando ya parecía interminable, sonó la campana anunciando la hora del almuerzo. Las obreras interrumpieron su trabajo y sacaron la comida que habían llevado en bolsas de papel. Desdoblaron las bolsas y las usaron a modo de manteles, sobre los que colocaron sus emparedados adornados con cebolla. Empezaron a comer. Francie tenía las manos ardientes y pegajosas. Quiso lavárselas antes de comer y preguntó a su vecina dónde estaba el lavabo.

—No hablo inglés —le contestó ésta en exagerado dialecto de recién llegada.

—No entiendo —dijo en idioma extranjero otra que se había pasado la mañana mofándose de ella en inglés corriente.

—¿Qué quiere decir lavabo? —preguntó una regordeta.

—Donde se hace lavadura —respondió una sabihonda.

Mark andaba recogiendo cajas. Se detuvo en la puerta cargado de cajas, la nuez de la garganta le subía y bajaba agitada. Francie oyó el metal de su voz por primera vez.

—Jesucristo murió crucificado por gente como ustedes —declaró con vehemencia—, y ahora ustedes no son capaces de indicarle a la nueva dónde está el retrete.

Francie le miró asombrada. Sin poder evitarlo —le había parecido tan cómico— lanzó una carcajada. Mark tragó saliva, dio media vuelta y desapareció por el pasillo. Cambio instantáneo. Un murmullo corrió a lo largo de la mesa.

—¡Se ha reído!

—¡Ea! ¡La nueva se ha reído!

—¡Se ha echado a reír!

Una joven italiana la tomó del brazo, diciéndole:

—Ven, nueva, yo te llevaré al retrete.

En el lavabo abrió el grifo, inclinó la bola de jabón líquido y se quedó rondando solícita mientras Francie se lavaba las manos. Cuando intentó secárselas en la toalla limpia, evidentemente sin usar aún, su guía le dio un empujón.

—No uses la toalla, nueva.

—¿Por qué? Parece limpia.

—Es peligroso. Algunas de las que trabajan aquí están contaminadas, y podrías contagiarte a través de la toalla.

—¿Qué hago entonces?

—Sécate con la enagua, como hacemos nosotras.

Francie se secó las manos con la enagua mirando de reojo, horrorizada, la peligrosa toalla.

Cuando regresó a la sala de trabajo encontró que habían abierto su bolsa y colocado los dos emparedados de salchicha que le había preparado su madre sobre el improvisado mantel. Alguien había puesto un rico tomate al lado. Las obreras la recibieron con sonrisas. La que había iniciado las bromas de la mañana tomó un largo trago de una botella de whisky y se la pasó a Francie.

—Toma un trago, nueva. Es difícil tragar emparedados en seco.

Francie se echó atrás y rehusó.

—Bebe un poco. Sólo es té frío. Francie recordó la toalla del lavabo y contestó enfáticamente:

—¡No!

—¡Ah! Ya sé por qué no quieres beber de mi botella. En el retrete, Anastasia te ha asustado. Oye, nueva: no lo creas. Son invenciones del jefe para que no usemos la toalla, así se ahorra un par de dólares por semana en lavado.

—¿Ah, sí? —observó Anastasia—. No he visto a ninguna de vosotras usar la toalla.

—Porque sólo tenemos media hora para almorzar y nadie quiere perder tiempo en ir a lavarse las manos. Bebe un trago, nueva.

Francie bebió un largo trago de la botella. El té frío le resultó refrescante, dio las gracias a la dueña de la botella y quiso darlas también a la que le había dado el tomate. Inmediatamente, cada una por turno, negó haberlo hecho.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué tomate?

—Yo no veo ningún tomate.

—La nueva trae un tomate para almorzar y ni siquiera lo recuerda.

Y así gastaban bromas. Pero ahora las bromas tenían un cariz de amable compañerismo. Francie disfrutó de aquella media hora y le gustó que las otras hubiesen encontrado lo que buscaban en ella. Sólo habían querido verla reír, ¡qué cosa más simple!, pero difícil de averiguar.

El resto del día transcurrió agradablemente. Las compañeras le recomendaron que no se esforzase demasiado. Era un trabajo de temporada y cerrarían el taller en cuanto hubiesen cumplido con los pedidos de otoño. Cuanto antes se cumpliesen los pedidos, antes serían despedidas. Halagada por la confidencia de estas obreras de más edad y experiencia, Francie aminoró de buena gana su producción. Contaron chistes toda la tarde y Francie los celebró todos, ya fuesen graciosos o simplemente obscenos. Y su conciencia apenas le molestó un poquito cuando se unió a las demás para atormentar a Mark, pobre mártir que no sabía que con sólo lanzar una carcajada habría terminado para siempre con sus tormentos.

Un poco después del mediodía del sábado Francie estaba al pie de la estación del ferrocarril elevado, en Flushing Avenue, donde había combinado encontrarse con Neeley. Llevaba su sobre con cinco dólares, su primer sueldo semanal. Neeley también llevaba cinco dólares. Se habían puesto de acuerdo. Llegarían juntos a casa y harían de la entrega del dinero toda una ceremonia.

Neeley trabajaba de botones en una correduría de Nueva York. El marido de Sissy le había conseguido el empleo por un amigo que trabajaba allí. Francie envidiaba a Neeley. Éste atravesaba todos los días el magnífico puente de Williamsburg y se adentraba en la extraña y enorme ciudad, mientras que ella iba a pie a su trabajo en el norte de Brooklyn. Además, él almorzaba en un restaurante. El primer día había llevado su almuerzo como Francie, pero sus compañeros se rieron de él tildándole de campesino de Brooklyn. Entonces su madre resolvió entregarle quince centavos diarios para el almuerzo. Con todo lujo de detalles, Neeley le contaba a Francie cómo almorzaba en un bar donde había máquinas expendedoras, en las que se introducía un níquel en una ranura y salía café con leche, ni de más ni de menos, justamente una taza. Francie hubiera deseado cruzar el puente a diario y comer también allí en vez de llevar emparedados preparados en casa.

Neeley bajó las escaleras de la estación. Traía un envoltorio debajo del brazo. Francie observó cómo posaba los pies en ángulo, de modo que apoyaba todo el pie en cada peldaño en vez del talón solamente. Johnny siempre había bajado las escaleras de esa forma. Neeley no le quiso decir qué contenía el paquete para no malograr la sorpresa. Entraron en el banco, que estaba a punto de cerrar, pidieron al cajero que les cambiase los billetes viejos de un dólar que llevaban por otros nuevos.

—¿Para qué quieren billetes nuevos?

—Es nuestro primer sueldo, y quisiéramos llevarlo a casa en billetes nuevos —explicó Francie.

—El primer sueldo, ¿eh? Eso me hace recordar viejos tiempos. Me acuerdo de cuando fui a casa con mi primer sueldo. Era muchacho en aquel entonces…, trabajaba en una granja de Manhasset, en Long Island. Sí, señor… —Hizo una corta autobiografía mientras la fila de gente se impacientaba—. Cuando entregué mi primer sueldo a mi madre, se le saltaron las lágrimas. Sí, señor, se le saltaron las lágrimas.

Arrancó el papel que envolvía un fajo de billetes nuevos y les hizo el trueque, diciéndoles:

—Y aquí tienen un regalo —entregó a cada uno un cobre recién acuñado, reluciente como el oro, que sacó de la caja—: centavos nuevos del año mil novecientos dieciséis. Los primeros del distrito. No los gasten. Ahórrenlos. —Sacó de su bolsillo dos centavos viejos para reemplazar los nuevos.

Francie le dio las gracias, y al apartarse oyeron decir al que seguía en la fila:

—Recuerdo el día que entregué a mi madre mi primer sueldo.

Caminando hacia la puerta, Francie se preguntó si todos los de la fila contarían eso de su primer sueldo.

—Todo los trabajadores tienen algo en común: el recuerdo de su primer sueldo.

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