Un árbol crece en Brooklyn (21 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Su voz era melodiosa y hablaba con tono suave. Tenía hermosas manos y manejaba con agilidad la tiza o el carboncillo, cuando cogía un lápiz el movimiento de su muñeca parecía mágico; un golpe en redondo y aparecía una manzana, otros dos más y surgía una mano infantil sosteniendo la manzana. Los días de lluvia no les daba clase, tomaba un cuaderno y con un carboncillo bosquejaba a la más pobre, la más mísera de las alumnas. Y cuando terminaba el dibujo no se veían la mugre ni la miseria. Lo que saltaba a la vista era la gloria de la inocencia y la pena de una criatura que crece con demasiada rapidez. ¡La señorita Bernstone era magnífica!

Aquellos dos profesores externos eran los reflejos del oro y la plata en el río barroso de los días escolares, días de horas lúgubres en que la maestra mantenía a las alumnas en actitud rígida con los brazos cruzados en la espalda mientras ella leía alguna novela oculta en su regazo. Si todos los profesores hubiesen sido como el señor Morton y la señorita Bernstone, Francie habría sabido lo que era el cielo. Pero quizá fuese mejor que no ocurriera así. Debe haber aguas turbias y oscuras para que el sol tenga algo que enmarque su deslumbrante gloria.

XXII

Son mágicos los instantes en que un niño se entera de que puede leer las palabras impresas. Durante un tiempo, Francie sólo sabía pronunciar las letras una a una, para luego juntar los sonidos y formar una palabra. Pero un día, mientras hojeaba un libro, la palabra «ratón» le apareció entera y de inmediato adquirió sentido. Miró la palabra y la imagen de un ratón gris se estampó en su cabeza. Siguió leyendo y cuando entrevió la palabra «caballo», oyó los golpes de sus cascos en el suelo y vio el sol resplandecer en sus crines. La palabra «corriendo» la golpeó de repente, y ella empezó a jadear, como si de verdad hubiese estado corriendo. La barrera entre el sonido de cada letra y el sentido de una palabra entera se había caído. Ahora, con un simple vistazo, la palabra impresa le revelaba su sentido. Leyó rápidamente unas páginas y estuvo a punto de desmayarse por la emoción. Quería gritarlo al mundo entero: ¡sabía leer! ¡Sabía leer!

A partir de entonces el mundo se hizo suyo a través de la lectura. Nunca más se sentiría sola, nunca más añoraría la compañía de un amigo querido. Los libros se volvieron sus únicos aliados. Había uno para cada momento: los de poesía eran compañeros tranquilos, los de aventura eran bienvenidos cuando se aburría, y las biografías cuando deseaba conocer a alguien. Ya adolescente, llegarían las historias de amor. La tarde que descubrió que podía leer, se prometió leer un libro al día durante el resto de su vida.

Le gustaban los números y las sumas. Se inventó un juego muy entretenido. Cada número era el miembro de una familia y el resultado, un grupo familiar con su historia. El cero era un bebé, no daba problemas. Si aparecía por ahí sólo debías llevarlo contigo. El uno era una niña bonita que estaba aprendiendo a caminar y que se podía llevar de la mano, el dos, un niño que podía andar y hablar un poco: cabía en la vida familiar (o sea, en la suma) sin demasiadas dificultades. El tres era un niño que iba a la guardería, había que vigilarle. El cuatro, una niña de la edad de Francie; tratar con ella era casi tan simple como tratar con el dos. El cinco era la madre, dulce y amable. En las sumas muy complicadas, llegaba ella y lo resolvía todo, como deben hacer las madres. El padre, el número seis, era más difícil que los otros, pero muy justo. En cambio, el siete era malo. Era un viejo abuelo jorobado y no muy de fiar, como indica su forma. La abuela, el ocho, también era difícil, pero menos complicada de comprender que el siete. El más duro era el nueve, sólo era un huésped costaba hacerlo encajar en la vida familiar.

Cuando Francie hacía una suma, se imaginaba una pequeña historia que tuviese algo que ver con el resultado. Si le salía 924, quería decir que el niño y la niña se quedarían solos con el huésped y que el resto de la familia se iría de paseo. Cuando aparecía un número como el 1.024, quería decir que los niños pequeños jugarían todos juntos en el patio. El número 62 indicaba que el padre llevaría al niño a dar una vuelta; el 50, que la mamá llevaría al bebé a tomar el aire en el carrito; y el 78, que los abuelos se quedarían delante de la chimenea, en una tarde de invierno. Cada combinación de números era una nueva situación familiar, y no había dos historias iguales.

Francie también aplicaba el juego al álgebra. La X era la novia del hijo, que al llegar a la familia complicaba las cosas. La Y era el novio de la hija, que siempre traía problemas. Gracias a este juego, la aritmética se hacía humana y cálida, y ocupaba muchas de sus horas solitarias.

XXIII

Un sábado del mes de octubre que Francie caminaba sin rumbo llegó a un barrio que no conocía. Allí no había bloques de viviendas ni negocios sombríos y míseros. Las construcciones eran unas casas vetustas de la época en que Washington cruzó Long Island con su regimiento. Eran antiguas, decrépitas, pero tenían cercos de empalizada y grandes portones, donde Francie hubiera querido columpiarse. Había flores otoñales en los patios, plátanos con hojas rojizas y amarillentas en el borde de las aceras. Aquel barrio secular permanecía tranquilo y apacible en aquel sábado soleado. Se respiraba un ambiente acogedor, una serena, profunda e infinita paz. Francie se sentía tan feliz como si estuviera mirando, al igual que Alicia en el País de las Maravillas, en un espejo mágico. Se hallaba en un país encantado.

Siguió andando y dio con una pequeña y vieja escuela. Sus ladrillos rojos y roídos brillaban con los últimos rayos de sol. No tenía cerco, los patios no eran de cemento, sino de césped. Frente al colegio se extendía una pradera llena de plantas y flores silvestres, donde crecía el trébol con profusión, como en campo abierto.

A Francie le dio un vuelco el corazón. ¡Allí estaba! Aquélla era la escuela a la que ella deseaba asistir. Pero ¿qué podía hacer? Existía una ordenanza inflexible que obligaba a ir a la escuela del barrio. Para realizar lo que deseaba, sus padres tendrían que trasladarse a aquel barrio, y eso… ¡ni pensarlo! No iban a mudarse porque a su hija sé le ocurriera cambiar de escuela. Emprendió el regreso a casa caminando lentamente; mientras, meditaba el asunto.

Aquella noche se quedó levantada esperando a que su padre regresara del trabajo. Después de que Johnny llegara silbando su «Molly Malone», y todos hubieran comido el caviar, la pasta de hígado y la langosta que él había llevado, después de que su madre y Neeley se hubiesen acostado, Francie se quedó acompañando a su padre mientras fumaba su último cigarro; entonces Francie le contó en voz baja lo del colegio. Él la miró, movió la cabeza y dijo:

—Ya veremos mañana.

—¿Quieres decir que podríamos ir a vivir cerca de esa escuela?

—No, eso no, pero debe de haber otra solución. Mañana iré contigo y veremos qué se puede hacer.

Tan agitada estaba Francie que no pudo dormir en toda la noche. A las siete se levantó, pero Johnny seguía durmiendo profundamente. Ella esperaba y transpiraba impaciencia. Cada vez que le oía suspirar en sueños, corría para ver si ya estaba despierto.

Despertó al mediodía, justo a la hora del almuerzo. Francie no pudo tomar bocado; continuamente miraba a su padre, pero éste no le hacía ni una seña. ¿Se habría olvidado? No. Porque mientras Katie servía el café, él dijo como si nada:

—Me parece que saldré a dar una vuelta con la Prima Donna.

Francie se estremeció. ¡No se había olvidado! Esperó. Su madre tenía que contestar. Podía oponerse. Podía preguntar el porqué. Podía ocurrírsele acompañarlos. Pero lo único que dijo fue:

—Está bien.

Francie lavó la vajilla, luego tuvo que ir al quiosco a comprar el periódico de los domingos y al estanco a buscar un Corona de un níquel para su padre. Johnny tenía que leer el periódico. Tenía que leer todas las columnas, aun las de sucesos sociales que no le interesaban. Para colmo, tenía que comentar con su mujer todas las noticias que leía.

Cada vez que bajaba el periódico decía a Katie:

—Cosas raras las que publican hoy en día. Toma este caso…

Francie ardía de impaciencia, deseaba llorar.

Llegaron las cuatro de la tarde. Hacía un buen rato que Johnny había terminado de fumar el cigarro; el periódico yacía abandonado en el suelo. Katie, aburrida con el comentario de las noticias, se había marchado con Neeley a casa de Mary Rommely.

Francie y su padre salieron cogidos de la mano. Él llevaba puesto el esmoquin —el único traje que tenía—, y con su chambergo quedaba muy elegante. Era un magnífico día de octubre. El cálido sol y la fresca brisa se confundían y remolineaban en cada esquina en un hálito de mar. Caminaron unas cuantas manzanas, doblaron una esquina y se encontraron en aquel otro barrio. Solamente en un distrito tan extenso como Brooklyn puede existir una diferencia tan marcada entre un barrio y otro. Este era de gente con cinco o seis generaciones de antepasados americanos, mientras que donde vivían los Nolan quien había nacido en América se consideraba todo un patricio.

En realidad, Francie era la única de su clase hija de padres nacidos en América. Al comenzar el curso, la maestra recorrió la lista de alumnas preguntando a cada una cuál era su linaje. Las contestaciones eran típicas.

—Soy polacoamericana, mi madre nació en Varsovia.

—Irlandesaamericana; papá y mamá vinieron de County Cork.

Cuando nombró Nolan, Francie contestó con orgullo:

—Yo soy americana.

—Ya sé que es americana —dijo la irascible maestra—. Pero ¿de qué nacionalidad?

—Soy americana —insistió Francie con orgullo.

—Me dice dónde nacieron sus padres o me veré en la obligación de mandarla a la dirección.

—Mis padres son americanos, nacidos en Brooklyn.

Todos los compañeros se volvieron para mirar a Francie, la niña cuyos padres no eran oriundos del Viejo Mundo. La maestra dijo:

—¡Ah! Brooklyn. En ese caso es realmente americana.

Su padre iba contándole la historia de aquel raro paraje. Le explicaba que las familias eran americanas desde hacía más de cien años, que en su mayoría eran de ascendencia escocesa, inglesa y galesa. Los hombres eran carpinteros especializados y ebanistas, también trabajaban el metal: plata, oro y cobre.

Le prometió llevarla un día al barrio español de Brooklyn. Allí eran cigarreros y contribuían con algunos centavos diarios para emplear a un hombre que les leyera mientras ellos trabajaban, y les leía buena literatura.

Siguieron caminando por aquella calle donde la soledad sabía a domingo. Francie vio caer revoloteando una hoja de árbol y dio un brinco para recogerla, era de un vivo color escarlata con bordes dorados. Se quedó mirándola, preguntándose si volvería a ver alguna vez algo tan hermoso. Apareció una mujer que acababa de doblar la esquina. Venía muy pintada y llevaba un boa de plumas. Sonrió a Johnny y le preguntó:

—¿El señor se siente solo?

Él la contempló un momento antes de contestarle con mucha amabilidad:

—No, hermana.

—¿Seguro? —insistió ella sutilmente.

—Seguro —replicó Johnny, muy tranquilo.

Ella siguió su camino. Francie volvió corriendo hacia su padre y le tomó la mano.

—¿Era una mala mujer, papá? —preguntó perturbada.

—No.

—Pero parecía mala.

—Hay poca gente mala, en cambio, hay mucha gente desafortunada.

—Pero iba toda pintada, papá, y…

—Es una mujer que debe de haber conocido días mejores. —Le gustó la frase—. Sí, debe de haber conocido días mejores.

Calló y permaneció pensativo. Francie continuó saltando y coleccionando hojas.

Llegaron a la escuela y Francie, orgullosa, la señaló a su padre. El sol poniente hacía que los ladrillos reflejaran una luz tenue; los pequeños cristales cuadrados de las ventanas brillaban bajo los rayos de sol. Johnny la contempló detenidamente.

—Sí, ésta es la escuela —dijo al fin—. Sí, ésta es.

Luego, como siempre que se sentía conmovido, se puso a cantar. Se descubrió y, con el sombrero sobre el corazón, de pie frente a la escuela, cantó:

Días de escuela, días de escuela,

encantadores días de métrica,

lectura, escritura, aritmética…

A cualquier transeúnte le hubiera parecido una estupidez ver a Johnny con su esmoquin verdoso ya, pero con su camisa inmaculada, de la mano de una chiquilla andrajosa y cantando en la calle completamente ensimismado. Sin embargo, a Francie le parecía no sólo adecuado, sino hermoso.

Cruzaron a la pradera de enfrente, que la gente llamaba los solares. Francie recogió algunas florecillas silvestres para llevar a casa. Johnny le explicó que en tiempos remotos aquello había sido el camposanto de una tribu de indios y que cuando él era pequeño iba allí a buscar puntas de flecha. Se entretuvieron buscando durante una hora y media, pero no encontraron ninguna. Johnny recordó que de niño tampoco las había encontrado. Esto hizo mucha gracia a Francie y se rió con ganas. Su padre confesó que no estaba seguro. Tal vez no hubiese sido un cementerio de indios. A lo mejor alguien se lo había inventado. En esto tenía razón, porque Johnny mismo lo había inventado todo.

Cuando papá habló de regresar sin mencionar el cambio de escuela, a Francie se le llenaron los ojos de lágrimas. Johnny, al ver que lloraba, propuso un plan.

—Te voy a explicar lo que podemos hacer. Elegiremos el número de una de esas casas, luego escribiré una carta a tu directora, en la que le diré que te has trasladado y le pediré el traspaso a esta escuela.

Encontraron una casa de un piso, de techo inclinado, con crisantemos en el jardín. Johnny anotó cuidadosamente la dirección.

—¿Sabes que lo que vamos a hacer está mal?

—¿Está mal?

—Sí, pero es un mal para conseguir un bien mayor.

—¿Una mentirijilla blanca?

—Sí, una mentira que beneficia a alguien. De modo que para compensar ese engaño tienes que portarte doblemente bien. No debes faltar a clase, no debes hacer nunca nada que los obligue a mandarnos una carta por correo.

—Si puedo ir a esa escuela me portaré siempre bien.

—De acuerdo. Ahora te voy a mostrar un camino hasta la escuela que cruza un pequeño parque. Sé que está por aquí.

La llevó al parque y le indicó el camino diagonal que debía seguir para llegar a la escuela.

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